La Fe. Armando Palacio Valdés

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La Fe - Armando Palacio Valdés

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Al comunicar al nuevo confesor las flaquezas de su temperamento, los movimientos pecaminosos de su alma, su vida entera le acudió a la memoria: ¡una vida bien triste por cierto! Era hija de la primera esposa que su padre había tenido: no había conocido a su madre. Su padre había casado otras dos veces, pero no habían durado mucho sus madrastras. Decíase en el pueblo que el lúbrico jorobado mataba a sus mujeres a cosquillas. Esta especie monstruosa, que halagaba la imaginación del vulgo, se la metían por el oído a Obdulia sus compañeras de colegio para hacerle rabiar. ¡Oh, cuánto había sufrido escuchándolas y observando el desprecio mezclado de terror que su padre inspiraba! Éste era para ella cariñoso e indulgente. La pobre no comprendía la razón de tal desprecio, a no ser por la joroba que la naturaleza le había dado. Parecíale, como es natural, enorme injusticia. ¿Tenía él por ventura la culpa de no haber nacido derecho como los demás? Todavía recordaba con lágrimas la noche en que algunos jóvenes ebrios le ataron con una faja y le zambulleron en el mar repetidas veces entre bromas y risotadas. ¡Pobre padre! ¡En qué estado de cólera y miseria llegó a casa! Lo que no supo la niña fue que estos jóvenes le habían sorprendido en un portal oscuro en situación poco decorosa. Se asombraba dolorosamente cada vez que notaba el miedo que inspiraba a sus amigas; y cuando alguna de éstas, más benévola que las otras, la mostraba compasión, irritábase fuertemente sosteniendo con calor que su padre era muy bueno y que la quería entrañablemente. Su naturaleza había sido siempre pobre y enfermiza: varias veces se temió por su vida. Padeció desde la infancia fuertes hemorragias por la nariz, que la dejaban desangrada, aniquilada. Estuvo dos años, desde los doce hasta los catorce, paralítica de ambas piernas. Su padre la había llevado a varios establecimientos balnearios sin resultado: hasta que un día, sin saber cómo ni por qué, echó a andar repentinamente. Otros muchos desórdenes experimentó su organismo, sobre todo en el período de la adolescencia; pero el más señalado, o por lo menos el que más llamó la atención de la gente y el que salía a relucir siempre que se hablaba de ella en la villa, fue una aberración del apetito que la impulsaba a comer la cal de las paredes. En vano se hicieron esfuerzos por su padre y maestras para arrancarle este vicio; en vano se la castigaba, se la recluía, se le ataban las manos. Al menor descuido, ya estaba descascarillando la pared y haciendo en ella agujeros profundos.

      Ésta y otras aberraciones desaparecieron al hacerse mujer. Tuvo un período, desde los diez y seis hasta los veinte años, en que su salud se fortaleció notablemente, en que se hizo una joven gallarda y bien parecida. Pronto se secó aquella flor, no obstante. Su salud quebrantose de nuevo, y aunque no se repitieron los extraños desórdenes pasados, comenzó a decaer visiblemente, a sentir frecuentes indisposiciones. Los amigos y su mismo padre atribuían estas dolencias a sus largas oraciones y penitencias. Le había acometido una afición desmedida a las prácticas piadosas, a frecuentar los sacramentos y a permanecer horas y horas en la iglesia. A pesar de las advertencias de todos y de los ruegos de su padre, nunca quiso refrenar su piedad; antes iba cada día en aumento. La influencia de D. Narciso quizá tuviera buena parte en ello.

      Había llegado Obdulia a los veintiocho años sin que hubiera tenido más que unos amores, cuando contaba diez y siete. Fue novia de un mancebo de Lancia que pasaba en Peñascosa largas temporadas en casa de unos amigos. Llegaron estos amores a formalizarse. Se habló de boda, se hizo ropa la novia, se fijó la época. De repente llega el padre del muchacho de la isla de Cuba, y una noche lo empaqueta en la diligencia y se lo lleva, no se sabe adónde. Después de este aborto de matrimonio, nada. El carácter de Obdulia, ordinariamente alegre, se hizo desde entonces melancólico y reservado. Sin duda el amor divino fue para ella un consuelo en este fracaso del amor humano. Su carácter experimentó al mismo tiempo una exaltación extraña. Antes, cualquier censura la echaba a risa y no le impresionaba; ahora, la observación más delicada la conmovía fuertemente, le hacía derramar copiosas lágrimas. Su amor propio se había hecho tan nervioso, tan excitable, que el más ligero choque con él sentíalo como una profunda puñalada. Su conciencia la acusaba continuamente de orgullo. Sostenía contra sí misma una lucha cruel, y no lograba calmar aquella singular irritabilidad.

