El señorito Octavio. Armando Palacio Valdés

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El señorito Octavio - Armando Palacio Valdés

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del país debe ser muy sencilla, ¿no es cierto? En estas provincias del Norte es donde se conservan todavía restos de aquella honradez y piedad que caracterizaban á nuestros mayores.

      – Es gente honrada á carta cabal— dijo don Primitivo.– Afortunadamente, todavía no nos los han maleado.

      – Unos infelices, señor conde… unos infelices… Lo único que les hace falta es un poco de filosofía alemana para ser hombres completos.

      Todos rieron con estrépito.

      – Alguna que otra vez— apuntó D. Marcelino,– cuando tienen una copa de más dentro del cuerpo, suelen cometer cualquier desmán, pero ya se sabe que entonces obra el vino por ellos.

      – Y tienen bastante afición á lo ajeno— indicó el señorito Octavio.– Casi todos los años nos dejan sin fruta en la huerta.

      – Es verdad, señorito, es verdad… Tiene usted mucha razón… Hay mucha afición á lo ajeno en esta comarca… Pero, créame usted, señorito, el gobierno también tiene alguna… y no es precisamente á la fruta…

      El conde dirigió una sonrisa al clérigo.

      – Desde la muerte del guardamontes, hace ya tres meses— dijo D. Primitivo,– no se ha oído hablar en este concejo de ninguna tropelía.

      – ¿Fué el que hallaron estrangulado en un maizal?– interrogó el conde.

      – No, señor; ese fué Antuña, el pagador de la carretera. Esa muerte ha sido mucho antes… á principios del otoño.

      – De todos modos, ha sido un asesinato horrible.

      – Pero, señor conde— profirió D. Marcelino,– Antuña murió porque quiso. ¿Á quién se le ocurre salir de noche de la villa con veinticuatro mil reales en el bolsillo? ¿No conoce usted que es una imprudencia mayúscula?

      – ¡Perfectamente!

      – Hechos aislados, señor conde, hechos aislados… por ahora, hechos aislados. El trueno gordo no tardará en venir. Pero no hay que tener cuidado, porque los excesos de la libertad se corrigen con la libertad… sí, señor, se corrigen con la libertad… Eso decía un periódico que le viene al señor juez de Madrid todos los días… todos los días.

      El conde se inclinó hacia el cura y le dijo algunas palabras al oído.

      – ¡Bravo, señor conde, bravo!– exclamó el clérigo, echándose hacia atrás en la silla y mirándole fijamente con aire triunfal.– Todos haremos lo que podamos para que se logre. Usted es la persona más á propósito.

      Después se pusieron ambos á cuchichear animadamente.

      D. Primitivo corrió la silla hacia ellos y preguntó en voz baja:

      – ¿Hay alguna noticia de allá?

      – No se trata ahora de allá, sino de acá— respondió el cura.

      Vuelta á cuchichear los tres. D. Primitivo parecía sumamente interesado en la conversación y movía los gigantescos brazos cual si sirviesen de volante á sus ojos carniceros, que rodaban por las órbitas con pavorosa velocidad. Al mismo tiempo hacía supremos y angustiosos esfuerzos para trasportar su desentonada voz al falsete discreto que usaban el conde y el sacerdote.

      El licenciado Velasco de la Cueva, después de posar en el grupo de sus amigos varias miradas á cual más imponente, osó también aproximar la silla, y presto le enteraron del asunto que trataban.

      La condesa se levantó y dijo al señorito Octavio, que era el único que concedió atención á su movimiento:

      – Con permiso: soy con ustedes al instante.

      Y se fué por la puerta del gabinete.

      El aya se puso también á hablar con los niños en voz baja, dirigiéndoles, á juzgar por su continente severo y el no menos grave de los oyentes, serias y profundas advertencias.

