La Tierra de Todos. Vicente Blasco Ibanez
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– Pero ¿y las verdaderas?– preguntó, asombrado, Torrebianca— . ¿Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?
Robledo creyó oportuno intervenir para que no se prolongase este diálogo peligroso.
– No quieras saber demasiado, y hablemos del presente… Yo pagaré á tus domésticos; yo costearé el viaje de los dos.
Elena le tomó ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insistía en no aceptarla; pero el español cortó sus protestas.
– Vine á París con dinero para seis meses, y me iré á las cuatro semanas; eso es todo.
Después añadió con una desesperación cómica:
– Me privaré de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos… Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.
Federico le estrechó la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusiástico. Todas sus palabras eran ahora para un país desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un paraíso.
– ¡Qué ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!…
Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al día siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente:
«¡Qué disparate acabo de hacer!… ¡Qué terrible regalo voy á llevar á los que viven allá lejos, duramente… pero en paz!»
Capítulo V
Unos trabajadores aragoneses que habían emigrado á la Argentina, llevando una guitarra como lo más precioso de su bagaje para acompañar las coplas «sacadas de su cabeza», al verla pasar á caballo dedicaron una canción á «la Flor de Río Negro».
Este apodo primaveral se difundió inmediatamente por el país, y todos llamaron así á la hija del dueño de la estancia de Rojas; pero su verdadero nombre era Celinda.
Tenía diez y siete años, y aunque su estatura parecía inferior á la correspondiente á su edad, llamaba la atención por sus ágiles miembros y la energía de sus ademanes.
Muchos hombres del país, que admiraban lo mismo que los orientales la obesidad femenil, considerando una exuberancia de carnes como el acompañamiento indispensable de toda hermosura, hacían gestos de indiferencia al escuchar los elogios que dedicaban algunos á la niña de Rojas. Admitían su rostro gracioso y picaresco, con la nariz algo respingada, la boca de un rojo sangriento, los dientes muy blancos y puntiagudos, y unos ojos enormes, aunque demasiado redondos. Pero aparte de su carita… ¡nada de mujer! «Es igualmente lisa por delante y por el revés— decían— . Parece un muchacho.»
Efectivamente, á cierta distancia la tomaban por un hombrecito, pues iba vestida siempre con traje masculino, y montaba caballos bravos á estilo varonil. A veces agitaba un lazo sobre su cabeza lo mismo que un peón, persiguiendo alguna yegua ó novillo de la hacienda de su padre, don Carlos Rojas.
Éste, según contaban en el país, pertenecía á una familia antigua de Buenos Aires. De joven había llevado una existencia alegre en las principales ciudades de Europa. Luego se casó; pero su vida doméstica en la capital de la Argentina resultaba tan costosa como sus viajes de soltero por el viejo mundo, perdiendo poco á poco la fortuna heredada de sus padres en gastos de ostentación y en malos negocios. Su esposa había muerto cuando él empezaba á convencerse de su ruina. Era una señora enfermiza y melancólica, que publicaba versos sentimentales, con un seudónimo, en los periódicos de modas, y dejó como recuerdo poético á su hija única el nombre de Celinda.
El señor Rojas tuvo que abandonar la estancia heredada de sus padres, cerca de Buenos Aires, cuyo valor ascendía á varios millones. Pesaban sobre ella tres hipotecas, y cuando los acreedores se repartieron el producto de su venta no quedó á don Carlos otro recurso que alejarse de la parte más civilizada de la Argentina, instalándose en Río Negro, donde era poseedor de cuatro leguas de tierra compradas en sus tiempos de abundancia, por un capricho, sin saber ciertamente lo que adquiría.
Muchos hombres arruinados ven de pronto en la agricultura un medio de rehacer sus negocios, á pesar de que ignoran lo más elemental para dedicarse al cultivo de la tierra. Este criollo, acostumbrado á una vida de continuos derroches en París y en Buenos Aires, creyó poder realizar el mismo milagro. Él, que nunca había querido preocuparse de la administración de una estancia cerca de la capital, con inagotables prados naturales en los que pastaban miles de novillos, tuvo que llevar la vida dura y sobria del jinete rústico que se dedica al pastoreo en un país inculto. Lo que sus abuelos habían hecho en los ricos campos inmediatos á Buenos Aires, donde el cielo derrama su lluvia oportunamente, tuvo que repetirlo Rojas bajo el cielo de bronce de la Patagonia, que apenas si deja caer algunas gotas en todo el año sobre las tierras polvorientas.
El antiguo millonario sobrellevaba con dignidad su desgracia. Era un hombre de cincuenta años, más bien bajo que alto, la nariz aguileña y la barba canosa. En medio de una existencia ruda conservaba su primitiva educación. Sus maneras delataban á la persona nacida en un ambiente social muy superior al que ahora le rodeaba. Como decían en el inmediato pueblo de la Presa, era un hombre que, vistiese como vistiese, tenía aire de señor. Llevaba casi siempre botas altas, gran chambergo y poncho. Pendiente de su diestra se balanceaba el pequeño látigo de cuero, llamado rebenque.
Los edificios de su estancia eran modestos. Los había construido á la ligera, con la esperanza de mejorarlos cuando aumentase su fortuna; pero, como ocurre casi siempre en las instalaciónes campestres, estas obras provisionales iban á durar más años tal vez que las levantadas en otras partes como definitivas. Sobre las paredes de ladrillo cocido, sin revoque exterior, ó de simples adobes, se elevaban las techumbres hechas con planchas de cinc ondulado. En el interior de la casa del dueño los tabiques sólo llegaban á cierta altura, dejando circular el aire por toda la parte alta del edificio. Las habitaciones eran escasas en muebles. La pieza que servía de salón, despacho y comedor, donde don Carlos recibía á sus visitas, estaba adornada con unos cuantos rifles y pieles de pumas cazados en las inmediaciones. El estanciero pasaba gran parte del día fuera de la casa, inspeccionando los corrales de ganado más inmediatos. De pronto ponía al galope su caballejo incansable, para sorprender á los peones que trabajaban en el otro extremo de su propiedad.
Una mañana sintió impaciencia al ver que había pasado la hora habitual de la comida sin que Celinda volviese á la estancia.
No temía por ella. Desde que su hija llegó á Río Negro, teniendo ocho años, empezó á vivir á caballo, considerando la planicie desierta como su casa.
– Es peligroso ofenderla— decía el padre con orgullo— . Maneja revólver y tira mejor que yo. Además, no hay persona ni animal que se le escape cuando tiene un lazo en la mano. Mi hija es todo un hombre.
La vió de pronto corriendo por la línea que formaban la llanura y el cielo al juntarse. Parecía un pequeño jinete de plomo escapado de una caja de juguetes. Delante de su caballito corría un toro en miniatura. El grupo galopador fué creciendo con una rapidez maravillosa. En esa llanura inmensa, todo lo que se movía cambiaba de tamaño sin gradaciones ordenadas, desorientando y aturdiendo los ojos todavía no acostumbrados á los caprichos ópticos del desierto.
Llegó la joven dando gritos y agitando el lazo para excitar la marcha de la res que venía persiguiendo, hasta que la obligó