La Fe. Armando Palacio Valdés
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– Anda adelante y no te detengas en pataratadas.
¡Pataratadas! El cura de Peñascosa calificaba así los extravíos de una conciencia, los dolores del remordimiento. El teniente se estremecía y hacía lo posible por ahuyentar los pensamientos que en aquel momento acudían en tropel a su cerebro. Concluyó por no pedirle consejo alguno, y obró cuerdamente. La teología moral de don Miguel era sin duda más deficiente que la táctica militar.
Después de recoger el último suspiro de los moribundos, el gozo mayor del novel presbítero consistía en sentarse en el confesonario y esclarecer la conciencia de sus penitentes y conducirlos por el camino de la perfección. Pero este gozo fue decayendo al observar la pequeñez, la insignificancia de los sujetos que a su tribunal se acercaban. Casi todos eran mujeres: por milagro llegaba un hombre a confesarse. Estas mujeres, siempre las mismas y con los mismos pecados, concluyeron por aburrirle. Al principio, observando la docilidad con que escuchaban sus consejos, la ardiente piedad que mostraban y afición a los sacramentos, imaginó que le sería fácil hacerlas cada día mejores, levantarlas hasta la santidad o poco menos. Pronto se convenció de que era más difícil cambiar la vida de aquellas beatas que la de un pecador empedernido. Le causó gran desaliento: comenzó a fastidiarse de aquellas nonadas, de aquellas confidencias domésticas insulsas y necias con que las devotas sazonan sus confesiones. Y no podía menos de admirar a su compañero el P. Narciso, que se pasaba las horas muertas confesándolas con la misma afición que el primer día. No sólo las confesaba, sino que, por uno u otro motivo, siempre estaba entre ellas: unas veces eran las Flores de Mayo, otras la novena de las Hijas de María, otras la congregación de San Vicente de Paul, etc. El P. Narciso era, como ya sabemos, el director espiritual y el ídolo del sexo femenino de Peñascosa.
Sin embargo, desde la llegada del P. Gil al pueblo, el rebaño había experimentado algunas bajas. Varias beatas abandonaron su sotana protectora para colocarse bajo la férula del nuevo excusador. Éste no tenía la verbosidad y la gracia del P. Narciso, ni se placía en gastar bromitas saladas con sus penitentas; pero en cambio poseía una figura delicada como la de un querubín, una sonrisa dulce y melancólica y modales tan suaves y distinguidos, que compensaban bien las cualidades del otro. Algunas señoras así lo entendieron al menos, y se produjo la desbandada que acabamos de indicar. Mas lo raro, lo estupendo del caso fue que la oveja predilecta del capellán de Sarrió, aquella Obdulia de quien murmuraban las jóvenes artesanas el día de misa nueva, abandonó también a su pastor, con quien triscaba espiritualmente, al decir de aquéllas, en el jardín de Montesinos, y vino humildemente a postrarse a los pies del joven presbítero.
Dos meses después de tomar éste posesión de su oficio, se hallaba una tarde en el confesonario, rezando por su brevario de bolsillo. En la capillita donde acostumbraba a sentarse no había nadie. Dos mujerucas a quienes había confesado se habían ido ya. De pronto una figura elevada y esbelta tapó a medias la puerta, por donde entraba alguna claridad, no mucha. El P. Gil levantó los ojos y reconoció a la hija de Osuna. La conocía mucho de vista, aunque jamás había hablado con ella. No ignoraba que era penitenta muy asidua del P. Narciso, y aun habían llegado a sus oídos ciertos rumores que rechazó, por supuesto, con indignación. Sin embargo, aquella joven tan aficionada a la iglesia, tan suelta y andariega, no le era simpática. Obdulia tenía la tez pálida, extremadamente pálida, donde brillaban unos ojos negros grandes y hermosos como pocos. Sus cabellos eran negros también y abundantes, su talle delgadísimo. Todo en su persona indicaba un temperamento enfermizo. No podía llamársela con justicia hermosa, pero sí interesante y distinguida. Avanzó lentamente por la capilla. El joven clérigo creyó que vendría a hacerle alguna pregunta referente a la comunión general del día siguiente. Pero en vez de eso, Obdulia se inclinó hacia él tímidamente y le preguntó con voz temblorosa, donde se advertía extraña emoción:
– ¿Me puede usted confesar?
