Episodios Nacionales: Mendizábal. Benito Pérez Galdós
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Perplejo un buen rato quedó Calpena ante la osada interpelación de Nicomedes, que con brusquedad tan impertinente quería producir efecto y ver confirmados sus informes en el rostro del simpático mozo; pero rehecho este prontamente del estupor, le contestó con tanta dignidad como cortesía: «Nuestra amistad, señor de Iglesias, que yo estimo mucho, no es tan antigua que a mí me permita informarle de si traigo o no encargos para determinadas personas, ni a usted preguntármelo en forma afirmativa, la cual revela una confianza un poquito prematura. Va usted demasiado a prisa, amigo D. Nicomedes. Cuatro días hace que nos conocemos».
– Sentiría, Sr. Calpena, que usted interpretase mal lo que acabo de indicarle – dijo el otro, recogiendo velas. – No pretendo que usted me revele el secreto de los encarguitos que le han confiado, ni eso a mí me importa. Creí yo que nuestra amistad, con ser de cuatro días, es ya bastante firme para que yo pueda tomarme la confianza de prevenirle contra ciertos peligros… Porque usted es un joven tan honrado como inexperto, y podría, con el candor propio de los pocos años, prestarse a ciertos mensajes, de cuya gravedad no tiene la menor idea.
– Se me figura, amigo Iglesias, que la calentura patriótica que usted padece le hace ver peligros y misterios en los actos más sencillos.
– No sabe usted dónde está, y yo tendría mucho gusto, si no se empeña en creer demasiado fresca nuestra amistad; tendría yo sumo placer, digo, en iniciarle en la vida política, puesto que a ella piensa, según veo, dedicarse.
– No he pensado en tal cosa. La vida política no se ha hecho para mí.
– El señor – dijo Hillo con cierta timidez, – es de los que se lo encuentran todo hecho, y no necesita de que nadie le inicie, pues tiene mentores y padrinos, en la sombra, que no le permitirían dar un mal paso.
– Si hace usted caso de este clérigo – dijo Iglesias con humorismo, – el sotana más honrado del mundo, pero al propio tiempo el más candoroso, está usted perdido, Calpena. Haga usted caso de mí, y déjese llevar. En la sombra no hay mentores ni garambainas. Todo eso es romanticismo de clase averiada… Vamos a cuentas. Lo primero, perdóneme si le hablé con cierta impertinencia del encargo que trae…
– Yo no he traído papeles para el Sr. Mendizábal – replicó D. Fernando, – ni me habían de escoger a mí para tales mensajes.
– No abre usted la boca sin que nos dé una nueva prueba de su inexperiencia candorosa… Puesto que aquí todos somos amigos, déjeme usted que hable y le ponga al tanto de la situación… Y antes me permitirá que le presente a dos amigos, que espero lo serán de usted en cuanto les conozca.
Cuando esto decía, dejáronse ver en la puerta dos sujetos, que eran los de la encerrona con Iglesias, ambos como de treinta a cuarenta años, y al entrar revelaron por su soltura y buenos modos ser de lo más selecto entre la juventud intelectual de aquellos tiempos. Bien supo Iglesias, al presentarles, realzar sus nombres: «Mi amigo Joaquín María López… mi amigo Fermín Caballero».
Era este de color moreno; facciones bastas y rudas, del tipo castellano, común en campo más que en ciudades; bigote negro con mosca; cabello encrespado, que parecía un escobillón; complexión dura; el habla ruda y clásica, de perfectísima construcción castiza. El otro revelaba su estirpe levantina en la finura del cutis y la viveza del mirar, en la vehemencia de la expresión, y en la flexibilidad y gracia. Recibiolos Calpena con franca urbanidad, y se sentaron todos, teniendo uno de ellos que hacer sofá de la cama de Hillo, y este no cabía en sí de gozo viendo tan honrada su pobre mansión.
«Trasladamos el Sublime Taller desde los alcázares de Iglesias a las góticas arcadas de Hillo… – dijo con gracia López. – La Iglesia nos ampara, nos acoge en su santo regazo».
– La Iglesia – replicó Hillo, sentándose en un cofre, – oye y calla, mas no otorga. En el regazo de la Iglesia no entran más que los arrepentidos.
– Amén – dijo Caballero, – y expliquemos en pocas palabras la llaneza con que asaltamos la morada de estos buenos señores.
– El caso es el siguiente… Permíteme – indicó Nicomedes, que no gustaba de que otros dijesen lo que él podía decir. – Sabemos que el Gobierno por una parte, la Reina por otra, despachan agentes al campo y corte de Don Carlos, a los cuales encargan que se finjan rabiosos absolutistas para ganar la confianza de los íntimos del Pretendiente. El objeto es introducir allí la discordia y acabar con el absolutismo por su propia descomposición. Al propio tiempo, los facciosos tienen aquí infinitos emisarios que hacen el propio juego, de lo cual resulta, señores, un tan espantoso lío, que ni aquí ni allí nos entendemos, y no sabemos ya cuáles son los adeptos legítimos y cuáles los apócrifos…
– Pero hay otra cosa peor – interrumpió López, que, como buen orador, gustaba de expresar por sí las ideas de los demás; – hay otra cosa. Hierven discordias mil en la corte del Pretendiente, por ser muchos los carlistas de viso que desean la transacción, siempre que el Gobierno liberal les reconozca grados, emolumentos y honores.
– Andan estos – prosiguió Caballero, que hablaba poco y bien, – en continuo teje-maneje de Oñate a la Granja y de la Granja a Oñate, zurciendo voluntades y buscando la reconciliación de antiguos comilitones, ahora desavenidos; y como, si lograran su objeto, habrían de sobrevenir grandes males a la Nación, nosotros, que miramos por la permanencia del sistema representativo, haremos cuanto esté de nuestra parte porque todas esas artimañas resulten fallidas.
– Y además… hay – apuntó Nicomedes – una tenebrosa y hasta hoy indescifrable conjura de la infanta Carlota…
– Señores – declaró D. Pedro, poniéndose en pie, – la Iglesia, como dueña del local en el cual, por su tolerancia, que no por su gusto, se celebra esta nefanda reunión, recomienda a los señores preopinantes que no hablen de las reales personas.
– Tiene razón nuestro noble castellano – dijo López con sorna. – No nombraremos a ninguna persona real; pero podemos designar por su nombre griego al que lo recibió y adoptó conforme a rito, cuando y donde todos sabemos. Hablaremos, pues, de Dracón.
– ¡Alto! – gritó Hillo poniéndose en pie, – porque el designado con notoria irreverencia con ese nombre, que huele a chamusquina masónica, es S. A. el infante D. Francisco. Al menos yo lo he oído así, y no permito, señores, no permito…
– Bueno, bueno – dijo Caballero-: no lastimemos los sentimientos religiosos y monárquicos con tanta sinceridad manifestados por este buen señor. A Dracón todos le conocemos, y no hay que hacer misterio de él ni de su nombre de batalla. Creo que se exagera la importancia del tal: de mí sé decir que no creo que exista plan ninguno verosímil fundado en la personalidad del Infante.
– Poco a poco – apuntó Nicomedes. – Fermín, a ti te consta que sí lo hay.
– No… lo que me consta es que algunos cándidos han echado a volar ese nombre, denigrándolo con la suposición de que teníamos en la persona que lo lleva un nuevo Pretendiente. Y esto es absurdo; esto no cabe en cabeza humana, ni aun en la de un español de 1835, que es la cabeza que nos ofrece la historia como más destornillada.
– Y,