Episodios Nacionales: Mendizábal. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Mendizábal - Benito Pérez Galdós страница 9
– ¡Influyente!… ¡Por Dios, D. Fernandito, no me venga usted con inocencias! Esa persona desconocida tiene que ser muy alta, pero muy alta.
– ¿En qué lo conoce?
– A ver… pronto, enséñeme usted la carta en que venían las localidades de teatro.
– No es carta… Es un pliego cerrado con obleas… Aquí lo tiene usted.
– A ver, a ver… ¡San Canuto, qué papel más fino!… Este papel, puede usted asegurarlo, no se encuentra en ninguna tienda de Madrid… ¿Y la letra del sobre?… ¡Ay qué letra, San Bartolomé! ¿Es de mujer? ¿Es de hombre?… Sr. D. Fernando, no se asuste de lo que voy a decirle. La mano que ha escrito esto es de sangre real.
– ¡Atiza!
– ¡De sangre real!… Y si no, al tiempo… ¡Ay, Sr. D. Fernandito de mi alma, allá va una profecía! Déjeme usted ser profeta, y adivino, y augur, y brujo, si usted quiere. Antes de cuatro días recibe usted, como llovido del cielo, el nombramiento… de…
– ¿De qué?
– Vamos… de Caballerizo Mayor del Reino, digo, de Palacio… Y si no es esto, será de otra cosa de mucha categoría.
Rompió a reír Calpena, y dijo a su amigote:
«Pero, Sr. D. Pedro, ¿somos clásicos o no somos clásicos?».
– Sí, sí, tiene usted razón: no desvariemos, ilustre joven; pero por de pronto, yo, el más desgraciado de los nacidos, quiero hacer constar que anhelo ser su amigo de usted. Sí, sí: seamos amigos; déjeme usted arrimarme al ser más afortunado, más resplandeciente de felicidad que he visto en mi vida. Es usted el sol, y yo me muero de frío.
– Bueno, seamos amigos – replicó D. Fernando, no sin cierta emoción. – Y pues el día está hermosísimo, vámonos de paseo, y le contaré a usted muchas cosas que ignora, y que quizás le hagan rectificar sus juicios acerca de mí como depositario de la dicha terrestre. Diré a usted quién soy, de dónde vengo, por qué estoy en Madrid…
– Todo eso me interesa extraordinariamente… Ya me lo contará usted otro día; hoy no puede ser… Ni usted ni yo debemos salir hoy. Nos estaremos aquí toda la mañana acechando a Iglesias.
– ¿Pero Iglesias no duerme aún?
– Aún estaría en el primer sueño, o empezando el segundo, si no hubieran venido a despertarle muy temprano, serían las siete, dos de sus amigotes. Sin duda ocurren cosas gravísimas. ¿Y sabe usted quiénes son esos dos que entraron, y, tirándole de una pata, le sacaron de la cama? Pues yo tampoco lo sé a punto fijo, porque soy poco fuerte en fisonomías. Uno de ellos me parece que es el Conde de las Navas; el otro tan pronto me parece Fermín Caballero, como Seoane… De que son pájaros gordos del jacobinismo, no tengo duda…
– ¿Y a nosotros qué nos importa?
