La bodega. Vicente Blasco Ibanez

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La bodega - Vicente Blasco Ibanez

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fuga de Mercedes, fue un infierno. El marido vivía en perpetuo recelo, marchando a ciegas en sus sospechas, no sabiendo en quién fijarse, pues su mujer miraba del mismo modo a todos los hombres, como si se ofreciera con los ojos, hablándoles con una libertad que incitaba a toda clase de audacias. Sintió celos de Fermín Montenegro, que acababa de llegar de Londres, y reanudando su intimidad infantil con Lola, la visitaba con frecuencia, atraído por su picaresco lenguaje.

      Las escenas domésticas acababan a golpes. El marido, aconsejado por los amigos, acudía a la bofetada y al palo, para domar a «la mala bestia», pero la tal bestiecilla justificaba el apodo, pues al revolverse con el vigor y la acometividad de una infancia bravía digna de su ilustre padre, devolvía los golpes de tal modo, que siempre era el cónyuge el que resultaba peor librado.

      Muchas veces se presentaba en el Círculo Caballista con arañazos en la cara o amoratadas señales.

      – Con esa no puedes tú— le decían los amigos en un tono de compasión cómica.– Es mucha mujer para ti.

      Y celebraban la energía de Lola, la admiraban, con la secreta esperanza de ser algún día de los favorecidos.

      El escándalo fue tan grande, que el marido se retiró a la casa de sus padres y la Marquesita pudo por fin vivir a sus anchas.

      – Márchate— la dijo un día su primo Dupont.– Tú y tu hermana sois nuestra deshonra. Huye lejos, y donde estés yo te enviaré lo necesario para que vivas.

      Pero Lola contestó con un ademán impúdico, gozándose en escandalizar a su devoto pariente. No le daba la gana de irse, y no se iba. Ella era muy flamenca; le gustaba la tierra y su gente. Marcharse sería poco menos que morir.

      Anduvo algún tiempo por Madrid con su hermana, pero sus viajes fueron de corta duración. Era una cañí, una hija legítima del marqués de San Dionisio. ¡Que no le quitasen a ella sus juerguecitas hasta el amanecer, tocando palmas y taconeando sentada, con las faldas en las rodillas! ¡Que no la privasen del vino de la tierra, que era su sangre y su felicidad! Si rabiaba la familia, que rabiase. Ella quería ser gitana como su padre. Aborrecía a los señoritos; le gustaban los hombres con sombrero pavero, y si llevaban zajones, mejor; pero muy hombres, oliendo a cuadra y a macho sudoroso. Y paseaba su belleza de rubia fina con carnes de porcelana por los colmados y ventorrillos, tratando con una fraternidad exagerada a los cantaoras y rameras que intervenían en las juergas, exigiendo que la tuteasen, y riendo con nerviosa alegría de borracha cuando los hombres, embrutecidos por el vino, sacaban las navajas y las hembras se apelotonaban asustadas en un rincón.

      Esta vida de embriaguez, estrépito, pelea y caricias alcohólicas que había entrevisto de niña en lo casa paterna, atraíala con fuerza ancestral, entregándose a ella sin remordimiento, como si continuase una tradición de familia. En sus excursiones nocturnas, cogida del brazo del galán rústico que disfrutaba de su momentáneo apasionamiento, se encontraba con Luis Dupont y su cortejo de gente alegre. Llamábanse primos por su lejano parentesco, se embriagaban juntos, y Luis afirmaba su resolución de ir a tiros con todo el que no confesase que la Marquesita era «la mujer más barbiana de la tierra». Pero a pesar de los abandonos de Lola, que permitían al calavera apreciar sus secretos físicos, y de que más de una vez la acompañó hasta su casa por las desiertas calles, haciendo esfuerzos por contener sus arrebatos de histérica que la impulsaban al escándalo, nunca sus relaciones pasaron de una intimidad amistosa. Luis sentía ciertos entorpecimientos en el deseo y dejaba para más adelante la fácil empresa, como si le cohibiese el recuerdo del período de la infancia que habían pasado juntos.

      Toda la ciudad comentaba los escándalos de la Marquesita a la que regocijaba mucho el asombro de las gentes tranquilas.

      Lo mismo la veían en las principales calles elegantemente vestida o en el Campo de la Feria en un lujoso carruaje, como se presentaba despeinada y envuelta en un mantón copiando el andar de las mozas bravas y contestando a los requiebros de los hombres con palabras que ruborizaban a muchos. Gustaba de sonreír con gestos de misteriosa complicidad a los pacíficos señores que pasaban junto a ella con sus familias. Después reía como una loca pensando en las querellas conyugales que estallaban al volver a casa aquellos matrimonios honrados y solemnes que ella había tratado cuando vivía con su esposo. En una acera de la calle Larga, ante las mesas de los principales casinos, había besado a un amigo con exagerados transportes de pasión, entre el griterío de la gente que salía a las puertas.

      Su último amor era un mozo tratante en cerdos, un atleta chato y cejudo con el que vivía en el arrabal. Un secreto poder de este macho fuerte la enloquecía. Hablaba de él con orgullo, gozándose en el contraste entre su nacimiento y la profesión de su amante. De vez en cuando sufría arrebatos de veleidad y se ausentaba de la casucha del arrabal por algunos días. El zafio amante no la buscaba, dando su vuelta por segura; y al regresar el pájaro caprichoso, todo el barrio poníase en alarma con los golpes y los gritos, saliendo la Marquesita al balcón con el pelo suelto, pidiendo socorro, hasta que una zarpa la arrancaba de los hierros y la metía dentro para continuar el vapuleo.

      Si algún amigo le hablaba con tono de zumba de las amorosas palizas, contestaba con orgullo:

      – Me pega porque me aprecia, y yo le quiero porque es el único que me entiende. Mi porquero es todo un hombre.

      Los escándalos de la Marquesita indignaban a muchos y regocijaban a los más. La gente popular la miraba con cierta simpatía, como si con sus envilecimientos halagase el instinto igualitario de los de abajo. Las familias ricas y devotas que no podían negar su parentesco con los de San Dionisio, buscado antes como un título de orgullo, decían con resignación: «Debe de estar loca; Dios tocará su alma para que se arrepienta».

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