Animales disecados. Juan Carlos Gozzer
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Antonio estaba hipnotizado por la impecable manicura del contacto y el sobre que tenía bajo sus manos con todas las instrucciones. Ya había estado en Madrid antes y conocía la ciudad, sabía moverse con facilidad y pasar desapercibido gracias a ese físico que le daba más aire de italiano que de colombiano.
—Usted es consciente de que yo no soy como los demás, ¿no? —dijo Antonio intentando probar al contacto.
—Claro, viejito. Nosotros sabemos que su tarifa es diferente, pero usted por gastos no se preocupe. Estamos dispuestos a pagarlo todo bien pagado. Además, para que vea que somos gente seria le tenemos un apartamento en Chapinero, con lujo pero bien discreto. Es todo legal y así usted no tiene que arriesgarse. Y puede quedarse el tiempo que quiera.
El contacto puso un juego de llaves sobre la mesa. Tenía un llaverito con una piedrecilla de cuarzo en la punta.
—Si se siente más seguro —adelantó—, puede cambiar la cerradura, pero le garantizo que no existen más copias de las llaves. Como le digo, nosotros somos gente seria.
El cuarzo tintineaba contra las llaves mientras Antonio abría la puerta del apartamento que estaba en la calle 69. Dejó la maleta negra en el pasillo y se tumbó sobre el sillón totalmente exhausto. Bogotá ya era una noche cerrada y desde la ventana no se veía más que las ramas de un viejo nogal que ocultaba casi todo el edificio.
La cosa por poco salió mal. Tras algunos días de inteligencia, había concluido que el mejor momento para abordar al objetivo era a la salida del restaurante Río Frío, justo al lado del edificio de la Audiencia Nacional, en plena plaza de Colón.
Todo estaba calculado con suma discreción. El objetivo se reunía con su abogado en el restaurante todos los días a las once de la mañana y sobre las doce y media o una, salía caminando solo, sin precaución. Cruzaba la calle Génova, justo delante de la escultura de la Mujer con espejo de Botero, antes de enfilar hacia el norte por la Castellana.
Aunque estuviera muy cerca de una de las zonas más vigiladas de la ciudad, era verano y mucha gente circulaba por allí, haciéndose fotos y con la guía de la ciudad en la mano.
El mecanismo era sencillo y a la vez impecable. Antonio conocía a un viejo alemán que vivía en Madrid y se movía por los bajos mundos, coleccionando armas curiosas que se usaban en la época de la Guerra Fría. El viejo era peligroso y no era de fiar, pero le había dejado una vieja cámara de fotos tipo Leica, de fabricación alemana, y adaptada, según él, por la CIA para matar a Fidel Castro. El plan, dijo, nunca funcionó porque no pudieron entregarle el regalo al comandante. Y la cámara había pasado de mano en mano hasta llegar a las suyas. A través de un sencillo dispositivo instalado junto al visor, se disparaba una pequeña dosis de gas Vx al presionar el obturador de la cámara. El gas, que en realidad era un líquido, era perfectamente incoloro e inodoro, y en esos días de verano no sería más que una simple gota de sudor que en vez de salir entraba. El veneno tardaba una hora en hacer efecto, lo que daba tiempo de sobra para alejarse de la escena y no levantar la menor sospecha. El objetivo caería fulminado.
Por una buena suma de dinero, el viejo alemán le había conseguido la minúscula dosis de Vx a través de un químico inglés que conocía desde los tiempos de la Guerra Fría y que había trabajado como agente doble. Aquellos sí que eran tiempos, se lamentaba el viejo mientras le decía a Antonio que la única condición era que la cámara debería regresar a sus manos, ya que era una de las principales rarezas de su extraña colección.
Antonio sabía que hubiese sido más práctico deshacerse del aparato rompiéndolo o algo por el estilo e intentó convencer al viejo de los riesgos que eso podría significar, pero el alemán no dio el brazo a torcer.
