La Fe. Armando Palacio Valdés

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La Fe - Armando Palacio Valdés

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voz de la joven salía alterada, un poco ronca.

      D. Narciso dejó escapar una risita maligna y dijo con acento irónico:

      – ¡Mire usted cuántas cosas sabe de teología moral la señorita! Habrá que declararla doctora de la Iglesia, como a Santa Teresa.

      – ¡Caramba, tampoco está mal eso! ¡jo! ¡jo! ¡Conque doctora de la Iglesia! ¡jo! ¡jo!… ¡Pero qué perverso es este D. Narciso! ¡Jo! ¡jo! ¡jo!… ¡Es mucho D. Narciso!

      – No se ría usted tan fuerte, D. Melchor, que puede saltarle la dentadura— dijo la joven, por cuyos ojos pasó un relámpago de cólera.

      El P. Melchor cesó de reír repentinamente. Este clérigo, de edad de treinta y cinco a cuarenta años, alto, de facciones regulares, ojos grandes y negros sin expresión, y figura triste y descuadernada, presumía, según pública voz, de guapo, lo mismo que de inteligente, maligno, ilustrado, etc., etc. La frase de Obdulia le hizo un efecto terrible, porque imaginaba que lo de la dentadura postiza nadie lo sabía más que Dios y el dentista de Lancia que se la había puesto. Murmuró algunas frases incoherentes, pero Obdulia continuó sin hacer caso de él:

      – Yo de teología sólo sé que los sacerdotes están obligados a tener oración, y que el alabarse de no rezar es más propio de impíos que de ministros del Señor.

      Lo dijo con calma y naturalidad que hicieron más incisivo y profundo el arañazo.

      – ¿Y dónde ha aprendido usted tanto, señorita?– preguntó D. Narciso, desconcertado ya.

      – Pues lo he aprendido en el catecismo explicado y en los sermones del magistral de Lancia… a quien dicen por ahí que usted imita… pero nada más que en los gestos, ¿sabe usted?

      D. Narciso se sintió herido en lo más vivo de su ser, porque efectivamente hacía todo lo posible por parecerse al magistral, notable orador sagrado. Quedó algunos instantes silencioso y se disponía a contestar, cuando vino a interrumpir el tiroteo la entrada de una nueva señorita llamada Cándida, alta, delgada, enjuta y apretada, de la familia de los bacalaos. Fortuna tuvo D. Narciso, pues en la disputa llevaba la de perder. Obdulia poseía una imaginación vivísima, y antes de haberse dado a la mística gozaba fama de alegre y chistosa entre sus amigas.

      D.ª Eloisa aprovechó la oportunidad para cambiar la conversación, que se había hecho peligrosa. Detrás de Cándida entró D.ª Teodora. Venía ésta acompañada de D. Juan Casanova. Este recto y majestuoso caballero tenía la costumbre desde tiempo inmemorial de hacer la tertulia por las noches a D.ª Teodora. Cuando ésta venía a la de su amiga D.ª Eloisa, lo cual sucedía una o dos veces por semana, la acompañaba juntamente con el criado. D. Peregrín, después que llegó de su excursión burocrática por Cataluña, también adquirió el hábito de pasar un rato todas las noches en casa de D.ª Teodora.

      No es posible resolver cuándo y cómo nació en la mente del antiguo oficial del gobierno civil de Tarragona la idea de suplantar a su hermano en el corazón de la fresca señorita; pero es cosa averiguada que nació, y que se desarrolló con extraordinaria fuerza en poco tiempo. Comenzó a tributarla mil atenciones, a recrearla con el sabroso repertorio de sus recuerdos de empleado, a hacer gala en su presencia de un ingenio sutil, de una facilidad pasmosa para los retruécanos. Procuró asimismo demostrar su incontestable superioridad intelectual sobre su hermano, llevando la contraria a cuanto decía, sonriendo despreciativamente cuando hablaba, vejándole, en fin, de mil modos. D.ª Teodora, sin embargo, resistió tenazmente esta suplantación. Aunque debía de estar bien convencida de la superioridad de D. Peregrín, como hombre de mundo y erudito, no por eso dejó de seguir prodigando a don Juan las mismas señales de afecto. Al contrario, los desprecios de su hermano no sirvieron más que para que se lo manifestase más vivo que antes. Esto llenó de amargura el corazón de don Peregrín. Fue el motivo más poderoso de rencor entre los muchos que tenía contra su hermano, después de la estatura.

