La Tierra de Todos. Vicente Blasco Ibanez
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Читать онлайн книгу La Tierra de Todos - Vicente Blasco Ibanez страница 17
Esta había desmontado sin abandonar su lazo. Con la astucia y la ligereza de un indio empezó á marchar á gatas por la suave pendiente, sin que el más leve ruido denunciase su avance. A pocos metros de aquel hombre se incorporó, riendo en silencio de su travesura, mientras hacía dar vueltas al lazo con vigorosa rotación, dejándolo escapar al fin. El círculo terminal de la cuerda cayó sobre el joven, estrechándose hasta sujetarlo por mitad de sus brazos, y un ligero tirón le hizo vacilar en su asiento.
Miró enfurecido en torno é hizo un ademán para defenderse; pero su cólera se trocó en risueña sorpresa al mismo tiempo que llegaba á sus oídos una carcajada fresca é insolente.
Vió á Celinda que celebraba su broma tirando del lazo; y para no ser derribado, tuvo que marchar hacia la amazona. Ésta, al tenerle junto á ella, dijo con tono de excusa:
– Como no nos vemos hace tanto tiempo, he venido para capturarle. Así no se me escapará más.
El joven hizo gestos de asombro y contestó con una voz lenta y algo torpe, que estropeaba las sílabas, dándolas una pronunciación extranjera:
– ¡Tanto tiempo!… ¿No nos hemos visto esta mañana?
Ella remedó su acento al repetir sus palabras:
– ¡Tanto tiempo!… Y aunque así sea, gringo desagradecido, ¿le parece á usted poca cosa no haberse visto desde esta mañana?
Los dos rieron con un regocijo infantil.
Habían retrocedido hasta donde aguardaba el caballo, y Celinda se apresuró á montar en él, como si se considerase humillada y desarmada permaneciendo á pie. Además, «el gringo», á pesar de su alta estatura, quedaba de este modo con la cabeza al nivel de su talle, lo que proporcionaba á Flor de Río Negro la superioridad de poder mirarlo de arriba abajo.
Como aún tenía el extranjero el círculo de cuerda alrededor de su busto, Celinda quiso libertarle de tal opresión.
– Oiga, don Ricardo; ya estoy cansada de que sea mi esclavo. Voy á dejarle libre, para que trabaje un poquito.
Y sacó el lazo por encima de sus hombros; pero al ver que el joven permanecía inmóvil, como si en su presencia perdiese toda iniciativa, le presentó la mano derecha con una majestad cómica:
– Bese usted, mister Watson, y no sea mal educado. Aquí en el desierto va usted perdiendo las buenas maneras que aprendió en su Universidad de California.
Rió él ingeniero del tono solemne de la muchacha y acabó por besar su mano. Pero la miraba con la bondad protectora de las personas mayores que se complacen celebrando las malicias de una niña traviesa, y esto pareció contrariar á la hija de Rojas.
– Acabaré por reñir con usted. Se empeña en tratarme como una muchachita, cuando soy la primera dama del país, la princesa doña Flor de Río Negro.
Continuaba Watson sus risas, y esta insistencia venció finalmente la fingida gravedad de la joven. Los dos unieron sus carcajadas; pero la señorita Rojas mostró á continuación un interés maternal, que le hizo enterarse minuciosamente de la vida que llevaba su amigo.
– Trabaja usted demasiado, y yo no quiero que se canse, ¿sabe, gringuito?… Es mucho quehacer para un hombre solo. ¿Cuándo viene su amigo Robledo?… De seguro que estará divirtiéndose allá en París.
Watson habló también con seriedad al oir el nombre de su asociado. Estaba ya de regreso y llegaría de un momento á otro. En cuanto á su trabajo, no lo consideraba anonadador. Él había hecho cosas más difíciles y penosas en otras tierras. Mientras los ingenieros del gobierno no terminasen el dique, lo que trabajaban Robledo y él era únicamente para ganar tiempo, pues los canales de nada podían servir sin el agua del río.
