El señorito Octavio. Armando Palacio Valdés

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El señorito Octavio - Armando Palacio Valdés

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había arrancado de su tallo para ofrecérsela. Aquellas montañas se veían también, aunque más lejanas, desde la casa solariega de D. Álvaro. ¡Buena gana de reir tenía Laura en aquel instante! Su pensamiento volaba, volaba sin detenerse por los días de su existencia, desde aquellos remotos en que contemplaba absorta, de bruces sobre el balcón, las nubes que cubrían la cabeza de la Peña Mayor, hasta las escenas más recientes. Los remotos se le aparecían envueltos en una gasa blanca que borraba los contornos y aún más los alejaba: los cercanos veíalos tan bien como si estuviesen tallados en relieve y parecían saltar hacia ella palpitantes y teñidos de sangre. ¿Por qué no había permanecido toda la vida en su casa, serena, tranquila, contemplando aquellas montañas que nada malo la enseñaban? Al pensar que mientras su espíritu en los últimos once años bajaba y subía en perpetua agitación, desde el cielo hasta el infierno, ellas habían estado allí altivas, felices, contemplando noche y día el firmamento augusto, una envidia sorda se apoderaba de su corazón y comenzaba á nacer en él un deseo vivo, irresistible, de reposo. Pero ¿qué reposo deseaba? ¡Ay! deseaba volar á la cima de la Peña Mayor, llevada por un ángel, y allí, bañándose en el éter azul, sin escuchar una voz maldita que tenía siempre en los oídos, pasar la vida acariciada por Dios y acariciando á sus hijos.

      Al dar la vuelta á un recodo de la huerta sintió de improviso en su cuello un aliento cálido y una voz le dijo al oído muy quedo:

      – Recuerda que has agraviado á miss Florencia.

      Y vió que una sombra se alejaba de ella para unirse otra vez al grupo de los paseantes. Se estremeció fuertemente, detuvo el paso, y la rosa mutilada cayó de sus manos. Octavio se le acercó en aquel momento.

      – Condesa, la veo á usted muy pensativa. ¿Echa usted de menos ya á Madrid?

      – Sí, señor, lo echo de menos.

      – Lo comprendo bien, pero me parece que todavía no tiene usted motivo para quejarse, pues acaba de llegar. ¡Oh! cuando lleve usted aquí algún tiempo ya verá lo que da de sí este delicioso país. La materia, condesa, impera aquí como reina y señora. Usted viene del mundo del espíritu y le han de doler los primeros pasos sobre esta tierra muerta y silenciosa. No me sorprende.

      – ¡Ah, si no me dolieran más que los primeros pasos!

      – Es cierto; lo peor en la vida del campo es la monotonía, y ésta crece y se hace irresistible con el tiempo. Por lo demás, no se debe negar que este país es hermoso y que encierra mucha poesía. Yo que he nacido en él y en él he vivido siempre, aún me siento impresionado cuando al abrir las ventanas de mi cuarto por la mañana fijo la vista en las altísimas montañas que tenemos enfrente. ¡Qué bien se destacan sobre el fondo azul! ¡Qué pureza de líneas! ¡Qué contornos! Pero miro en seguida hacia abajo y viene el desencanto, condesa. Los paisanos no corresponden al país. Aquí nadie se preocupa sino del dinero. Se respira una atmósfera sórdida, en la cual se asfixian todos los sentimientos elevados. Hay algunas personas de alma delicada y generosa, pero aun éstas no pueden menos de resentirse de la sociedad en que han vivido: son capaces de un rasgo heroico, de una pasión fuerte, pero no pueden alcanzar ciertas nuances del espíritu, ciertas delicadezas que sólo se encuentran en las clases elevadas y en una sociedad culta y refinada.

      – ¿No piensa usted dar una vuelta por Madrid?

      – De buena gana la daría y aun me quedaría allá, pero mis papás no tienen más hijo que yo… y ya ve usted.

      – Quédese usted, quédese usted… No piense en Madrid por ahora… Tiempo le queda para saber lo que es aquello.

