El señorito Octavio. Armando Palacio Valdés

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El señorito Octavio - Armando Palacio Valdés

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que indicó D. Primitivo. Créame usted, señor conde… créame usted…

      – Es lo que yo tenía entendido antes de venir— repuso el conde.– Al parecer es hombre acaudalado y goza de simpatías en la población…

      – No cabe duda, no cabe duda.

      El cura volvió á mirar á Octavio, sonriendo esta vez maliciosamente, y prosiguió:

      – Don Baltasar es una buena persona… todo un caballero… muy cumplido en sus tratos… ¡y un padrazo, señor conde, un padrazo!…

      El conde alzó la cabeza y dirigió una larga mirada á Octavio. Los demás interlocutores también volvieron hacia él la vista.

      – Señores,– dijo el conde levantándose,– es lástima que estemos encerrados en casa en un día tan hermoso. Vamos á dar una vuelta por la pomarada. Tengo ya deseos de pisar hierba y verme debajo de los árboles.

      Los circunstantes se levantaron. La condesa apareció en aquel momento por la puerta del gabinete. Octavio quiso aprovechar la ocasión, que le pareció de perlas, para despedirse y dió algunos pasos hacia ella con la mano extendida.

      – Condesa, á los pies de usted… He tenido mucho gusto en ver á ustedes tan buenos y…

      – ¿Qué es eso, señor Rodríguez— exclamó el conde viniendo hacia él,– nos quiere usted dejar tan pronto? ¿Por qué no viene á dar un paseo con nosotros?… ¿Tanta prisa tiene usted?

      Estas preguntas fueron hechas en tono franco y cariñoso, y Octavio, un poco aturdido, balbució:

      – Prisa, precisamente… no… pero…

      – Pues si no tiene usted prisa, es usted de la partida. Señores, en marcha.

      El licenciado Velasco de la Cueva, que desde muchos años atrás venía ejerciendo el monopolio de las buenas maneras en Vegalora y siete leguas á la redonda, ofreció el brazo á la condesa con una reverencia digna del siglo XV. D. Primitivo quiso imitarle, y se lo ofreció al aya en la forma elegante y desenvuelta que un oso lo hubiera hecho; pero la blonda extranjera lo rehusó, dándole las gracias con una inclinación ceremoniosa. Seguíalos el cura llevando de la mano á un niño, y cerraba la marcha el conde, que llevaba cogido familiarmente á Octavio por la espalda.

      IV

      La pomarada.

      Cuando el licenciado Velasco de la Cueva puso su planta ceremoniosa en los umbrales del palacio condal, los rayos de un sol fogoso de estío le obligaron á hacer guiños, con lo cual perdió no poca autoridad su rostro imponente. La condesa soltó el brazo y le dió las gracias.

      Eran las cuatro de la tarde de un día del mes de Junio. Los condes y sus amigos tenían delante de sí uno de los panoramas más espléndidos y grandiosos de la provincia en que nos hallamos, que es la más bella de España. El palacio, como las gentes del país lo llamaban, ó el vetusto caserón, como mejor se diría, estaba situado á la margen izquierda del Lora y en el fondo del valle donde radica el concejo y partido judicial de Vegalora. En torno suyo veíanse quince ó veinte chozas, pertenecientes en su mayoría y habitadas por colonos de la casa de Trevia. Esta casa grande y parda y las casuchas más pardas aún que yacían á su alrededor, semejaban de lejos á una gallina pastando con sus hijuelos en el campo. Alzábase el pueblo de la Segada en el fondo del valle y ocupaba el ángulo formado por un riachuelo que venía de las montañas cercanas á desembocar en el Lora. Distaría del primero unas cien varas, y de éste unas trescientas. La fachada principal de la casa no miraba al valle, sino á las altísimas montañas que lo cerraban. Entre la casa y la falda de éstas no mediaban de tierra llana más de doscientos pasos, y era el sitio que ocupaban la huerta y la pomarada. Desde los balcones de la fachada trasera veíase todo el valle, que no era muy extenso, y también se divisaba como á media legua de distancia un grupo grande de casas que era la villa de Vegalora. Entre la Segada y la villa corría bullicioso y límpido el río, el cual tomaba y dejaba á su talante la parte del valle que mejor le convenía para su cauce. Como lo cambiaba á menudo, las tierras plantadas de maíz y los prados que bordaban sus orillas nunca tenían seguro el día de mañana: tan presto regalaban la vista y el oído con sus maíces sonorosos y su verde césped, como molestaban y cansaban los pies con sus redondos ó puntiagudos guijarros. Los vecinos de Vegalora y la Segada, en el espacio de cuarenta ó cincuenta años, habían visto correr el río por casi toda la superficie del valle. Á pesar de esto, al poco tiempo de haber dejado el agua un sitio cualquiera, ya brotaba allí una vegetación briosa, y el valle continuaba siempre pintoresco y regocijado como pocos. Por todas partes lo circundaban colinas de regular elevación vestidas de castañares y prados relucientes, excepto por el fondo, ó sea por el lado de la Segada. Aquí las colinas ocupaban sólo el primer término. Por encima de ellas se alzaban enormes y enriscadas montañas, cubiertas de nieve desde Octubre hasta Junio. Formaban parte de la cordillera fragosa que separa las provincias del Norte de las del centro. Vegalora era, por tanto, el último concejo de la provincia en la región en que nos hallamos. Detrás de aquellas moles inmensas y oscuras se extendían los campos yermos y dilatados de Castilla.

