La aldea perdita. Armando Palacio Valdés
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Mientras ellos batallaban á solas, nuestra vivaracha Flora se veía de nuevo expuesta á los ataques insidiosos de la vieja Rosenda.
– Mucho te quiere el capitán, Florita— le decía aquélla con sonrisa ambigua; la misma sonrisa que se pintaba en el rostro de las otras tres mujeres que con ella estaban sentadas.
– ¿Por qué me ha de aborrecer? Nunca le hice daño— respondió la joven con presteza.
– Tampoco yo le he hecho daño, y no me quiere tanto.
– Será porque no le ha caído usted en gracia. Como dicen que se ocupa usted en fisgar todo lo que sucede en su casa, quizá por eso no la quiera tanto.
El dardo fué certero y lanzado con vigor. En efecto, el hórreo de la tía Rosenda, próximo á la morada de don Félix por la parte de atrás, era cómoda atalaya desde donde la vieja espiaba noche y día. Una verdadera pesadilla para el capitán. Más de cien veces había querido comprárselo: le ofreció un precio exorbitante; le ofreció construirle una casa. La bruja no consintió jamás en trasladarse. Aquel espionaje constituía el mayor, quizá el único atractivo de su vida.
Se mordió los labios con ira y respondió:
– Por eso, porque lo fisgo todo sin duda he sabido que te regala pendientes de perlas y te da palmaditas cariñosas en la cara.
La morenita se revolvió como si la hubiese picado una avispa.
– Mire usted lo que dice, tía bruja, porque si usted vuelve á insultarme, aunque tenga pacto con el demonio y salga los sábados á chupar la sangre de los niños, le juro por la mía que le arranco la lengua.
Las mujeres se apresuraron á intervenir para calmarla. Demetria también hizo lo posible.
– No lo tomes por donde quema, mujer— manifestó Elisa, la joven sabia que poseía el arte de persuadir.– Se pueden hacer regalos y caricias sin ninguna mala intención. Todos sabemos en Entralgo que D. Félix te quiere como una hija.
La compostura no agradó á la irritada zagala, que iba á responder con acritud; pero en aquel momento dos mozos gallardos se aparecieron de improviso, dando cortésmente las buenas noches. Jacinto de Fresnedo estaba delante de ella y Nolo de la Braña frente á Demetria. Detrás se percibían esfumadas en la sombra las siluetas de quince ó veinte monteras que cobijaban las cabezas de otros tantos jóvenes de los altos de Villoria. Su llegada produjo cierta sensación en los grupos cercanos, pero muy particularmente en nuestras zagalas, que hicieron un movimiento de sorpresa.
– ¡Jesús, qué diablos de hombres! ¡Me habéis asustado!– exclamó Flora pasando instantáneamente del enojo á la risa.
Demetria no dijo nada, pero clavó sus grandes ojos límpidos en Nolo con expresión amorosa. Éste la miró también con tímida adoración. Ambos se ruborizaron y en un rato no supieron qué decirse.
– Habéis llegado un poco tarde— dijo al cabo la niña suavemente.– Más de la mitad de aquel montón de árgoma se ha quemado ya en la hoguera: Celso ha disparado una nube de cohetes y los bailarines andan cerca de rendirse.
Su voz era dulce, pastosa: su modo de hablar grave y sosegado, trasmitiendo á los demás la calma que reinaba en su espíritu.
– Desde la Braña hasta aquí hay algunos pasos— respondió Nolo con parecido sosiego.– Tuve que bajar de la cabaña un carro de yerba y cenamos tarde… Además, mi madre tampoco hoy quiso dejarme marchar sin el rosario.
– Ha hecho bien. Faltar á las oraciones por divertirse es doble pecado… ¿Y tu madre y tu hermana vendrán mañana?
– Las dos me encargaron para ti muchos recuerdos. Mi hermana quería venir á la misa, pero tiene á su niño un poco enfermo y acaso no podrá. Me ha dado este escapulario para que le hagas el favor de tocarlo á la Virgen.
Demetria tomó el rollito de papel donde venía envuelto y lo guardó en su seno.
Y hablaron del niño enfermo y de la faena de la yerba que había terminado en aquella semana y del ganado del tío Pacho que Demetria conocía como el suyo, y del perro que lo guardaba y que la quería y agasajaba como si fuese de la familia: hablaron de cien menudencias, pero ni una palabra de amor.
Y sin embargo, ¡cuánto se amaban! Su cariño era antiguo. Databa de cuando Demetria, niña de nueve ó diez años, iba con su padre á Peña-Mea. Porque el tío Goro poseía en aquellos campos, no lejos de la Braña, una cabaña con su establo y alrededor un prado cercado. Allí solía llevar parte de sus vacas en los meses de calor: pacían el prado y las yerbas pertenecientes á los pastos comunales del concejo de Laviana: retirábalas al llegar el mes de Octubre. Generalmente solía dejar á su cuidado un criadillo, pero una ó dos veces por semana iba él allá á enterarse de lo que ocurría y llevar provisiones de boca al pastor. En estas excursiones le acompañaba alguna vez Demetria cuando tenía menos años. Ningún placer más grande para la niña que salir con su padre antes que rayase el alba, pasar el día entero jugando sobre aquellas montañas y regresar á la noche cargada de zampoñas, jaulitas para grillos y huevos de buitre. Todas estas cosas y otras más le proporcionaba Nolo, que apacentaba las vacas de su padre cerca de las del tío Goro. El mancebo de diez y seis años y la niña de diez se trabaron con estrecha y cariñosa amistad. Ella gozaba siguiéndole cuando se metía por entre los zarzales en busca de nidos ó cortaba ramas de saúco para hacer flautas ó varitas finas de salguera para fabricar jaulas. Él gozaba viéndola seguir con atención el trabajo de sus manos y aplaudiéndolo con gritos de entusiasmo cuando se hallaba terminado. Sentados el uno al lado del otro sobre el menudo césped de las alturas á la sombra de alguna peña, dejaban pasar las horas en silencio, preocupados exclusivamente del artefacto que Nolo tenía entre manos.
El más alto goce que Demetria experimentaba era cuando el tío Goro se decidía á pernoctar en la cabaña. ¡Un día más! Aquello de dormir vestida entre la yerba, porque allí no tenían camas, y de cocer las judías y sazonarlas y batir los puches ó picar la sopa, causaba á la doncellita una felicidad inexplicable. El tío Goro, viéndola tan feliz, sonreía y se olvidaba de que las judías no tenían sal y los puches estaban medio crudos.
Nolo la preparaba de vez en cuando alguna sorpresa, un mirlo con su jaula, un jilguerito, una pareja de palomas torcaces. Pero lo que le dió más alegría, lo que hizo realmente época en su vida, fué el regalo de un corzo de cría que el zagal había logrado cazar. Al ver á aquel animalito tan lindo, tan tierno y vivo al mismo tiempo, Demetria perdió la chabeta, daba saltos y gritos, le alzaba entre sus brazos, le besaba en el hocico, no podía separarse un punto de él ni tenía ojos para otra cosa. De tal suerte que Nolo, al verse tan pospuesto, no sabía si alegrarse ó arrepentirse de habérselo regalado. Fué gran trabajo para el tío Goro llevarlo hasta Canzana. El animalito no quería ó no podía andar: la niña no bastaba á conducirlo en brazos. Pero cuando estuvo