La Fe. Armando Palacio Valdés

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La Fe - Armando Palacio Valdés

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aún, de jamones, botellas de jerez, tartas y chocolate. D. Narciso tenía admirablemente cubiertas sus necesidades espirituales y temporales. Era un pastor que apacentaba felizmente sus ovejas, conduciéndolas con dulzura por el sendero de la virtud hacia el paraíso y trasquilándolas de vez en cuando el rico vellón para que no se enredaran en las zarzas.

      La aparición de su nuevo compañero vino a turbar aquella deliciosa Arcadia mística. Las ovejas, acometidas súbito de agitación insana, se pusieron a saltar y encabritarse cual si escuchasen los sones de un caramillo encantado. Ni las pedradas ni los halagos lograron retener a una gran parte de ellas. Quedó en cuadro su rebaño, y él, que había tenido fuerzas para gobernar un hato tan considerable, desmayaba ahora al verse solo, al percibir la hostilidad con que le miraban algunas de sus antiguas y queridas ovejitas. Porque no solamente ya no llegaban a su casa los ricos dones ultramarinos y nacionales de otros tiempos, sino que con profundo dolor notaba que empezaba a discutírsele. Decíase entre las damas piadosas, y esto llegaba a sus oídos, que, si era cierto que tenía palabra más fácil que el joven excusador, la mayor parte de las veces «no había sustancia en lo que decía,» y que éste le aventajaba mucho en peso, en razón natural y en instrucción. Hubo ocasión en que al lanzar uno de sus chistes más picantes, relacionado como siempre con las materias fecales, apenas produjo risa entre las oyentes, y supo que una de ellas, después que se fue, le había calificado de grosero y mal educado. De las gracias corporales no había que hablar, pues bien se le alcanzaba que nunca podría competir con la delicada y gallarda figura de su rival. En resumen, D. Narciso se sentía minado en los cimientos y temía a cada instante venir al suelo. No es maravilla, pues, que la mirada y el saludo con que acogió al joven presbítero fuesen menos afectuosos de lo que debía esperarse. No recordaba poco ni mucho la amable recepción que San Juan Bautista, maestro querido y celebrado, hizo al joven y divino discípulo que le había de eclipsar en seguida.

      – No le riñas, mujer. ¿Sabes tú, por ventura, si le será fácil salir de noche, con el miedo que D. Miguel tiene a los ladrones?– gritó D. Martín de las Casas desde la mesa de tresillo donde jugaba con otros dos, un cura y un seglar.

      – No, señor; no es eso— dijo el clérigo, ruborizándose bajo las miradas de toda la tertulia.

      – ¿Que no tiene D. Miguel miedo a los ladrones?– preguntó con acento afectadamente brusco el señor de las Casas.

      – Sí que lo tiene— repuso sonriendo dulcemente el joven, sentándose al propio tiempo al lado de su madrina.– Sus razones habrá. Los ricos son los que temen. Los pobres, como yo, están tranquilos.

      – Pero ¿tendrá el señor cura tanto dinero como se dice?– preguntó D.ª Marciala con curiosidad.

      – Yo no puedo decir a usted, señora… Presumo que sí, porque atiende mucho a su hacienda. Sus gastos son pequeños, y en vez de aumentarse los va restringiendo cada día más. Donde entra mucho y sale poco no tiene más remedio que hacerse montón.

      – Los derechos parroquiales deben producir mucho, ¿verdad?– preguntó con más curiosidad aún la esposa del boticario de la plaza.

      – Ya comprenderá usted que en una parroquia tan extensa como ésta no han de ser cortos.

      – Pero D. Miguel perdonará muchos de ellos— replicó la señora, con una leve inflexión cómica en la voz.

      – Es posible, señora. Por mi parte, no lo he visto— repuso con perfecta ingenuidad el excusador.