      El P. Gil sondeó aquel día y los sucesivos (porque Obdulia se confesaba a menudo) con profunda emoción un espíritu verdaderamente piadoso, al cual su lucha consigo mismo hacía aún más interesante. Era una de esas almas que sólo había visto descritas en los libros místicos. Su inefable dulzura, la sumisión con que recibía los consejos y advertencias, le sedujo y le inquietó al mismo tiempo: le inquietó porque desconfiaba mucho de si mismo, temía no acertar a comprender los anhelos ardientes, las reconditeces sublimes de un ser superior a todos los que hasta entonces había conocido. Comenzó a prestar intensa atención a las extrañas confidencias de la joven, a sus escrúpulos, a sus alegrías y terrores, a sus visiones, porque las tenía de vez en cuando. Y ya no le sorprendió que los demás confesores no la hubiesen comprendido. Recordaba lo que le sucediera a Santa Teresa, y se propuso con el ejemplo no despreciar por ridículas ciertas menudencias, señales de una conciencia siempre alerta, ni considerar como deslumbramientos y trampantojos los que muy bien podrían ser favores reales del Cielo.

      Lo que más le impresionó en la piedad de su nueva penitenta fue el afán de mortificarse. Trataba a su cuerpo sin compasión, un cuerpo delicado como el tallo de una flor. Varias veces durante la noche levantábase a orar; al amanecer, en los días más húmedos y fríos del año, salía de casa para ir a la iglesia, donde pasaba algunas horas de rodillas; ayunaba con un rigor que no había visto ni en su ascético maestro del seminario, abstinencias prolongadas, terribles, que parecían imposibles de resistir; gastaba cilicios en las piernas y los brazos, y se disciplinaba los viernes y en las vísperas de las fiestas señaladas. Este desapego de la carne, este odio de la bestia nunca lo había sentido el joven sacerdote. En vano se lo había querido inculcar su director espiritual, en vano había trabajado toda su vida por adquirirlo. Todo fue inútil. Las penitencias corporales le dolían, le aterraban de tal modo que apenas comenzadas tenía que suspenderlas. Maltrataba a su espíritu con gran valor, sofocaba en él toda aspiración, todo deseo que le pareciese pecaminoso, lo humillaba siempre que quería; pero temía al dolor físico como la más sensible damisela: de ello se acusaba al confesor y se dolía en sus largas y fervorosas oraciones. Por eso las ásperas penitencias de la joven le causaron una admiración ilimitada.

      Todos admiran más aquello que les falta. Nunca se sintió más humillado ni dudó tanto de su virtud y su salvación. Y tomándolo como una advertencia del Cielo, se propuso intentar nuevamente este camino de perfección, por el cual habían andado todos los que verdaderamente quieren acercarse a Dios. Alentado por el ejemplo de la piadosa doncella, comenzó a maltratar su carne como ella: cada una de sus confidencias servíale de ejemplo. Quiso también ayunar rigurosamente, quiso también levantarse al primer sueño y pasar una hora en cruz de rodillas, quiso gastar cilicio, quiso disciplinarse. Fue un combate terrible con su naturaleza pura y tranquila de hombre sin pasiones, que no siente por tanto la necesidad de aquietarlas a latigazos.

      Su admiración por la virtuosa doncella le impulsó no sólo a tomarla de ejemplo, sino también de consejera. Era tan humilde e inocente de corazón que se sentía avergonzado teniendo que dirigir y reprender a quien en el fondo consideraba como superior. Poco a poco comenzaron las mutuas confidencias. El nuevo clérigo, no teniendo en Peñascosa un director espiritual acomodado a su educación mística, abrió insensiblemente su pecho y comunicó a la joven sus alegrías, sus triunfos y sus desmayos en la vía de salud que se había trazado. Fue una amistad espiritual, en que no se trataba otro asunto que el del servicio de Dios, en que se pasaban largos ratos hablando dulcemente de las cosas del Cielo. Ni faltaban tampoco en sus coloquios algunas bromitas inocentes que los regocijaban por breves instantes.

      – Cuando usted se encuentre en el cielo— decía sonriendo el P. Gil,– muy arrellanadita en la silla que le corresponda, ¡qué poco se acordará de su pobre confesor, que estará padeciendo en el purgatorio!

      – ¡No diga eso, padre! Si usted no va derecho al cielo, ¿quién ha de ir?

      – ¡Oh, no!– respondía con un suspiro el sacerdote.– Usted tiene formado de mí un concepto muy equivocado… Yo soy un indigno pecador… Gracias infinitas

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