Quedó sorprendido y descontento. Tardó un instante en responder; al fin dijo gravemente con manifiesta sequedad:
– Para eso estoy aquí, para confesar a todo el que lo desee.
La faz pálida de la joven se coloreó fuertemente, sus labios temblaron como para dar las gracias; pero no dejaron escapar ningún sonido. Arrodillose sobre la tarima contigua al confesonario, oró breves instantes y acercó al fin su rostro demacrado a la ventanilla enrejada.
El P. Gil estaba inquieto, muy poco satisfecho de aquella preferencia. No que el confesar a una joven mas o menos agraciada le importase nada. Era el suyo un temperamento puro, sosegado. La lucha con la carne no le había costado nunca grandes fatigas. Las mujeres eran para él seres débiles, más necesitadas, por tanto, de protección y consejo: si había que vivir siempre prevenido contra ellas, era porque los Santos Padres así lo habían establecido, teniendo presente sin duda su frivolidad y su naturaleza pecaminosa. El combate formidable que había necesitado sostener no era contra la sensualidad, sino contra su espíritu analítico lleno de curiosidad, enamorado de la ciencia. Su maestro venerado, el rector del seminario, al verle entregado con ardor al estudio de las matemáticas, de la física, de la filosofía, le había dado la voz de alerta. ¿Por qué estudiar tanto? ¿A qué conducía, en último resultado, la ciencia? Lo necesario para salvarse se podía aprender bien en un día, en una hora, en un minuto. Lo importante no es saber, sino orar y trabajar. El hombre virtuoso es el más sabio, porque conoce el camino para llegar a Dios y lo sigue. Estas verdades se impusieron pronto a su espíritu y le previnieron contra su curiosidad científica y le impulsaron a sofocarla. Alentado por los consejos y por el ejemplo de su maestro, había matado la sed de conocimientos con el refresco de la oración y la penitencia. Logró, como él, amar lo inexplicable, lo absurdo, porque esto satisface mejor los anhelos de un alma enamorada.
Pero aunque la mujer no había sido para él jamás un peligro, guardaba en el fondo de su ser hacia ella ese rencoroso desprecio que caracteriza a todos los místicos, no por la influencia que sobre ellos puede ejercer, sino por la funesta que despliega sobre otras pobres almas. En esta ocasión los dichos que sobre aquella joven corrían, su fama de caprichosa, estrambótica, despertaban en él cierto sentimiento de hostilidad que se tradujo en una reprensión tan dulce en la forma como severa en el fondo cuando la joven le dijo que no había tenido motivo para variar de confesor.
– No he hallado nada en él de malo… Solamente que pienso que no acaba de entenderme— concluyó por manifestar, viéndose apretada.
– Todo ministro del Señor— repuso ásperamente el P. Gil— entiende lo que es pecado, y esto basta.
Pero la confesión que siguió, larga, sincera, fervorosa, regada más de una vez por las lágrimas, hizo cambiar la disposición del clérigo. Comprendió que no se las había con un alma vulgar, con una mujerzuela frívola, sino con una cristiana de corazón entusiasta como el suyo, tocada del amor divino y ansiosa de perfección. Había sin duda bastante incoherencia en sus frases, relataba pormenores ridículos y hasta necios e indignos en ocasiones, pero en otras se mostraba grande y fuerte, pisoteando sus pasiones y lanzando su vuelo hacia la luz y la verdad. Hubo momentos en que su novel confesor pensaba estar escrutando el alma de una santa; hasta tal punto semejaban los ímpetus, los anhelos místicos de aquella joven a lo que tenía leído en la vida de Santa Teresa, Santa Catalina de Sena y otras gloriosas madres de la Iglesia. El relato de las penitencias con que se mortificaba