Episodios Nacionales: Mendizábal. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Mendizábal - Benito Pérez Galdós

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que le cayó usted en gracia – dijo Hillo restregándose las manos. – Así se empieza, así.

      – Al salir de la visita me preguntó si sabía yo cuál era la mejor casa de París en guantes y perfumería, y le indiqué Damiani, en el bulevar Saint-Denis. Tomó el hombre un coche de alquiler, que allí llaman fiacres, y fuimos de compras. Debo decirle a usted que es algo presumido, y que gusta de acicalarse y lucir su buena figura. De la guantería fuimos a comprar un maletín de mano para viaje, con muchos compartimientos y algún secreto para papeles reservados. Compró también un calzador, tirantes y algunas otras baratijas que no recuerdo. Dejome en mi escritorio, y él se fue a su hotel, en la Rue de l’Arcade, mostrándose en la despedida tan fino y al propio tiempo tan llano, que yo estaba encantado. Díjome que, siempre que no le convidasen, comería en el Palais Royal, en casa de Very, y se dignó invitarme, excusándome yo todo turbado y confuso.

      – Esto se llama caer de pie, amigo mío, o nacer en Jueves Santo. Siga usted, que me parece que aún falta algo.

      – Verá usted. A los dos días mandó un recado a mi principal, pidiéndole un buen amanuense español que escribiese corrido, con buena letra y mejor criterio. El Barón me eligió a mí, y aquí me tiene usted, encerrado con el Sr. Mendizábal en una cómoda estancia del hotel Meurice, los dos frente a frente, con una mesa por medio, él dictando y yo escribiendo. Hombre más incansable no he visto en mi vida. Cinco horas me tuvo con la pluma en la mano. Dictó una larguísima carta a Martínez de la Rosa, otra al Conde de Toreno, y dos o tres a personas para mí desconocidas. Él estaba en bata, una bata elegantísima, y zapatillas de terciopelo, con las que lucía su pie pequeño, que parece de mujer. Casi era preciso escribir taquigrafía para poder seguirle. Expresaba su pensamiento con rapidez; rectificaba pocas veces; no se paraba en el estilo; iba derecho al asunto y a la idea, sin cuidarse de la forma. Mandome volver al día siguiente, y me dictó tres o cuatro decretos, uno de ellos suprimiendo las órdenes religiosas y haciendo tabla rasa de todos los frailes, monjas, clérigos y beatas que hay en estos reinos, estableciendo la reversión de todos los bienes al Estado para venderlos… y ¡qué sé yo!

      – ¡María Santísima! Pero eso sería broma.

      – ¿Broma? Ya verá usted las que gasta ese sujeto. No habíamos concluido aquella degollina de frailes y la repartición de sus riquezas, cuando entró un señor inglés, que debía de ser diplomático, pariente, sobrino, hijo quizás del embajador en Madrid, que no sé cómo se llama.

      – Mister o sir Jorge Williers. Adelante.

      – Y hablaron en inglés, y no entendí una palabra… Bueno: pues en esto son anunciados tres españoles, y D. Juan les manda pasar. ¡Ay, qué alegría, qué abrazos, qué maravillas, hablando todos a un tiempo! Evocaban recuerdos de la juventud, alababan lo pasado, denigraban lo presente con saña y cuchufletas… La conversación fue continuada en castellano, después de hacer Mendizábal con gran ceremonia la presentación del inglés a los españoles, y viceversa. Pregunté al Sr. D. Juan si debía retirarme, y me mandó que me quedara, lo que me supo muy bien. ¡Qué gusto estar mano a mano con aquellos señorones, calladito, oyendo todo lo que decían, que era sabroso, picante y muy instructivo, pues yo poco o nada sabía de España! Mandó D. Juan al mozo que sirviese vino de Porto, y con esto las lenguas se soltaron aún más de lo que estaban.

      – Recordará usted los nombres de esos tres españoles, que de fijo hablarían pestes de su patria.

      – Los nombres no los recuerdo; las caras, sí: de seguro son personajes de acá, y puede que alguno esté hoy en candelero. El uno puso de vuelta y media a ese Martínez de la Rosa; el otro no dejó hueso sano al Conde de Toreno, que entonces era Ministro, y el tercero le hincó el diente venenoso a la Reina Cristina y a su marido D. Fernando Muñoz.

      – ¡Lástima que usted no se fijara en los nombres!

