La Tierra de Todos. Vicente Blasco Ibanez

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La Tierra de Todos - Vicente Blasco Ibanez

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estaba detrás de ellas, apoyado en el quicio de una puerta y medio oculto por el cortinaje. Como la condesa declamaba con vehemencia, las dos señoras se veían obligadas á elevar un poco el tono de su voz, y el ingeniero, que era de oído sutil, pudo enterarse de lo que decían.

      – Sería preferible— murmuraba una de ellas— que en vez de regalarnos con versos, preparase un buffet mejor para sus invitados.

      La otra protestó. En casa de la Titonius, la mesa era más peligrosa cuanto más abundante. Se necesitaba un valor heroico para aceptar la invitación á sus comidas, que ella misma preparaba.

      – A los postres hay que pedir por teléfono un médico, y alguna vez será preciso avisar á la Agencia de pompas fúnebres.

      Entre risas sofocadas, recordaban la historia de la dueña de la casa. Había sido rica en otros tiempos; unos decían que por sus padres; otros, que por sus amantes.

      Para llegar á condesa se había casado con el conde Titonius, personaje arruinado é insignificante, que consideró preferible esta humillación á pegarse un tiro. Ocupaba en la casa una situación inferior á la de los domésticos. Cuando la condesa tenía excitados los nervios por la infidelidad de alguno de sus jóvenes admiradores arrojaba escaleras abajo las camisas y calzoncillos del conde, ordenándole como una reina ofendida que desapareciese para siempre. Pero pasada una semana, al organizar la poetisa una nueva fiesta, reaparecía el desterrado, siempre humilde y melancólico, encogiéndose como si temiese ocupar demasiado espacio en los salones de su mujer.

      – Yo no sé— continuó una de las murmuradoras— para qué da estas fiestas estando arruinada. Fíjese en la mesa que nos ofrecerá luego. Los grandes pasteles y las frutas ricas que adornan el centro son alquiladas por una noche, lo mismo que sus domésticos. Todos lo saben, y nadie se atreve á tocar esas cosas apetecibles por miedo á su enfado. La gente se limita al té y las galletas, fingiéndose desganada.

      Cesaron en sus murmuraciones para aplaudir á la poetisa, y ésta, enardecida por el éxito, empezó á declamar nuevos versos.

      Como á Robledo no le interesaba la maligna conversación de las dos señoras, y menos aún el talento poético de la dueña de la casa, aprovechó un momento en que ésta le volvía la espalda para saludar á sus admiradores, y pasó al gabinete donde había estado antes.

      El mismo señor humilde y obsequioso con el que se había tropezado repetidas veces estaba ahora medio tendido en un diván y fumando, como un trabajador que al fin puede descansar unos minutos. Se entretenía en seguir con los ojos las espirales del humo de su cigarrillo; pero al ver que un invitado acababa de sentarse cerca de él, creyó necesario sonreirle, preguntando á continuación:

      – ¿Se aburre usted mucho?…

      El español le miró fijamente antes de responder:

      – ¿Y usted?…

      Contestó con un movimiento de cabeza afirmativo, y Robledo hizo un gesto de invitación que pretendía decirle: «¿Quiere usted que nos vayamos?…» Pero los ojos melancólicos del desconocido parecieron contestar: «Si yo pudiese marcharme… ¡qué felicidad!»

      – ¿Es usted de la casa?– preguntó al fin Robledo.

      Y el otro, abriendo los brazos con una expresión de desaliento, dijo:

      – Soy su dueño; soy el marido de la condesa Titonius.

      Después de tal revelación, creyó oportuno Robledo abandonar su asiento, guardándose el cigarro que iba á encender.

      Al volver á los salones vió que todos aplaudían ruidosamente á la poetisa, convencidos de que por el momento había renunciado á decir más versos. Estrechaba efusivamente las manos tendidas hacia ella, y luego se limpiaba el sudor de su frente, diciendo con voz lánguida:

      – Voy á morir. La emoción… la fiebre del arte… Me han matado ustedes al obligarme con sus ruegos insistentes á recitar mis versos.

      Miró á un lado y á otro como si buscase á Robledo, y al descubrirle, fué hacia él.

      – Déme su brazo, héroe, y pasemos al buffet.

      La mayor parte del público no pudo ocultar su regocijo al ver que se abría la puerta de la habitación donde estaba instalada la mesa. Muchos corrieron, atropellando á los demás, para entrar los primeros. La Titonius, apoyada en un brazo del ingeniero, le miraba de muy cerca con ojos de pasión.

      – ¿Se ha fijado en mi poema La aurora sonrosada del amor!… ¿Adivina usted en quién pensaba yo al recitar estos versos?

      Él volvió el rostro para evitar sus miradas ardientes, y al mismo tiempo porque temía dar libre curso á la risa que le cosquilleaba el pecho.

      – No he adivinado nada, condesa. Los que vivimos allá en el desierto, ¡nos criamos tan brutos!

      Agolpáronse los invitados en torno á la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magníficos pasteles y pirámides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.

      Los dos criados que estaban antes en el recibimiento y un maître d'hôtel con cadena de plata y patillas de diplomático viejo parecían defender el tesoro del centro de la mesa, dignándose entregar únicamente lo que estaba en los bordes de ella. Servían tazas de té, de chocolate, ó copas de licor; y en cuanto á comestibles, sólo avanzaban los platos de emparedados y galletas.

      El viejo de las bufandas, al que llamaba la condesa cher maître, se cansó sin éxito dirigiendo peticiones á un criado que no quería entenderle. Avanzaba un plato vacío para obtener un pedazo de pastel ó una de las frutas, señalando ansiosamente el objeto de sus deseos. Pero el doméstico le miraba con asombro, como si le propusiese algo indecente, acabando por volver la espalda, luego de depositar en su plato una galleta ó un emparedado.

      Robledo quedó junto á la mesa, cerca de aquellas materias preciosas y alquiladas defendidas por la servidumbre. La condesa abandonó su brazo para contestar á los que la felicitaban. Satisfecho de que la poetisa le dejase en paz por unos instantes, fué examinando la mesa, con un plato y un cuchillito en las manos. Como el maître d'hôtel y sus acólitos estaban ocupados en atender al público, pudo avanzar entre aquella y la pared, y cortó tranquilamente un pedazo del pastel más majestuoso. Aún tuvo tiempo para tomar igualmente una de las frutas vistosas, partiéndola y mondándola. Pero cuando iba á comerla, la dueña de la casa, libre momentáneamente de sus admiradores, pudo volver hacia él su rostro amoroso, y lo primero que vió fué el enorme pastel empezado y la fruta despedazada sobre el platillo que el héroe tenía en una mano.

      Su fisonomía fué reflejando las distintas fases de una gran revolución interior. Primeramente mostró asombro, como si presenciase un hecho inaudito que trastornaba todas las reglas consagradas; luego, indignación; y, finalmente, rencor. Al día siguiente tendría que pagar este destrozo estúpido… ¡Y ella que se imaginaba haber encontrado un alma de héroe, digna de la suya!…

      Abandonó á Robledo, y fué al encuentro del pianista, que rondaba la mesa, pasando de un criado á otro para repetir sus peticiones de emparedados y de copas.

      – Déme su brazo… Beethoven.

      Al deslizarse entre dos grupos, dijo, mostrando al músico:

      – Voy á escribir cualquier día un libreto de ópera para él, y

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