Habían empezado á caminar, é insensiblemente se dirigieron hacia el pueblo. Ricardo marchaba á pie, con una mano apoyada en el cuello del caballo y los ojos en alto, para ver á Celinda mientras hablaba. Los peones, dando por terminado el trabajo, recogían sus herramientas. Como los dos querían evitar un encuentro con los grupos que regresaban al pueblo, siguieron avanzando lejos del río, por donde empezaba á elevarse el terreno, formando la pendiente de la altiplanicie pampera.
Al subir la hinchazón de un contrafuerte de esta muralla que se perdía de vista, contemplaron á sus pies todo el antiguo campamento convertido en pueblo y la amplitud lacustre formada por el río ante el estrecho donde iba á construirse el dique.
El campamento era un conglomerado de viviendas levantadas sin orden: chozas hechas de adobes con cubierta de paja, casas de ladrillo con techos de ramaje ó de cinc, tiendas de lona. Las construcciones más cómodas eran de madera y desarmables, estando ocupadas por los ingenieros, los capataces y otros empleados. Por encima de todas las viviendas emergía una casa de madera montada sobre pilotes, con una galería exterior ante sus cuatro fachadas: un bengalow desembarcado en Bahía Blanca semanas antes por encargo del italiano Pirovani, contratista de las obras del dique.
Así que empezaba á anochecer, las calles de este pueblo improvisado, desiertas durante el día, se poblaban instantáneamente con la variada muchedumbre de los peones. Los grupos, al volver de los diversos lugares donde habían estado trabajando, se encontraban y se confundían, siguiendo la misma dirección.
Una casa de madera, que por su tamaño era la única que podía compararse con la del contratista, los iba atrayendo á todos. Sobre su puerta había un rótulo, hecho en letras caligráficas: «Almacén del Gallego». Este gallego era, en realidad, andaluz; pero todos los españoles que van á la Argentina deben ser forzosamente gallegos. Al mismo tiempo que despacho de bebidas era tienda de los más diversos artículos comestibles y suntuarios. Su dueño se ofendía cuando las gentes llamaban «boliche» á lo que él daba el título de «almacén»; pero todos en el pueblo seguían designando al establecimiento con el nombre primitivo de su modesta fundación.
Un grupo de parroquianos fieles ocupaba por derecho propio las cercanías del mostrador. Unos eran emigrantes de Europa que habían rodado por las tres Américas, desde el Canadá á la Tierra del Fuego. Otros, mestizos ó blancos, vueltos al estado primitivo después de largos años de existencia en el desierto: hombres de perfil aguileño, gran barba y luenga cabellera, tocados con amplios chambergos y llevando un cinturón de cuero adornado con monedas de plata, dentro del cual ocultaban, á medias nada más, el revólver y el cuchillo.
Fuera del boliche— ahora almacén— , unas en espera de sus maridos para que no bebiesen demasiado, y otras al atisbo de los compañeros de sus noches, estaban las bellezas más notables de la Presa, mestizas de tez de canela y ojos de brasa, con cabelleras duras de color de tinta y dientes de luminosa blancura, unas exageradamente gordas; otras absurdamente flacas, como si acabasen de salir de una población sitiada por hambre ó como si una llama interior devorase sus jugos.
Empezaron á brillar luces en las casas, perforando con sus rojas punzadas la gasa violeta del crepúsculo. Celinda y su acompañante contemplaban el pueblo y el río silenciosamente, como si temieran cortar con sus voces la calma melancólica del ocaso.
– Váyase, señorita Rojas— dijo él de pronto, repeliendo la dulce influencia del ambiente— . Va á cerrar la noche y su estancia se halla lejos.
Se resistió Celinda á reconocer la posibilidad de un peligro para ella. Ni los hombres ni la noche podían inspirarle miedo. Pero al fin se despidió