El señorito Octavio. Armando Palacio Valdés

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El señorito Octavio - Armando Palacio Valdés

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me han dicho, muy honrado, muy sincero, etc., etc. Los progresistas, por punto general, son buenas personas. Usted me dispensará, amigo mío, si le dejo en este momento— añadió levantándose;– tengo muchísimas cosas que arreglar. Ya sabe usted lo que es un viaje con niños.

      Al decir tales palabras, el conde extendía la mano, sin mirarle, al señorito, que también se había levantado. Después le volvió la espalda y dió unos pasos hacia el gabinete.

      – El señor cura de la Segada desea ver á los señores— anunció la voz del criado.

      Volvióse rápidamente el conde y dió un paso hacia la mesa. El aya llamó apresuradamente á los niños y cuchicheó con ellos un instante. El señorito Octavio permanecía de pie.

      En el marco de la puerta apareció de pronto la figura de un sacerdote anciano. Era de estatura más que mediana y vestía un balandrán bastante deteriorado y grasiento, y mostraba en lo erguido de su cuello y en su actitud firme que poseía una complexión recia. Como tenía el sombrero en la mano, dejaba al descubierto una cabeza que aún estaba regularmente provista de cabellos blancos y rizos sin aliño ni compostura alguna. La tez excesivamente morena y los ojos negros y un poco hundidos ofrecían tal fuego y viveza, que contrastaban notablemente con las arrugas del rostro y la blanca color de los cabellos. Colocado á la puerta, sin avanzar un paso y sonriendo campechanamente, comenzó á hacer reverencias mundanas, diciendo al mismo tiempo:

      – ¡Conque al fin no se nos han perdido por allá! ¡Conque al fin estos despegados señores se acuerdan de que hay un rincón en el mundo que se llama la Segada! ¡Conque al fin todavía los lugareños valemos algo para los cortesanos!

      Los niños avanzaron hacia él, y tomándole una mano se la fueron besando sucesivamente. Después el aya, que venía detrás, quiso hacer lo mismo, pero el clérigo la retiró velozmente y con sorpresa. El conde le abrazó respetuosa pero afectuosísimamente.

      – ¡Vaya si valen los lugareños, y vaya si se les quiere también por allá!

      – Señor conde, usted tiene algún diablo metido en el cuerpo; está usted tan mozo y tan fresco como la última ves que le vi. La señora condesa no tiene tan buen color, pero ha de ser por culpa, si no me engaño, de estos diablejos que veo por aquí tan gordos y sonrosados. Vaya, vaya con el señor conde, ¿qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?… ¿Qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?

      El cura de la Segada tenía por costumbre repetir dos, tres y hasta cuatro veces la misma frase, mirando fijamente al interlocutor, y abriendo desmesuradamente la boca para reir y también para dejar ver unos enormes y desvencijados dientes.

      – Conque diga usted, criatura, ¿qué le hemos hecho nosotros para que así nos aborrezca?

      – Señor cura, no ha sido todo culpa mía. Crea usted que no dejaba de acordarme muchas veces de este hermoso país y de los buenos amigos que aquí tengo.

      – ¡Ah, tunante! ¡Y qué bien se conoce que viene usted de la corte! Señora condesa, no le deje usted mentir tan descaradamente. Señor conde, es usted un grandísimo tunante… sabe usted mucho para un pobre cura como yo… sabe usted mucho… sabe usted mucho.

      Decía todo esto riendo y sin cerrar un momento la cueva de su boca. El conde le señaló un asiento y todos se sentaron. El cura se hizo cargo entonces de la presencia de nuestro héroe, y exclamó dirigiéndole una mirada y una sonrisa ambiguas:

      – ¡Calle! ¿También el señorito Octavio está por aquí? El señorito Octavio es muy fino. ¿Y cómo siguen sus señores padres, señorito?

      – Muy bien, señor cura, ¿y usted cómo sigue?