      Cándida fue a besar la mano del P. Melchor, de quien era hija de confesión, y le consoló, con el respeto, la sumisión y el cariño con que empezó a hablarle, del fracaso que acababa de experimentar.

      Apenas se acomodaron todos de nuevo, D. Peregrín, que hasta entonces se había mantenido dentro de una locuacidad ordinaria, estimulado por la presencia de D.ª Teodora, quiso dar gallarda muestra de sus maravillosas aptitudes para amenizar cualquier tertulia. Cogió por los pelos la ocasión que le dio D. Narciso, al censurar lo mal empedradas que estaban las calles de Peñascosa, para decir con su voz gangosa y penetrante en una pausa:

      – Siendo yo gobernador de Tarragona…

      – ¡Ya pareció Tarragona!– dijo sordamente Consejero, mientras colocaba las cartas.

      Los que estaban cerca oyeron la exclamación y rieron. A los oídos de D. Peregrín llegó el rumor, se detuvo un instante y dirigió una mirada cobarde a Consejero. Después prosiguió con decisión su anécdota. Los quince días que había desempeñado el gobierno de Tarragona, por ausencia del gobernador y enfermedad del secretario, eran la edad de oro de la existencia de don Peregrín, el período dulce y poético cuyo recuerdo hacía vibrar siempre su corazón. ¡Cuántos sucesos en aquellos quince días! ¡Cuántas imágenes brillantes de gloria y poder surgían en su mente al pensar en ellos! Los más insignificantes pormenores de tan hermoso sueño teníalos presentes cual si acabaran de efectuarse. Podría decir cuántas veces había llovido en aquellos quince días, qué había comido y bebido, de qué color eran los pantalones que gastaba. Durante algún tiempo, cuando hablaba de esta época, solía decir:– «Haciendo yo de gobernador en Tarragona…» Más adelante sustituyó la frase con esta otra:– «Siendo yo gobernador de Tarragona…»

      Y cuando era gobernador de Tarragona sucedió que la prensa local se quejó del abandono de las calles, achacándolo, como todo lo demás que andaba mal, a la administración conservadora. Entonces él, encargado de velar por el gobierno y el partido, había llamado al alcalde a su despacho y le había dicho: «Amigo mío…» Aquí una tirada de observaciones que D. Peregrín, cada vez que la repetía, iba haciendo más enérgica, hasta convertirla en severísima filípica. El alcalde le respondía esto y lo otro (la respuesta del alcalde iba siendo cada vez más débil e insignificante). Entonces él, sin descomponerse poco ni mucho, con la mayor calma, como quien no dice nada, le replicaba: «Querido alcalde, tiene usted dos caminos para elegir: o la suspensión, o el arreglo inmediato de las calles.»

      – Al día siguiente, bien temprano, estaban trabajando dos cuadrillas de obreros en las calles— terminó diciendo D. Peregrín con una fría sonrisa maliciosa. La conclusión y la sonrisa eran lo único que no se iba modificando lentamente en la interesante anécdota.

      O porque ya la hubieran oído muchas veces o por no tener el espíritu bien dispuesto para esta clase de confidencias administrativas, es lo cierto que muy pocos eran los tertulios que atendían. Hablaban los unos con los otros en parejas o en grupos de tres y de cuatro. Cándida cuchicheaba con el P. Melchor, D.ª Eloisa con su ahijado el P. Gil y con Obdulia, D. Joaquín con Marcelina, y el P. Narciso con D.ª Filomena. Se puede asegurar que los únicos que escuchaban realmente al ex-gobernador interino de Tarragona eran su hermano y D.ª Teodora, esto es, los que ya conocían los pormenores de su gestión administrativa tan bien como él. Porque D.ª Serafina Barrado, aunque estaba inmóvil y atenta con los ojos puestos en el orador, ofrecía tal vaguedad en la mirada, que bien se echaba de ver que se hallaba muy lejos de lo que decía. Lo que esta señora escuchaba, con imperceptibles estremecimientos de dolor y rabia, era el rumor de la plática de su capellán con Marcelina. Hacía ya bastante tiempo que D. Joaquín distinguía mucho a esta señorita, su penitenta. Estas distinciones llegaban al alma a D.ª Serafina, que por lo visto aspiraba al monopolio de ellas. Teniendo en cuenta que el capellán, fuera del acto de ser engendrado y nacer, era en un todo hechura suya, parecía

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