      Nuestro señorito tomó pie de ello para sacar el pañuelo y sonarse con ruido. Después, con mucha calma, lo paseó repetidas veces por debajo de la nariz; por último, no sin vacilar un poco, se decidió á meterlo en el bolsillo. Inmediatamente, y sin ningún preparativo, abrochó un botón del guante que se había soltado. Después tosió tres veces consecutivas y se puso á examinar con profundísima atención y frunciendo ferozmente las cejas el puño del junquillo. No bien hubo terminado esta tarea, pasó á azotarse con él los pantalones, de la misma traza que lo hiciera al comienzo de su visita. Todavía se alzaron á los golpes algunas nubecillas de polvo, aunque más leves y trasparentes.

      El cuchicheo del conde y sus amigos proseguía vivo, lleno de expansión. El del aya y los niños, grave y discreto como antes. El criado entraba y salía llevando las fuentes, los platos y los demás objetos que yacían en desorden sobre la mesa, pero todo con mucho silencio y espacio y sin dejar de dirigir, cada vez que entraba, una mirada insistente y curiosa á nuestro héroe, el cual procuraba artificiosamente evitar el cambio. El comedor era una vasta cámara, más vasta que cómoda y elegante, y sus muebles toscos y ennegrecidos, y sus grandes cortinas de colores marchitos, y los cristales turbios y emplomados de sus balcones, mostraban claramente que el viejo conde se curaba poco del aliño de la casa, y que el nuevo no la habitaba mucho tiempo. El falsete de los interlocutores producía en este vasto comedor un efecto extraño y severo, como el murmullo de los fieles en una iglesia. Á nuestro joven le parecía demasiado severo. De vez en cuando, la voz de D. Primitivo, no pudiendo resistir tanto tiempo la presión cruel que sobre ella estaba pesando, lanzaba un gallo, y se oía la palabra votos ó candidatos. El aya levantaba sus ojos profundos y los fijaba un instante en el grupo de los caballeros.

      Al fin, nuestro señorito decidióse á tomar una de las copas que aún quedaban sobre la mesa. Empezó á observarla escrupulosamente, dándole vueltas y más vueltas en la mano, haciéndola sonar con un golpe de uña y llevándola después al oído para escuchar sus vibraciones hasta que morían. Por mucho que le embargasen al joven estas observaciones de física experimental, no dejaba por eso de mover los ojos con ansia hacia todas partes, y especialmente hacia la puerta del gabinete, como si por allí le hubiese de venir su salvación. Respirábase en el comedor un ambiente cargado de discreción, que á nuestro mancebo le producía la misma inquietud y malestar y los mismos desmayos enervantes que si estuviese cargado de electricidad. Y ya se entregaba lánguidamente á pensamientos tristes de muerte, cuando empezaron á dibujarse en su desmayado espíritu los contornos de una idea fortificante y regeneradora: la idea de marcharse. Mas para llevar á cabo este acto era preciso despedirse, y el despedirse había sido siempre para nuestro señorito uno de esos problemas pavorosos que pocas veces obtienen resolución. Antes de levantarse, cuando estaba en visita, tenía que sostener una batalla consigo mismo, que á veces se prolongaba más de la cuenta. Sentía el mismo temor y embarazo que los oradores noveles cuando levantan su voz en público. Pero si siempre había sido un problema difícil, en aquel instante, considerado el éxito poco lisonjero de su visita y el carácter y la situación de las personas que allí se hallaban, ofrecióselo al alma como una utopia. Ni podía ser de otra suerte. ¿Qué de comentarios no harían aquellos señores después que él saliese por la puerta? ¿Cuántos chistes no se le ocurrirían al cura acerca de su persona? Se le ponían los pelos de punta de pensar en ello. La idea, pues, de marcharse era de todo punto inadmisible. Más valía seguir haciendo experimentos acústicos con la copa de cristal.

      Mientras proseguía embebecido en esta fructuosa tarea, el cura de la Segada apartóse un momento de la conversación y le clavó los ojos con expresión reflexiva. Después, volviéndose

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