El idilio de un enfermo. Armando Palacio Valdés
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– ¡Ah!
Marido y mujer cambiaron entonces una mirada menos vaga y mortecina que las que ordinariamente despedían sus ojos revestidos de carne. Un mismo pensamiento cruzó por sus acuosas masas encefálicas.
– Si el maquinista quisiera parar antes de llegar a Piedrasblancas— dijo la mujer— nos ahorrábamos deshacer el camino.
– Es verdad— dijo el marido.
– Díselo a Felipe.
– No sé si cederá.
– ¿Qué se pierde con pedírselo? El no ya lo tienes en casa.
El marido asomó su faz redonda por la ventana, y espió largo rato los movimientos del revisor. Al fin se resolvió a hacer seña de que se acercase. Vino el revisor, escuchó la proposición de la faz redonda y la halló un poco grave. Era comprometido para el maquinista y para él; ya les habían reprendido severamente por actos semejantes; el servicio se interrumpía; los viajeros se quejaban; se perdían algunos minutos…
La mujer escanció un vaso de vino, y se llegó con él a reforzar los argumentos de su consorte. Negocio terminado. El tren pararía media legua antes de Piedrasblancas, ¡pero cuidado con bajarse en seguida! ¡Mucho cuidado!
– Pierda usted cuidado.
En efecto, al poco rato el tren detuvo un instante su marcha; sólo el tiempo necesario para que marido y mujer dijesen a Andrés:– Buenas tardes, caballero, feliz viaje— y se bajasen con la premura que les consentía la pesadumbre de sus cuerpos.
Tornó a quedarse el joven solo. No tardó en abrirse nuevamente el valle, ofreciéndose a los ojos del viajero con amena perspectiva. Era más fértil y frondoso que el de Navaliego, pero menos extenso: un río de respetable caudal corría por el medio: las colinas, que por todas partes lo circundaban, de mediana elevación y cubiertas de árboles. Allá, a lo lejos, los ojos del joven columbraron un grupo de chimeneas altas y delgadas como los mástiles de un buque y adornadas de blancos y negros y flotantes penachos de humo. En torno suyo, una población cuya magnitud no pudo medir entonces. Era la metalúrgica y carbonífera villa de Lada.
Mucho humo, mucho trajín industrial, mucho estrépito, muchas pilas de carbón, muchos rostros ahumados.
Al apearse del tren vaciló un momento acerca de lo que había de hacer.
Decidiose a interrogar al primer mozo que le salió al paso.
IV
Oiga usted: ¿me podría informar si hay en la villa algún alquilador de caballos?
– Sí, señor; hay dos.
– ¿Quiere usted guiarme a casa de uno de ellos?
Pero en aquel momento un joven alto, de nariz abultada y bermeja, vestido decentemente con pantalón y chaqueta negros, bufanda al cuello, negra también, y ancho sombrero de paño, también negro, los abocó, preguntando al viajero:
– ¿Sería usted, por casualidad, el sobrino del señor cura de Riofrío?
– Servidor.
– Pues vengo de parte de su señor tío para que, si gusta de ir conmigo a las Brañas, lo haga con toda satisfacción. Tengo en la cuadra dos caballerías…
El enviado del cura mantenía suspendido el sombrero sobre la cabeza, sin quitárselo por entero ni acabar de encajárselo.
– ¡Ah! ¿Viene usted de parte de mi tío? ¡Cuánto me alegro!… Pero póngase, por Dios, el sombrero… No esperaba yo esa atención… Pues cuando usted guste… Lo peor es el baúl… no sé cómo lo hemos de llevar…
– Que se lo traiga un mozo hasta la posada, y de allí podrá marchar en un carro… El carretero es de satisfacción.
– Perfectamente… Vamos allá.
Ambos se emparejaron, entrando en la industriosa villa como dos antiguos conocidos.
– Vaya, vaya… pues la verdad, no esperaba yo que mi tío me enviase caballo… No le decía categóricamente el día en que había de llegar.
– Tampoco me lo dio él como seguro. Yo tenía asuntejos que arreglar aquí, en Lada, y pensando venir hoy, se lo dije… Entonces me dijo:– Hombre, Celesto, mañana puede ser que venga un sobrino mío en el tren de la tarde: ¿quieres llevar mi caballo por si acaso?…– Oro molido que fuera, señor cura… ¡Vaya, que no faltaba más!
– Pero lo raro es que usted me haya conocido tan pronto.
Celesto hizo una mueca horrorosa con su nariz multicolora. Porque es tiempo de manifestar que la nariz del mensajero no era bermeja, como a primera vista le había parecido a Andrés, sino que, dominando este color notablemente, todavía dejaba que otros matices, tirando a amarillo, verde y morado, se ofreciesen con más o menos franqueza entre los muchos altibajos y quebraduras que la surcaban. En verdad que era digna de examen aquella nariz. Un geólogo hubiese encontrado en ella ejemplares de todos los terrenos volcánicos.
– ¡Ca, no señor, no es raro! El señor cura tuvo cuidado de decirme:– Mira, mi sobrino viene muy delicadito, casi hético el pobrecito; de modo que no te será difícil conocerlo… Y efectivamente…
No dijo más porque comprendió que no debía decirlo. Andrés se puso triste repentinamente, y caminaron en silencio hasta llegar a la posada, que estaba a la salida de la villa. Fueron a la cuadra, enjaezó Celeste los caballos, sacáronlos fuera. ¡En marcha, en marcha!… No; todavía no. Celesto no se siente bien del estómago, y se hace servir una copa de ginebra, que bebe de un trago, como quien vierte el contenido en otra vasija. Andrés quedó pasmado de tal limpieza y facilidad. Ahora sí; en marcha: ¡Arre, caballo!
Los rucios emprendieron por la carretera un trote cochinero. Las vísceras todas del joven cortesano protestaron enseguida de aquel nefando traqueteo, y a cosa de un kilómetro clamaron de tal suerte, que se vio obligado a tirar de las riendas del caballo.
– ¿Sabe usted, amigo, que el trote de este jamelgo es un poco duro? Si usted tuviese la bondad de ir más despacio…
– Sí, señor; con mucho gusto. Pues no le oí nunca quejarse al señor cura de su caballo. Antes dice que es una alhaja…
– Como yo no estoy acostumbrado a esta clase de montura…
– Eso será… Aunque vayamos con calma, hemos de llegar al oscurecer a casa.
Y ambos se emparejaron y se pusieron a caminar al paso, unas veces vivo, otras muerto, de sus cabalgaduras.
Conforme se alejaban de la villa industrial, el paisaje iba siendo más ameno. La carretera bordaba las márgenes de un río de aguas cristalinas, y era llana y guarnecida de árboles. El polvo y el humo de carbón de piedra que invadían la villa y sus contornos, ensuciándolos y entristeciéndolos, iban desapareciendo del paisaje. La vegetación se ostentaba limpia y briosa: sólo de vez en cuando, en tal o cual raro paraje, se veía el agujero de una mina, y delante algunos escombros que manchaban de negro el hermoso verde del campo.
– ¿Y de qué padece usted, señor de Heredia, del pecho?
– No,