Animales disecados. Juan Carlos Gozzer

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Animales disecados - Juan Carlos Gozzer

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jefe! —respondió el agente, sacando de un maletín varios archivadores con fotografías y poniéndolos sobre la pequeña mesa del comedor que aun tenía algunas migas de pan, quizás de algún desayuno olvidado ya en la memoria.

      —Ho pensatto que era mejor hacerlo aquí, diciamo che para ayudarte a refrescarte la memoria. Necesito que mires queste fotografie y me digas si alguno de ellos es el tal Antonio. Alla fine eres un barman, ¿no? Y los barman recuerdan bene una faccia.

      Javi suspiró y se rascó la cabeza. Miró hacia los amarios de la cocina como buscando algo.

      —Será mejor hacer un poco de café —dijo como si fuera el dueño de la casa.

      —Hai raggione. Arcas, encárgate del café —ordenó mientras se sentaba en una de las dos sillas de bar que estaban junto a la mesa—. É meglio que los compres en el bar de la esquina, per non estropear la escena del crimene.

      Torrisi creía que sin la curiosidad de Arcas respirándole en la nuca a Javi, este se sentiría más cómodo.

      —Dai, mettiamoci al lavoro —le propuso al barman mientras ponía el paquete de Chesterfield sobre la mesa.

      Javi abrió el primer archivador e inmediatamente admitió que aquello sería completamente inútil. Todas las fotografías eran iguales: miradas fijas y facciones marcadas. Quizás unos más gordos o más delgados que otros, pero por lo general, imperaban esos ojos achinados, ese pelo castaño fino y a veces ondulado, y algunos bigotes esparcidos por ahí.

      Sin pedirle permiso al detective, Javi sacó un Chesterfield del paquete, lo encendió y le dio una calada larguísima, expulsando el humo azul por la nariz con la poca fuerza que le quedaba en los pulmones.

      Al cabo de unos minutos Arcas regresó con los cafés y se marchó de nuevo por orden de Torrisi: alguien debía averiguar la identidad del extraño cadáver del refrigerador.

      Javi seguía mirando ya sin esperanza alguna. ¿Quién era toda esta gente? A todos ellos los podría haber visto alguna vez. En el metro, en el bar, en la calle, cerca de su casa; por Callao, Gran Vía o por Sol. En el Rastro. Algunos eran dibujos a mano alzada, otros retratos hechos por ordenador. Ninguno sonreía. Todos miraban fijamente a Javi a cada página que pasaba.

      El barman empezó a sentirse intimidado, como si fuera un soplón o un chivato; como si todos esos rostros, de alguna manera, lo estuviesen amenazando. O simplemente diciéndole que a veces hay cosas en la vida que es mejor olvidar. Es lo más conveniente.

      De repente, detuvo la mirada sobre una fotografía muy particular. No se parecía en nada a las demás. Solo se veía a un turista, con gafas de sol y un sombrero que le ocultaban el rostro, de pie frente a la escultura de una mujer gorda que miraba hacia otro lado. Javi no se acordaba como se llamaba la escultura, pero estaba seguro que esa era la plaza de Colón. ¿Qué hacía una foto como esa en medio de tantos matones?

      En lugar de fijarse en el rostro del turista, se quedó mirando el trozo de cielo azul que se asomaba por los bordes de la fotografía y que delataba el calor insoportable de ese verano que le recordó a Helena y a sus camisillas de tirantes que dejaban entrever sus tetas pequeñas y firmes.

      Levantó la cabeza para preguntarle a Torrisi por la foto, pero el detective parecía en otro lugar, tal vez absorto por tanto pasado que se le acumulaba en los huesos. Puso la foto junto a las demás para ahorrarse una conversación inútil y las siguió pasando con desgano.

      Al fin de cuentas creía, de manera ingenua, que el no reconocer al tal Antonio entre toda esa colección de imágenes, era una buena noticia para él y para Helena.

      Infelizmente no era así. Y Torrisi que fumaba muy despacio mirando por la ventana a los periodistas impacientes y la gente que pasaba por la calle del Pez a esa hora de la mañana, lo sabía de sobra.

      Agotados los archivadores, Javi soltó un suspiro que parecía de alivio.

      —Nada —dijo—. No reconozco a ninguno de estos pavos.

      Al escucharlo, Torrisi regresó al salón y dirigió sus ojos al barman como si la respuesta no le sorprendiese. En el fondo, era lo que esperaba.

      —Va bene, Javi, —le dijo—, en questo caso te tengo una noticia: la tu amica Helena non é morta. O al menos non è la morta que encontramos en el refrigerador.

      —¿Qué?

      Javi sintió como si una enorme explosión acababa de tener lugar justo al lado de su oído izquierdo.

      —¿Dónde está Helena entonces? ¿Y quién es la mujer del refrigerador? ¿Y el sudaca? No creerás que....

      —Guarda, Javi —intrrumpió el italiano—, lo que io credo é que tu quizás tengas algo que no me hayas querido contar. O quizás quieras contar mejor lo sucedido. O que al menos puedas dirmi dónde está Helena en este momento, o qui é la donna morta. Qualcosa Javi, senza corpo non c´e crimen, o mejor, é altro crimen, el de altra ragazza. Non capisco niente Javi. Solo capisco que a falta de más testigos, tú eres mi principal sospechoso.

      A Javi todo comenzó a pasarle por la cabeza como una repetición continua de lo que había vivido desde que conoció a Walter y a Helena hasta la noche en que se emborrachó con ella por última vez y las cosas que le prometió. De todo lo que hablaron, solo recordaba un pacto de silencio.

      ¿Acaso formaba parte de una gigantesca tramoya de traiciones? De repente, sintió como si dentro de todo ese tinglado no fuera más que el comodín a usar cuando las cosas se ponían feas. El culpable siempre era el mayodormo, o en este caso el barman.

      Casi como un autómata y ajeno a las palabras de Torrisi, Javi encendió otro cigarrillo y empezó a fumar de prisa.

      El italiano puso las esposas sobre la mesa y tuvo la cortesía de esperar a que el barman terminara su cigarrillo antes de llevárselo a la comisaria.

      Ocho

      Noviciado no era la estación más bonita del Metro de Madrid ni la más completa ni la más importante. Era una estación más: una pequeña gruta de cemento y baldosas. Pero la última vez que Javi vio a Antonio Misas pasando frente a La Soledad ese domingo en la mañana, este iba rumbo a esa estación.

      A esa hora no había mucha gente. Algunos mendigos que habían pasado la noche allí refugiándose del frío y la lluvia ya se habían marchado. Antonio se restregó un poco los ojos, miró el mapa de recorrido mientras esperaba el convoy y calculó que debía bajarse en Sol y cambiar de línea hasta llegar a Atocha Renfe.

      A simple vista, no parecía un asesino ni levantaba la menor sospecha. Solo era alguien que se había levantado demasiado temprano, o no se había acostado aún, con la misma ropa del día anterior. Podría venir de una noche de marcha o algo parecido.

      Cuando escuchó el ruido del metro acercándose, dejó entrever una sonrisa en su rostro cansado, insomne y lúgubre. Sabía que no tenía todas las cartas ganadoras, pero tenía una que podría ser decisiva para salvar su pellejo. Solo le preocupaba lo que Javi pudiera contarle a la policía sobre él o el cadáver que yacía en el refrigerador cuando lo encontraran. Pero de eso ya se encargaría luego, se dijo.

      Desde que salió del piso de Helena sentía que ya la decisión estaba tomada y no podía echarse atrás. El trabajo verdadero no terminaba con el asesinato de alguien sino cuando todos dejaban

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