– A usted, hombre feliz por obra y gracia de la Providencia enmascarada, nada le altera. ¿Ha leído usted El Español de hoy?… ¿A que no?… ¿A que tampoco ha leído El Mensajero ni El Eco del Comercio? En mi cuarto los tengo. Vienen los tres diarios echando bombas, cada uno según el son a que baila. Yo me alegro, para que se arme de una vez. Esta visita de los compinches de Iglesias tan a deshora, significa que anoche hubo gran trapatiesta en la casa de Tepa, entiéndase logia, y en los cafés donde bulle la patriotería. Parece que las Juntas no quieren disolverse, las de Andalucía sobre todo, y he aquí al Sr. Mendizábal en un brete, porque nos ofreció poner fin a esta horrible anarquía, y en los primeros días creímos que lo lograba. Pero aquí, para que usted se vaya enterando, tanto puede la envidia de los propios, como la mala voluntad de los extraños; o en otros términos, que los amigos, o sea el agua mansa, son más de temer que los enemigos. ¿No lo entiende? Pues quiere decir que los estatuistas templados caídos del poder con Toreno, se introducen en los conciliábulos de los patriotas, fingiéndose más exaltados que estos, para sembrar cizaña, y al propio tiempo los libres que aún no tienen empleo se van a las sacristías del otro bando y atizan candela, para que los diarios de la moderación se desborden y se encienda más el furor de las Juntas. Estas nos ofrecen un espectáculo delicioso. Una pide que se restablezca la Constitución del 12; otra que se modifique el Estatuto, y entre todas arman una infernal algarabía. El señor Mendizábal pretende gobernar en medio de esta jaula de locos furiosos. Manda tropas contra las Juntas, y los soldados se pasan a la patriotería… Y los carlistas, en tanto, bañándose en agua rosada, preparándose para venir hacia acá, porque Córdoba no les ataca mientras no le manden refuerzos… Estamos en una balsa de aceite… hirviendo. ¡Qué gratitud debemos al Señor Omnipotente por habernos hecho españoles! Porque si nos hubiera hecho ingleses o austríacos o rusos, ahora estaríamos aburridísimos, privados de admirar esta entretenida función de fuegos artificiales.
– ¿Y esos que están en el cuarto de Iglesias…?
– Son patriotas furibundos… de buena fe; de los que creen que con degollar frailes, azotar monjas y hablar pestes de todos los ministros, se arregla la nación. Sin quererlo, les preparan la suerte a los moderados. Algunos creen en Mendizábal, y otros le repudian porque no va por calles y plazuelas perorando, con un pendón en la mano… A todos tiene que contestar el señor de las largas levitas. Trabajo le mando… Si quiere usted que olfateemos lo que traman los compinches de Iglesias, vámonos a mi cuarto, donde al paso que usted lee El Español y El Eco, yo me daré mis mañas para pescar al oído alguna palabreja… Véngase usted para acá.
Fuéronse de puntillas al cuarto de D. Pedro, y desde él oyeron gran batahola en el de Iglesias; y no pudiendo este resistir el fuerte estímulo de su curiosidad, se coló en la caverna de los conjurados, pretextando recoger un tomo de las Palabras de un creyente, de Lamennais, que había prestado a su amigo. No tardó en volver risueño con el libro, y con preciosas noticias de la conspiración, que resultaba la más inocente que en cerebros revolucionarios pudiera caber.
«Nuestro gozo en un pozo, amigo Calpena. No tratan de ahorcar a medio mundo, ni de sublevar la tropa, ni de meter más fuego a las Juntas. Las Juntas y toda esa marimorena les importa tanto a esos ángeles de Dios como las coplas de Calaínos. Lo que les trae tan levantiscos es que las elecciones para el Estamento están próximas, y ellos, cosa muy natural, quieren ser procuradores. Mendizábal conferenció anoche con Caballero, y parece que le asegura la elección por Cuenca. Los otros dos, y alguno más que vendrá después, andan a la husma de las procuras, y quieren estar bien con Mendizábal y con el Ministro de la Gobernación, D. Martín de los Heros. Vea usted el secreto de estos aquelarres misteriosos».
– ¿Será posible, amigo Hillo, que yo, provinciano y desconocedor del mundo y de Madrid, tenga más malicia, más trastienda que usted, que lleva ya no sé cuántos años de andar en este terreno? Dígolo porque me figuro que Iglesias y sus amigotes le han engañado como a un chino. Al verse sorprendidos por la brusca entrada de usted en el escondrijo, han variado de conversación.
– Por San Félix de Cantalicio, pienso que está usted en lo cierto… Me han dado el trapo. Soy toro noble.
Aún no había concluido la frase, cuando entró Iglesias resueltamente en el cuarto de Hillo, y llegándose a D. Fernando con resuelto ademán y sonrisa un tanto maliciosa, como de hombre muy corrido para quien no hay nada secreto, le dijo:
«Ya sabemos, amigo Calpena, que ha traído usted de Francia un voluminoso paquete de papeles para el Sr. Mendizábal».