El juez en el constitucionalismo moderno. Guillermo Escobar Roca
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No obstante, la simple asimilación de estos tres presupuestos en los ordenamientos locales, no nos conduce indefectiblemente a una verdadera autonomía constitucional local. Una reflexión más profunda nos llevaría a cuestionar, primero, si México tiene las características para ser un Estado federal y, segundo, si las constituciones de los estados se pueden considerar, en estricto sentido, verdaderas constituciones, que justifique el contar con un derecho constitucional autónomo y, en consecuencia, con tribunales constitucionales propios.
La pretensión “romántica” de una autonomía constitucional local va más allá de un simple catálogo de normas fundamentales y de mecanismos de protección. Para que exista debe responder a una defensa de competencias originarias propias y no derivadas de la Constitución General. Una teoría constitucional debe suponer el reconocimiento de ciertos principios y valores institucionales propios de una identidad nacional, situación que los estados de la república por supuesto carecen. En todo caso, la creación de tribunales constitucionales locales se puede concebir como una instancia procesal más que terminará por ser supervisada por el máximo tribunal del país.
El objetivo del presente capítulo es reflexionar sobre dos aspectos de nuestra vida constitucional de México, en la que prácticamente no nos detenemos a pensar, porque lo consideramos como dogmas poco menos que religiosos: el federalismo y las constituciones locales. Intentaremos comprobar nuestra hipótesis en el sentido de que México no tiene las características para ser un país federal, por lo que los estados de la república no cuentan con una autonomía constitucional que justifique la creación de tribunales constitucionales locales.
Federalismo y las facultades originarias
Tocqueville (1998: 159) atribuyó el éxito del sistema federal norteamericano conformado por dos soberanías perfectamente trazadas, a un pueblo habituado desde largo tiempo a dirigir por sí mismo sus negocios, y en el cual la ciencia política había descendido hasta las últimas capas de la sociedad. Tocqueville afirmaba que el fracaso del federalismo mexicano se debía a que había copiado el modelo norteamericano sin tomar en cuenta el espíritu que lo había vivificado.
Es evidente que en 1824 el pueblo mexicano, con una tasa de analfabetismo que rondaba el 99%, no estaba habituado a dirigir por sí solo sus negocios. A diferencia de las trece colonias norteamericanas, los mexicanos durante toda la colonia nunca creamos leyes o instituciones propias que nos gobernaran. Nunca dirigimos por nosotros mismos los asuntos públicos, mucho menos tuvimos los conocimientos mínimos de ciencia política. De acuerdo con Meyer (2007: 64), para el constituyente de 1824 no fue tarea fácil imaginar un país más homogéneo, educado, con experiencias exitosas de democracia local previa a la independencia y un movimiento autonomista mucho menos largo y costoso. Incluso, se puede decir que en la actualidad en la gran mayoría de los municipios la población no tiene los conocimientos básicos sobre sus derechos y obligaciones como ciudadanos, por lo que no está habituada a dirigir por sí misma los asuntos públicos.
Hoy en día prácticamente nadie se cuestiona que México sea una federación, ya que se piensa que es un hecho irrefutable de nuestro devenir histórico; es el adn del pueblo mexicano, porque aparentemente refleja nuestra diversidad cultural. Sin embargo, resulta oportuno preguntarnos si realmente tenemos las características para ser un país federal que nos permita suponer la existencia de una justicia constitucional local.
La única razón para que varios pueblos decidan perder parte de su soberanía para unirse en una federación es la construcción de un Estado más grande y fuerte, que les suponga ciertos beneficios. Para Montesquieu (1987: 99), el federalismo consistía en una alianza, según la cual varios cuerpos políticos consienten en convertirse en ciudadanos de un Estado mayor que se propone formar: “Se trata de una sociedad constituida por otras sociedades y susceptible de ir aumentando en virtud de la unión de nuevos asociados”.3
Estos pueblos si bien acuerdan unirse para crear un Estado federal, deciden conservar sus competencias originarias, a fin de preservar, dentro de lo posible, los usos, costumbres y tradiciones que les dan identidad como pueblo; este fue el caso de Estados Unidos, Canadá, Suiza, Alemania o Bélgica.
En el caso de México, la situación fue muy distinta, ya que las diferentes provincias o estados de la Nueva España no decidieron unirse a una federación para conservar competencias originarias, sencillamente porque no las tenían, sino que eran las mismas competencias en todo el territorio (salvo, por supuesto, las comunidades indígenas, las cuales no fueron consideradas para la construcción del Estado mexicano). No eran naciones independientes, sino que eran parte de una misma “nación” (que era España), con un mismo sistema de justicia, instituciones de gobierno, religión, idioma, moneda, etcétera.
El sistema de justicia fue idéntico para todos los territorios españoles en ultramar, el cual se conoció como derecho indiano. Con la incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, y como un proceso lógico, el derecho de Castilla se trasplantó de forma íntegra a ese territorio, de modo que, en un principio, las leyes e instituciones de Castilla se trataron de adaptar a la vida del Nuevo Mundo. Posteriormente, y de acuerdo con las circunstancias sociales de las Indias, muy diferentes a las de la Península, fue necesario crear leyes e instituciones para regir la vida en esas tierras, las cuales se aplicaron de manera general a todas las posesiones de América (Tomás y Valiente, 1983: 339).
El Consejo Real de Indias, con sede en la Península, era el órgano de mayor jerarquía para todos los asuntos de las Indias. Estaba directamente subordinado al monarca y servía como órgano consultivo y cuerpo legislativo de donde emanaban todas las leyes que debían regir en aquellos territorios.
El mayor órgano jurisdiccional en las tierras de las Indias fueron las Reales Audiencias, que conocían todos los asuntos civiles y criminales, “según y cómo deben y pueden conocer los oidores de las audiencias y chancillerías de Valladolid y Granada”. Sólo el Consejo Real de Indias como representante de la autoridad real estaba por encima de ellas.
Como se puede ver, no había nada que supusiera un sistema de administración e impartición de justicia original y particular en cada una de las regiones de la Nueva España, que justificara la adopción del sistema federal. Entonces, ¿por qué se decidió por un sistema federal?
El federalismo como la única respuesta al centralismo
Los constituyentes de 1824 en la edificación de una nueva nación independiente se enfrentaron a un serio dilema, que era diseñar un sistema estatal que rompiera con un pasado tirano y opresor, a la vez que se tenían que inhibir los intentos independentistas de las distintas provincias y territorios que conformaban la Nueva España (Gutiérrez, 1983: 337).
Una de las razones que nos condujeron al federalismo fue el rechazo a todo lo que hediera al antiguo régimen colonial. Se buscó un sistema que rompiera con el férreo centralismo de la Corona española (Vázquez, 1993: 621-631). Se concibió al federalismo como la antítesis del centralismo, por lo que todo lo que no fuera un sistema federal dual similar al sistema norteamericano, se consideraba centralista y, por lo tanto, era descalificado.
Las posturas de Mier (2013) o Alamán (1985) son conocidas porque consideraban que el país no estaba preparado para un sistema federal similar al de Estados Unidos, sino que más bien eran de la idea de que se debería llevar a cabo una evolución paulatina de dicho sistema; ideas que los llevaron a ser señalados como traidores a la patria por llegar