      – ¿Cómo quiere usted que siga un cura en estos tiempos, señorito? Tirando… tirando por este cuerpo pecador… ¡Válate Dios por el señorito Octavio!… ¡Válate Dios!…

      La risa persistente y las miradas del clérigo no despertaban en el joven una alegría muy íntima, aunque otra cosa quisiera aparentar.

      – Vaya, vaya, vaya… lo que es ahora, señor conde, no se nos escapa usted tan pronto. Los madrileños se quedarán chupando el dedo por una temporada… ¿no es verdad, señora condesa?… ¿Dónde mejor que entre los suyos, señores?…

      Y daba palmaditas afectuosas en la rodilla del conde, que le obligó á ponerse el sombrero.

      – ¿Y qué tal, qué ocurre por la parroquia, señor cura?

      – Pero, hombre de Dios, ¿qué quiere usted que pase en este miserable rincón? Déjese de miserias y cuéntenos algo de aquel Madrid, de aquel Madriiid… ¡Ay, qué Madrid de mis pecados! De allí á la gloria, señor conde. ¡Cuánto señorío!… ¡cuánto coche!… En los días que estuve allá con el chico no paré en casa un momento. Andaba por las calles con la boca abierta y no me cansaba de mirar para aquellos palacios tan magníficos y para aquellos señorotes que pasaban en coche con mucho ceño… Esto no es para nosotros, querido, le decía al chico… Vámonos, vámonos cada uno á nuestro rincón… Yo soy un pobre cura… tú un pobre estudiante… ¿Qué tenemos nosotros que partir con estas grandezas?…

      – Vamos, señor cura, que no es precisamente entre el ruido donde más se divierte uno, y bien se quejaba usted de aquella bulla continua.

      – Pero ¿quién se compara conmigo, señor conde? Yo soy un pobre cura que está más allá que acá. Yo no toco pito en ninguna parte más que en mi sacristía. Si hay todavía algunas personas como usted, señor conde, que me aprecian de veras, allá se las hayan… yo me lavo las manos. Me acuerdo de aquella tarde en que me dejó usted solo en su carruaje y ordenó al cochero que me llevase á un sitio que llaman la Castellana… ¡Santo Cristo del Amparo!… Señores, aquél era un cruzar de coches á un lado y á otro, lo mismo, lo mismo que cuando se tropieza con un hormiguero en la tierra… Aquellos señorotes y señorotas que iban muy arrellanados me miraban y se reían… Dirían, sin duda: ¿qué diablos vendrá á hacer aquí este pobre cura de aldea?… ¿Y á mí qué? Tenían mucha razón… Desengáñese usted, señor conde, los curas vamos de capa caída… caiiida… caiiida…

      – Pues á pesar de todo, señor cura, le aseguro que me va fastidiando cada día mas la farsa y la frivolidad de la capital. No puedo soportar á tanto necio, á tanto advenedizo, á tanto sapo hinchado como ahora ha subido á la superficie al son del himno de Riego…

      – Porque usted, señor conde, es muy raro, muy raro, muy raro… Siempre lo ha sido… siempre lo ha sido… ¿Á que no le pasa otro tanto al señorito Octavio? ¿no es verdad, señorito?… ¡Cuánto más vale aquel Madrid tan hermoso, tan suntuoso, que esta miserable aldea!

      – Yo no estuve en Madrid, señor cura…

      El joven pronunció estas palabras visiblemente turbado. La sonrisa del cura le inquietaba, le hacía subir los colores al rostro. ¡Era tan fina y maliciosa!

      – Es verdad, señorito… es verdad… es verdad… No me acordaba… Pero no tiene usted más remedio que ir á Madrid, señorito… no hay más remedio… Aquí se aburre usted… necesita usted más campo. Los jóvenes de provecho no pueden estarse en las aldeas toda la vida.

      – Oiga, señor cura— dijo el conde,– ¿qué noticias hay del chico?

      – Tiene salud, gracias á Dios. El pobre, cuando me escribe, nunca deja de acordarse de usted, y me dice que siempre le tiene presente en sus oraciones, lo mismo que á su amada esposa y familia. No puede usted figurarse,

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