Blanco de tigre. Andrés Guerrero
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Para Mercedes, porque es como la selva.
Y para Vera, mi nieta salvaje.
Y para todas las personas a las que he abrazado.
La historia del tigre blanco ocurrió hace tanto tiempo que hoy ya nadie habla de ella, y quienes aún la recuerdan aseguran que fue tan solo una leyenda más entre tantas otras que se fraguaron en lo más recóndito de la selva.
Pero no lo es.
No lo fue.
El tiempo empaña la memoria, y aquellos hechos tan increíbles terminaron mezclándose con las viejas historias sobre tigres que, siempre en voz baja y al refugio de la lumbre, se contaban durante las largas noches en los hogares de las aldeas.
Sin embargo, yo la recuerdo perfectamente y, aunque no me creas, te puedo prometer que todo sucedió tal y como lo vas a leer.
Por entonces, yo era solo un niño.
El más pequeño de una larga estirpe de pescadores de ribera.
Mis padres eran pescadores, como lo fueron también mis abuelos y los abuelos de mis abuelos, y así hasta que ya nadie recuerda más.
Vivíamos en medio del río, como habían vivido todos nuestros antepasados: en casas levantadas sobre el agua, junto a las cuales amarrábamos nuestras barcas.
Habían sido construidas a una prudente distancia de la orilla y se unían a esta mediante pasarelas y puentes colgantes, a pocos kilómetros de donde se situaba la aldea a la que se suponía que, por derecho y proximidad, pertenecíamos.
Para lo bueno y para lo malo.
O así debía ser.
En la otra orilla comenzaba la selva; el lugar prohibido donde, por encima del resto de los animales de la creación, reinaba el tigre desde el comienzo del mundo.
No todos los hermanos fuimos pescadores.
Duna, mi hermana, no lo fue.
En realidad, ninguna de las mujeres de la aldea era nada.
Quiero decir que ninguna era pescadora, ni barbera, ni comerciante... ni cualquier otra cosa que se pareciera a un oficio.
Las mujeres solo se ocupaban de sus tareas: trabajar los sufridos huertos, recolectar frutos y plantas, cuidar del ganado doméstico... Y de todas aquellas cosas destinadas para ellas.
Salvo mi hermana Duna, que se convirtió en cazadora.
Y eso estaba prohibido por la ley.
En los pueblos, la tradición era la ley, y esta dejaba muy claro que una mujer nunca podría ser cazadora.
Ninguna lo había sido nunca, y así debía ser para siempre.
Por eso, mi hermana siempre fue, para los cazadores y para todos los habitantes de la zona, una furtiva.
Una cazadora furtiva.
LA CAZADORA
A pesar de lo resbaladizo de la pendiente embarrada y de la trama impenetrable que formaban las raíces de los oscuros árboles, la muchacha se deslizó entre ellas con engañosa facilidad. Sin provocar ningún ruido, con el mismo sigilo que una serpiente al acecho, alcanzó el refugio donde esperaría la llegada del tigre.
Se había embadurnado con el limo del río para disimular su olor, y sus cenicientas ropas y su faz oscura hacían de ella una sombra más entre las sombras de la selva.
Más abajo, en el claro que se abría al final de la pendiente, los restos desmenuzados de un jabato, dejados allí intencionadamente, desprendían ya un fuerte hedor a podredumbre.
Debía tener paciencia.
El tigre terminaría apareciendo.
Estaba en su zona de caza. Lo sabía por las distintas marcas que los felinos dejan en los árboles y en el suelo para marcar su territorio y evitar así que otros tigres intrusos invadan su espacio vital.
El calor y la humedad eran insoportables.
Los mosquitos se cebaban con las partes de su cuerpo que quedaban al descubierto. Solo el barro que cubría su piel hacía tolerable aquel castigo.
Las tiras de tela que, anudadas a modo de turbante, cubrían parcialmente su cabeza no lograban impedir que las gotas de humedad resbalasen por su rostro.
Sus ojos, oscuros como las piedras del río en que había nacido, se hundían más allá de la impenetrable barrera de cañas intentando atisbar el menor movimiento.
Permanecía quieta, completamente quieta.
Sus únicos movimientos eran el lento recorrido de su mirada por la selva y el parpadeo con el que intentaba librar sus ojos del permanente goteo del sudor.
Una sensación de peligro invadió la selva y puso en alerta todos sus sentidos de cazadora.
No se oyó nada; al contrario, el silencio se adueñó de todo: las aves callaron, los monos, que solían aullar descontrolados en las ramas más altas, se refugiaron en callado sigilo de aterrados supervivientes.
Incluso el aire se volvió insoportablemente denso.
Tal y como sucedía siempre que se aproximaba el momento decisivo, su instinto natural hizo que su corazón alejara el miedo de su cabeza y que se concentrara en lo que debía hacer.
Lentamente, con un suave ademán de pantera, colocó una flecha en posición y tensó el arco a media cuerda.
Sujetó otra segunda saeta entre sus dientes, por si no bastaba con la primera, y dejó el cuchillo fuera de la funda, al alcance de un pequeño gesto.
Con un tigre, todas las precauciones son pocas: si fallas, no tendrás la oportunidad de salir vivo.
Por eso, Duna acechaba a sus presas desde sitios escarpados donde, en caso de errar, a las fieras les resultaría difícil alcanzarla, y ella tendría, al menos, alguna posibilidad de salvar su piel.
Pero ni siquiera estas precauciones sirven de mucho frente a un tigre herido. Lo mejor es no anticiparse y esperar el momento preciso, de manera que el ataque sea irremisiblemente mortal.
Su adiestrada mirada de ojeadora descubrió al felino antes de que este saliera al claro.
Un imperceptible movimiento en el cañizo delató su presencia, si bien debía de llevar allí agazapado un tiempo considerable.
El animal miraba cauteloso los restos del jabato desde la espesura.
El hambre lo empujaba a abandonar la protección del ramaje, y su respiración agitada revelaba la ansiedad por calmarla; pero, antes de salir, debía asegurarse de que aquello no era una trampa.
No había