El juez en el constitucionalismo moderno. Guillermo Escobar Roca
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Mas por esto mismo, y por la teoría fundamental que ya indiqué al expresar las razones por las cuales tocaba al poder general arreglar los derechos del ciudadano, es necesario declarar también que ninguno de los estados tiene poder sobre los objetos acordados por todos a la unión, y que no siendo bajo este aspecto más que partes de un todo compuesto, miembros de una gran República, en ningún caso pueden por sí mismos, en uso de su soberanía individual, tomar resolución alguna acerca de aquellos objetos, no proveer a su arreglo, más que por medio de los poderes federales, ni reclamar más que el cumplimiento de las franquicias que la Constitución les reconoce.
Los ataques dados por los poderes de los estados y por los mismos de la federación a los particulares, cuentan entre nosotros por desgracia numerosos ejemplares, para que no sea sobremanera urgente acompañar el restablecimiento de la Federación con una garantía suficiente para asegurar que no se repetirán más. Esta garantía sólo puede encontrarse en el Poder Judicial, protector nato de los derechos de los particulares, y por esta razón él sólo conveniente (Otero, 2019: 297).
En los debates del constituyente de 1857 se pueden leer los argumentos que lo llevaron a implementar el juicio de amparo. El diputado Mata señaló: “Es necesario que los ciudadanos de los estados, que los son de la República, encuentren amparo en la autoridad federal contra las autoridades de los mismos estados cuando atropellen las garantías individuales o violen la Constitución” (Zarco, 1956: 994). Como se sabe, en la Constitución de 1857 se estableció el juicio de amparo como un mecanismo de control contra los abusos de la autoridad, incluidas la locales. En el artículo 101 se dispuso que los tribunales de la federación resolverán toda controversia que se suscite por leyes o actos de cualquier autoridad (federal o local) que violen las garantías individuales.
Dentro de un federalismo dual en donde se respeten los postulados constitucionales de una federación compuesta de estados libres y soberanos, son estos a quienes les correspondería establecer los mecanismos de control (Serna, 2008: 263). Sin embargo, los constantes abusos y arbitrariedades cometidas por las autoridades de los tres niveles de gobierno, sobre todo a nivel local, llevó al constituyente mexicano a crear la institución del juicio de amparo y una autoridad federal (juez de distrito), como responsable para vigilar el respeto a las garantías individuales consagradas por la Constitución federal (Fix-Zamudio, 2005: 124-125).
La incapacidad de los Congresos locales para emitirse leyes ha sido una constante durante toda nuestra historia, por lo que se han tenido que promulgar leyes de carácter general, no sólo para homologar y unificar criterios en todo el país, sino para cubrir los vacíos legislativos en las entidades federativas. Tanto la Ley Federal del Trabajo como el Código de Comercio de aplicación en todo el país, son el claro ejemplo de la incapacidad de los estados para establecer su propias leyes.
La autonomía constitucional de los estados
de la república
Se dice que una característica propia de los estados miembros de una federación es que disponen de autonomía constitucional, es decir, el derecho de tener una constitución propia de contenido distinto al de la Constitución federal (Nettesheim y Quarthal, 2011). No obstante, habrá que preguntarnos primero si las constituciones de los estados son efectivas. El tema, de igual manera, es inexplorable en nuestro país porque parece ser una obviedad: los estados de la república, como entidades libres y soberanas, deben contar con una constitución propia que los legitime.
Tomamos como base para esta reflexión el trabajo de Martí (2002), para quien las constituciones locales no lo son en sentido estricto, sino que más bien se trata de una ley reglamentaria de algunos apartados de la Constitución General de la República que guarda una posición de jerarquía, principalmente en relación con la organización de los poderes estatales.
La autora después de hacer un breve análisis respecto al concepto de soberanía y de la Constitución, llega a concluir que
del mismo modo que por inercia legislativa o por retórica se plasmó en la Constitución General, que los estados son libres y soberanos, y esa noción se repite en cada una de las Constituciones estatales, cuando en realidad el atributo que les corresponde es el de autonomía, por motivos semejantes se continúa denominando Constitución a un ordenamiento que no reúne ninguna de las características que ese concepto exige. En resumen las entidades federativas son calificadas de soberanas sin serlo y las Constituciones estatales no llegan a tener ese carácter a pesar de que reciben tal denominación (pp. 658-659).
El querer afirmar si las constituciones de los estados pueden llegar a considerarse como tales no es un tema menor, porque ello nos puede conducir no sólo a definirnos por una justicia constitucional local, sino a una redefinición y reconfiguración de la misma estructura del Estado mexicano. Es decir, el problema no es tan sólo semántico, si podemos hablar de constituciones en estricto sentido o, por el contrario, de una ley reglamentaria o estatuto de gobierno. Hablar de un constitucionalismo local supone una autonomía constitucional, que implica una teoría constitucional, una justicia o un derecho constitucional, así como mecanismos de defensa constitucional propios.
En Estados Unidos se puede hablar de una autonomía constitucional, a partir de que cada una de las trece colonias comenzaron a conformar un sistema de gobierno propio, ciertos derechos ciudadanos y mecanismos para su protección, lo cual comenzó a estructurarse desde el momento en que llegaron a América. Diferentes cartas o documentos dan cuenta de cómo los propios colonos nombraban a sus gobernantes y decidían la forma en que se debería gobernar, incluso desde antes de que desembarcaran en América, como sucedió con el famoso pacto de Mayflower, firmado el 21 de noviembre de 1620 por cuarenta y un peregrinos adultos que venían a bordo. En el documento se encuentran elementos embrionarios de un pacto social y ciertos principios semidemocráticos, que sentaron las bases para la edificación del sistema de autogobierno de los primeros habitantes asentados en Massachusetts. Otro documento que explica el autogobierno de las trece colonias, es la cédula otorgada por Isabel i a sir Walter Raleigh el 25 de marzo de 1585, en donde se dispone:
Y otorgamos y garantizamos a dicho Walter Raleigh que en dichas remotas tierras, tendrá la más plena y alta autoridad para corregir, castigar, perdonar, gobernar y dirigir, de acuerdo a su buen discernimiento y sagacidad tanto en causa capitales o criminales como civiles […], siempre y cuando dichos estatutos, leyes y ordenanzas sean, en el mayor grado posible, cercanos y conforme a las leyes, estatutos, gobierno y política de Inglaterra.
De igual manera, en la cédula de Jacobo i otorgada a Virginia el 10 de abril de 1606, se concede cierta libertad para gobernar:
Y ordenamos, establecemos y aceptamos, asimismo, en nuestro nombre […], que cada una de dichas colonias, establezcan un consejo que gobierne y ordene en todas la materias y causas que pudiese surgir, desarrollarse u ocurrir, dentro de los límites de las distintas colonias, conforme a las leyes, ordenanzas e instrucciones, que para esos fines otorgamos y firmamos […]; que cada uno de dichos consejos se compondrá de trece personas, elegidas, establecidas y removidas de cuando, en cuando conforme se señala e incluya en las mismas instrucciones […].
Virginia creó la House of Burgesses (Cámara de los Ciudadanos o Cámara de Burgueses) en 1619, como un gobierno electo de la colonia formada por el gobernador, un Consejo de Estado y dos representantes elegidos por cada asociación y plantación, la cual es considerada por algunos como la primera Asamblea Legislativa del Nuevo Mundo. En Connecticut en 1639 se instaló la Corte General, un órgano colegiado compuesto por hombres libres para dictar leyes y reglas para su autogobierno,