Episodios Nacionales: Mendizábal. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Mendizábal - Benito Pérez Galdós страница 8
– Accedo, sí, señor – replicó D. Fernando en el tono de quien se presta a seguir un bromazo de buen género, y seducido además por la idea de ver realizada su ilusión juvenil de vestir buena ropa. – ¿Sabe usted el cuento del perrito y del trasquilador?
– Sí, señor – dijo el otro, ayudándole a quitarse levita y chaleco. – Es un cuento viejísimo…
– Pues ahora mida usted todo lo que quiera, y hágame todas las prendas de vestir que haya dispuesto… el amo del perrito.
– Me han dicho que dos levitas, fraques, un traje de mañana… cuatro pares de pantalones variados.
– Ande usted, maestro… Y si quiere dejarle borlita en el rabo, déjesela usted.
– La ropa más precisa para un joven introducido en sociedad. ¿Qué menos? ¡Ah!, me olvidaba. También le haremos capa de sedán finísimo, con forros de piel de chinchilla.
– Me parece muy bien… ¿Y las levitas, cómo han de ser?
– El Sr. de Utrilla acaba de llegar de Londres… Precisamente al bajar de la diligencia se estropeó el pie. Pues ha traído las últimas novedades que se han puesto al uso en aquella capital. Las levitas son ahora cortas y de poco vuelo en los faldones; pero siguen muy entalladas, marcando bien la cintura. Las que ha traído el Sr. Mendizábal, y que tanto llaman la atención, son ya antiguas, y en Londres no las usan más que los lores, que es como si dijéramos los señores próceres protestantes, que tienen asiento en lo que llaman Parlamento inglés, o sea en las Cortes liberales de allá.
– Hombre, bien… ¿Con que entalladas y de faldón corto?
– Menos largo que el año pasado – dijo el sastre, tomando y anotando las medidas con singular presteza. – Los cuellos son ahora más largos, y bien caídos sobre los hombros; los botones grandes… Haremos una de las levitas, si a usted le parece, con cordones a la húngara…
– Perfectamente. Despáchese usted a su gusto… ¿Y los paños?
– Fíjese usted en este color verde obscuro, que es la gran novedad que ha traído Utrilla. Se llama Lord Grey, y es el gran furor en Londres.
– Pues hagamos furor aquí… Pero las dos levitas no serán iguales.
– Haremos azul gendarme, Conde Orsay, la de cordones. ¿Qué le parece?
– Acertadísimo… ¿Y cuándo podré estrenar?
– Lo activaremos todo lo posible… Tenemos mucho trabajo, y velamos para servir a tantísima parroquia.
– Pero no me dejarán ustedes para lo último, como parroquiano pobre…
– Será usted de los primeros… Y que tiene un talle de primer orden, y una forma de cuerpo que no hay más que pedir. Le caerá a usted la ropa que ni pintada.
– Y en fraques, ¿qué se lleva?
– Los fraques son ahora sin cartera; faldones nada de anchos, y los cuellos de la misma forma que las levitas. El Sr. Mendizábal los trae negros, verdaderamente fachonables por el corte y lo bien sentados.
– ¿Y el mío será también negro?
– No, señor: a usted, por la edad, le corresponde… café claro.
– ¡Magnífico!… Y en pantalones ¿qué tenemos?
– Sigue la moda de las telas escocesas; pero sin exagerar el tamaño de los cuadros. Haremos a usted dos patencur, y dos más ligeritos: uno negro para entierros, y otro claro. Se llevan estrechos, sin tocar en el extremo. Chalecos, se le harán a usted seis: dos de seda en claro, uno en obscuro, dos piqué y uno escocés.
– ¡Maravilloso! Y en tanto que me confeccionan todo eso, me estaré en casa, escondidito, leyendo Las mil y una noches, única lectura a que debo aplicarme ahora para hacerme a estas sorpresas… Adiós, maestro… Y que se esmeren en el corte… ¿Cuándo probamos? Estoy aquí a su disposición todo el día. ¿Pues cómo voy a salir a la calle con estos adefesios de ropa que he traído de mi pueblo?… Vaya con Dios… y no me olvide, maestro.
Retirose el sastre, y D. Pedro Hillo, que acechaba en la puerta aguardando que el joven estuviese solo, entró de rondón con los brazos abiertos, diciendo muy gozoso: «Pero, niño, ¡le regalan ropa elegante, y todavía gruñe! Rarísimos son en el Universo estos fenómenos de salirle a uno sastres ex-machina, que le miden, le cortan, le cosen, y después no cobran. Casos tales acaecen sólo de siglo en siglo, y hay que saber aprovecharlos. ¡Oh fortunate nate! Yo, que para hacerme una sotana tengo que ahorrar seis meses en la comida, le declaro a usted simple de solemnidad si no acepta calladito esas mercedes anónimas. Por la sagrada orden que profeso, declaro también que a mí no me ha pasado jamás cosa semejante, y que las deidades misteriosas y las manos ocultas no han existido para mí. A usted me arrimo, por si se me pega algo y halla en su ventura mi desventura algún remedio. Ya, ya sé… me lo ha dicho Méndez, que anoche recibió usted un abultado pliego. Abrió, ¿y qué era? Billetes para los teatros del Príncipe y la Cruz. Dígame: ¿no ha recibido también para los Toros?».
– Todavía no – dijo Calpena sonriente; – pero por lo que voy viendo, ya no dudo que los tendré la víspera de la primera corrida. Y como de los teatros mandan dos, para que vaya con algún amigo, iremos juntos a la plaza.
– Ya le mandarán también, cuando empiece el tiempo de las máscaras, para los bailes de Trastamara y del Café de Solís. Pero a eso no podré acompañarle… Le daré consejos, porque de fijo han de salirle aventuras y le acosarán mascaritas…
– Ya adivino sus consejos.
– ¿A que no?
– Que remate la suerte.
– No, no es eso, sino todo lo contrario. Que se prevenga contra las celadas que pudieran tenderse a su voluntad honesta, virginal. Este Madrid es muy malo. No se fíe usted de las caras tapadas.
– De las manos ocultas debo fiarme, según dice.
– No es lo mismo. Esa mano desconocida le viste a usted, le da de comer, atiende a sus necesidades. Las caritas encapuchadas podrían hacer lo contrario: desnudarle, quitarle el pan de la boca y reducirle a la ruina y la miseria. Existirán tal vez, ¿quién asegura que no?, manos escondidas que quieran perderle, como las hay que trabajan por su bien. Lo primero que usted debe hacer es averiguar en qué cielo habita esa deidad misteriosa, para poder rezarle y pedirle lo que le convenga.
– ¿Qué le pediría usted para mí si estuviese en mi lugar?
– Lo primero, un destino de Hacienda o de lo Interior con doce mil realetes… Y puesto a pedir, yo que usted pediría también la cátedra de Alcalá para un amigo.
– Para usted eso y mucho más.
– Las manos mágicas deben extender sus caricias a los buenos amigos. A Roma con Santiago he revuelto yo para conseguir esa humilde plaza, y aquí me tiene usted esperando a que San Juan baje el dedo. Si hubiera para mí una mano oculta, esa mano, en medio de las tinieblas de lo incógnito, me daría