—Ni intentes jugárrrmela, querrrido amigo, porrque te puede salirrr muy mal
—zanjó el alemán con una manera de arrastrar las erres que infundían un cierto temor en Antonio.
—En todo caso si supierrras quien soy, sabrrrías que la cárrrcel es un lugarrr al que nunca irré.
Por un momento, Antonio pensó si quizás habría sido una mala idea involucrarse con ese alemán.
Ese día el termómetro de la Castellana marcaba 37 grados. Y aunque el verano ya apuraba sus últimos embistes, hacía un calor de ahogo y el sol era implacable. La gente aprovechaba cualquier fuente para refrescarse mientras las crónicas se inundaban con ancianos que morían en sus casas por los golpes de calor. Para Antonio el escenario no podía ser mejor.
Se había alojado en el hotel Palace bajo el nombre de Vincenzo d’Aosta, tal y como decía el pasaporte italiano falso con el que viajaba. Había aprendido a fingir un acento italiano al pronunciar las palabras en español lo que, sumado a su físico, le ofrecía la identidad perfecta. Tomó el desayuno sin prisa y con buenos modales bajo la majestuosa cúpula de cristal del hotel antes de salir a dar su paseo turístico vistiendo unas bermudas que dejaban entrever sus piernas delgadas y blanquísimas, una camisa blanca, sombrero y gafas de sol. Un turista como cualquier otro que llevaba su cámara Leica colgada del cuello.
Miró el reloj y todo iba según lo planeado. Tomó rumbo al norte por el paseo de la Castellana, refugiándose del sol bajo la sombra cansada de las acacias que acompañaban su recorrido. Llegó a la plaza de Colón a las doce. El sol castigaba sin perdón y los turistas parecían alborotados como palomas en la fuente de la Villa de Madrid, justo sobre la plaza.
Como era previsto, a las doce y media el objetivo salió del restaurante Río Frío y se preparaba para cruzar la calle Génova. Antonio se detuvo junto a la escultura de Botero y con una guía en sus manos, fingió interesarse por la obra. Cuando tuvo al objetivo lo suficientemente cerca, se quitó la cámara del cuello y mirándole le dijo:
—Por favore, una fotografía —enseñándole la Leica.
El objetivo sonrió y desprevenidamente tomó la cámara en sus manos mientras Antonio se posicionaba junto a la escultura. La escena era de lo más normal, de esas que se ven a diario en los días de verano turístico en Madrid. El objetivo tenía el visor sobre su ojo izquierdo y el dedo listo para apretar el obturador.
—¡Pero sonría carajo, que está en España! —le dijo con un marcado acento bogotano. Antonio sonrió, y lo hizo con sinceridad. Se había olvidado de preguntarle al viejo alemán si además de matar la cámara hacía fotos.
Con esa pregunta en la cabeza, le agradeció al objetivo, quien, secándose la frente, dijo:
—¡Qué calor tan verraco el que hace aquí, ola!
El trabajo estaba cumplido.
Antonio se dirigió de nuevo al hotel mientras el objetivo siguió hacia la plaza de Emilio Castelar. Miró su reloj y calculó que tenía una hora exacta antes de caer fulminado, aunque el tiempo podría variar dependiendo de la dosis, había advertido el alemán.
Metió la cámara en una bolsa por temor a que un resto de Vx pudiera entrar en contacto con su piel y se subió a un taxi. El trayecto hasta el Palace era muy breve pero agradable bajo la cubierta fresca del aire acondicionado. Antonio estaba eufórico, había sido uno de sus trabajos más limpios e impecables. Para celebrarlo, se dejó llevar por la ciudad que pasaba a toda prisa a través del cristal y solo regresó a la realidad cuando el taxi se detuvo de golpe y el conserje del hotel le abrió la puerta inesperadamente. Se sorprendió, pagó y se bajó rápidamente. El calor había regresado y Antonio comenzaba a sudar de nuevo. Cuando ya el taxi cruzaba por la fuente de Neptuno, se dio cuenta del error que acababa de cometer.