      – No vaya usted á creer, condesa, que es curiosidad lo que siento, no; es el deseo que tengo de llenar ciertos vacíos que hay en mi espíritu lo que me obliga á pensar en Madrid. Yo no gozo con lo que aquí suele gozar la gente; antes bien sus placeres son ocasión de padecer para mí, porque nada hay que atormente tanto como encontrarse aislado entre la muchedumbre y á mil leguas de sus pensamientos y aspiraciones. Así, que paso la vida encerrado en mi casa, sin ganas de agregarme á ella… leyendo… pensando… soñando. Alguna vez he asistido con la imaginación á las soirées donde usted ha brillado tanto, condesa.

      – ¿De veras?

      – Sí, señora; acostumbro á leer las revistas de salones de La Epoca, y en ellas he visto con frecuencia el nombre de usted rodeado de adjetivos que ahora me parecen pálidos.

      – Mil gracias.

      – Me precio de sincero, condesa. En el último baile de los duques de Hernán Pérez llevaba usted un vestido de surah azul celeste, con escote sesgado y espalda de forma princesa. El vuelo de la falda formaba por detrás una cascada de pouffs sostenidos por cordones, y llevaba usted asimismo lazos de surah en los hombros y en el talle.

      – ¡Ah! Veo que no se le ha escapado á usted nada.

      Un rugido de D. Primitivo les obligó á interrumpir el diálogo. Extático, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba sin pestañear un cuadro de lechugas, mientras los compañeros le miraban sin comprender el motivo de tal sorpresa. Al fin, después de largo silencio, exclamó con voz ronca:

      – ¡Si no lo viese por mis ojos, nunca lo creyera! Yo mismo le di la semilla á Pedro; yo mismo le indiqué cuándo debía sacarlas del vivero; yo mismo estuve una tarde entera ayudándole á plantarlas… ¿Cómo han espigado estas lechugas?… ¿Por qué han espigado estas lechugas?

      Y D. Primitivo movía la cabeza hacia adelante, hacia atrás, á la derecha y á la izquierda.

      – Tal vez la lluvia de estos días habrá influído perniciosamente sobre ellas— manifestó tímidamente el licenciado Velasco de la Cueva.

      – ¡Qué lluvia ni qué calabazas!… No diga usted tonterías, D. Juan. La lluvia, cuando las lechugas se plantan en la época y en la forma en que deben plantarse, no influye, no tiene por qué influir sobre ellas.

      – Perfectamente.

      – Aquí no puede menos de haber algún misterio. Pedro habrá hecho alguna majadería en el cuadro. Ellas por sí estoy seguro de que no hubieran espigado. ¿Á qué asunto habían de espigar? Así que le tropiece me enteraré de lo que ha hecho, y ya verá usted cómo resulta lo que yo dije.

      La irritación de D. Primitivo cedió ante la esperanza de ver muy pronto cumplida su profecía.

      Continuaron recorriendo lentamente la huerta, parándose ahora delante de unas alcachofas, después ante un cuadro de remolachas ó de una esparraguera. D. Primitivo, maniobrando constantemente en el centro del grupo, parecía un filósofo de la escuela peripatética.

      La condesa y Octavio se habían quedado un poco atrás y siguieron hablando del baile de los duques de Hernán Pérez, ó sea del «mundo del espíritu», como decía nuestro señorito. La horticultura no les seducía. Mas al hallarse en frente de una frondosa y espléndida magnolia, ambos detuvieron el paso para contemplarla. Era un árbol hermoso y grande como pocos, y entre sus hojas oscuras y metálicas advertíase crecido número de bolas blancas que soltaban aroma fresco, acre y penetrante. Las primeras ramas no pasaban de la altura del rostro. La condesa asió con la mano de una de ellas provista de flor y la trajo hacia sí. El árbol, al ser movido, dejó caer algunas gotas de agua sobre las mejillas de la señora, que hizo una mueca graciosa.

      – El árbol la bendice á usted— dijo Octavio mirando extasiado cómo corría el agua por las mejillas de la dama.

      – Hubiera pasado sin su bendición perfectamente— contestó ella riendo.

      Y

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