      Nuestros señores, al salir de casa por la puerta principal, alzaron la vista para contemplar estas montañas soberanas, iluminadas por un sol que ya empezaba á descender hacia las colinas laterales. La nieve había desaparecido casi totalmente del paisaje. Sólo en las crestas más elevadas percibíanse algunas manchas blancas como de ropas tendidas á secar. Entre aquellas crestas descollaba una de pasmosa elevación y arrogancia, que la gente del país llamaba Peña Mayor. Era un enorme peñasco á quien todos los demás que en torno suyo se agrupaban servían de pedestal. Terminaba en punta, como la aguja de una inmensa y fantástica catedral; pero los que hasta allá habían trepado alguna vez afirmaban que sobre esta punta había un campo bastante espacioso. Tal y tan desmesurada era su elevación. Durante los meses de verano, los habitantes del valle podían admirar á su placer los majestuosos contornos de la peña, que se alzaba en el cielo diáfano y cortaba el éter cual si fuese la reina del espacio. Servíales, además, en estos meses de reloj, pues el sol hería su frente de lleno, al llegar precisamente el mediodía. Cuando el otoño era ya un poco entrado, se ocultaba entre la niebla, y no volvía á parecer sino uno que otro día muy raro del invierno, en que el viento, soplando fuerte por la noche, había barrido el tupido manto de los cielos. Pero hasta llegar á la Peña Mayor había una serie de escaños graníticos, superpuestos los unos á los otros, de mil extrañas formas é imitando, á veces, enormes edificios y animales monstruosos. Á la izquierda de la Mayor había una peña corcovada que semejaba á un dromedario: á la derecha otra que era la perfecta imagen de la torre de un gran castillo, con sus desmesuradas almenas por entre las cuales se veía el azul del cielo. Esta cortina de montañas cerraba herméticamente el valle por aquel lado. Al llegar á este sitio parecía que se acababa el mundo, y que detrás de la oscura cortina no había más que el espacio sin fin.

      Los condes y sus amigos detuviéronse á la puerta de la casa, y con la mano puesta sobre los ojos á guisa de pantalla, se estuvieron buen rato paseando la vista por el gran telón descrito. Después atravesaron la calle y entraron en la huerta por una gran puerta enrejada de hierro. Era la huerta cuadrilonga y bastante espaciosa, y estaba cerrada por altos y toscos muros deteriorados. En el fondo había otra puerta igual á la primera que daba paso á la pomarada.

      La comitiva conversaba y reía dando vueltas por las calles no muy bien aderezadas de la huerta, parándose á cada instante y entremezclándose continuamente sin guardar etiqueta. D. Primitivo parecía el dueño de la casa, y desde que la puerta enrejada se cerrara tras él se creyó en el caso de no cerrar boca á fin de explicar á los circunstantes las particularidades y pormenores de todas y cada una de las plantas que iban encontrando, sin perdonar el más insignificante detalle que pudiera esclarecer á sus oyentes en asunto tan delicado. Las únicas personas

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