      – Continúo. Pues hablando, hablando de lo revuelto que está todo, de lo mal que gobiernan los que gobiernan, de las cosas gordas que se preparan, la conversación recayó en los asuntos de Portugal, y uno de ellos dijo que en Lisboa había salido un folleto poniendo de oro y azul a Mendizábal, y negando que tuviera arte ni parte en la restauración de Doña María de la Gloria. Armose entonces gran tremolina. D. Juan Álvarez daba golpes en el brazo del sillón, acusando de envidiosos y calumniadores a algunos españoles residentes en Portugal; indignose el inglés, echando venablos en su lengua, y los otros atribuían todo a intrigas de los moderados (no sé qué gente es esta que aquí llaman moderados), por arrojar lodo a la figura del grande hombre que se indicaba ya como el único que podía enderezar al país. No sé cuál de ellos manifestó no estar al corriente de lo de Portugal, por haber vivido fuera de la península durante los años de aquellas tremolinas… (paréceme que el tal es militar y de los que aquí llaman ayacuchos), y entonces D. Juan Álvarez, a instancias de todos, refirió puntualmente las grandes empresas a que prestó su auxilio.

      – Y se despacharía a su gusto, abultando los peligros, y presentándose como enviado de la Providencia divina.

      – Sólo puedo asegurarle a usted que en lo que relató se ve la verdad, así como una energía pasmosa, fecundidad de arbitrios, recursos ingeniosos, entusiasmo para encender más la voluntad, maña para suplir a la fuerza. Lo que sí me pareció notar es que el buen señor se regodea contando sus empresas: gusta de hablar de sí mismo y de hacer ver que sin él no se hubiera hecho nada, lo que en muchos casos parecía verdad.

      – Psh…, todo se redujo a proporcionar a D. Pedro un empréstito… Sin dinero no se hacen revoluciones. Mendizábal, por su metimiento en las casas mercantiles de Londres, fácilmente levantaba fondos para quitar y poner reyes. Si para echar a los reyes se necesita dinero, el volver a traerlos cuesta mucho más. No anda sin unto el carro de las restauraciones.

      – Perdone usted. Mendizábal hizo bastante más que proporcionar a D. Pedro los cuartejos que necesitaba. Ya comprende usted que mientras el grande hombre refería sus hazañas, yo ni le quitaba ojo ni perdía sílaba. Todo lo oí, y se me ha quedado bien presente… Hizo verdaderos prodigios, y se mostró gran financiero, gran político, y hasta gran militar, con unas facultades de organización que ya las quisieran más de cuatro… D. Pedro y su hija se habían refugiado en las islas Terceras, y allí pasaban su triste vida mirando al Cielo, esperando su salvación de la Providencia. Pero esta no les hacía maldito caso, y los ingleses, a quienes el buen Emperador brasileño pedía recursos, no soltaban ni un chelín. En una de sus excursiones a Londres, el aburrido D. Pedro y Mendizábal se conocieron. Don Juan le dio alientos; le indujo a perseverar en su empresa, minando la tierra para procurarse hombres y pecunia, ambas cosas necesarias para conquistar reinos, y empezó por facilitarle un empréstito de la casa Ardoin, mi casa, señor Hillo, la casa donde fui triste aprendiz con ciento cincuenta francos de sueldo al mes… Cien mil libras esterlinas entraron en el bolsillo de D. Pedro, y con ellas renació la esperanza de sentar en el Trono a la niña. El hombre se metió de hoz y de coz en la causa portuguesa, y no habría hecho más si Doña María de la Gloria fuera su propia hija.

      – Bien, bien: así han de ser los hombres.

      – En un santiamén compró dos fragatas por cuenta de la Regencia, que tal era el Gobierno constituido por D. Pedro en la capital de las Terceras. Advierta usted que en estas compras empleaba sus recursos, sin más garantía que una palabra del Emperador. Adquiridos los barcos, agenció en la City más dinero, más, y en seguida, a buscar hombres, soldados. Mientras en las Terceras se organizaban unos seis mil, en Plymouth, puerto de Inglaterra, se alistaban más. Mendizábal, que en todos estos asuntos ponía siempre una vehemencia y un ardor increíbles, y así lo declara él mismo, no tenía sosiego… Creo yo que las empresas políticas le seducen, le enloquecen; pone en ellas toda su alma y una actividad febril… El hombre se multiplicaba. Sus propios asuntos perdían para él todo interés. No vivía más que para la Monarquía

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