      D. Narciso y D. Joaquín, el capellán de la señora de Barrado, cambiaron una rápida mirada significativa.

      Este capellán era un joven delgado, con rosetas en las mejillas, indicio de un temperamento enfermizo, los ojos vivos e insolentes, la nariz fina, la boca pequeña, con un pliegue hipócrita y malicioso. Había sido un criadillo que doña Serafina metió en casa para recados y servir a la mesa, poco después de quedar viuda. Observando su listeza y encariñada con él, una vez trasladado su domicilio a Lancia, le dio carrera, enviándole al seminario. En las horas que le dejaban libres las clases, Joaquín seguía desempeñando su oficio de criado. Luego que tomó las órdenes le hizo su administrador; hoy era sus pies y sus manos. No salía a la calle sino en su compañía, era su director espiritual y su consejero temporal. Espectáculo curioso en verdad la trasformación súbita de un doméstico en señor de su propia ama. Ésta le trataba de usted, le llamaba siempre D. Joaquín y, públicamente al menos, le prodigaba mil muestras de respeto, obligando asimismo a los criados a tributárselo.

      D.ª Eloisa volvió a insistir, preguntando con acento cariñoso:

      – Entonces, ¿cuál es la razón de su retraimiento, pícaro?

      – Señora, comprendo que a D. Miguel no le gusta mucho que salga de noche; pero la principal razón es que la mayor parte de los días estoy rendido… ¡Como me levanto a las cuatro de la madrugada!… Otras veces necesito rezar un poco…

      – Usted trabaja demasiado, padre— dijo Marcelina, una joven soltera que, al decir de la gente, frisaba ya en los cuarenta, fea, apergaminada, muy habilidosa de manos y no poco también de lengua.– ¡Tantas horas de confesonario!… ¡Y luego los enfermos!…

      – Sin contar las horas que pasa de rodillas en oración…– apuntó con timidez Obdulia. Después de soltar la frase se puso colorada.

      D. Narciso le clavó una mirada singular, entre irónica y agresiva, que la joven no pudo ver, porque ponía empeño en no mirar cara a cara a su antiguo confesor.

      El P. Gil hizo un gesto de impaciencia, molestado por aquellos elogios, y para desviar la conversación de su persona, se encaró con uno de los que jugaban al tresillo.

      – Señor Consejero, hoy le he visto desde la rectoral sacar con la caña un pez muy gordo. Por cierto que me pareció un salmonete, y a D. Miguel una robaliza. Hemos disputado un poco.

      – Tiene mejor vista el cura que usted. Una robaliza era— dijo gravemente el caballero interpelado, sin levantar la vista de las cartas.

      Este D. Romualdo Consejero era un anciano de bigote y cortas patillas blancas, color cetrino, la frente surcada con profundas arrugas, los ojos grandes, severos, de párpados caídos. No sonreía jamás. Hablaba constantemente con acento de mal humor, como hombre desengañado de todo.

      – Los salmonetes no caen en el muelle, don Gil de las calzas verdes— profirió el señor de las Casas con su habitual rudeza, por no decir grosería. Solía llamar así, en broma, a su antiguo protegido.

      – Sí caen tal, D. Martín de las Casas blancas— profirió con voz sorda Consejero.

      Los tertulianos rieron, lo cual amoscó un tanto a D. Martín, hombre, como ya sabemos, propenso a irritarse.

      – Yo lo creía así, Consejero de picardías— respondió con retintín, mirándole a la cara fijamente, y poniendo sobre la mesa al mismo tiempo un rey de copas.

      – Pues creía usted muy mal— replicó el anciano, siempre con los ojos sobre las cartas.– También creía usted que ese rey de copas iba a pasar triunfante, y… vea usted, ¡lo fallo!

      – Eso lo hará usted porque es un grosero y ha adquirido malas mañas allá por Málaga. Aquí el padre Norberto de seguro no lo hubiera hecho.

      – ¡No, no! Yo soy incapaz…– dijo el cura, sofocado por la risa, tosiendo hasta reventar.– No he salido de Peñascosa… Yo lo que hago es achicarme y correr ese punto de oros de mi compañero.

      Y puso sobre

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