El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés
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– ¡Qué cambio el de Venturita! Es una joven preciosa.
Por bajo que lo dijo la niña lo oyó. Se puso seria con afectación, hizo un leve mohín de desdén con los labios, y se fué derecha al comedor, ocultando el cosquilleo placentero que aquel requiebro tan espontáneo la había causado.
La mesa estaba puesta: una mesa patriarcal de provincia, abundante, limpia, sin flores ni los demás refinamientos elegantes que la civilización va introduciendo. Y al acercarse a ella, el embarazo de Gonzalo había desaparecido. Parecía que ayer había cenado allí también. Una ráfaga de alegría sopló sobre todos. Cambiáronse palabras y risas. Gonzalo abrazaba a Pablito y le preguntaba por sus caballos. Doña Paula arreglaba la distribución de los cubiertos. Venturita, sentada ya, se atracaba de aceitunas, tirando los huesos a su hermana y haciéndole guiños provocativos, mientras ésta, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, se llevaba el dedo a los labios pidiéndole discreción. Don Rosendo había ido a ponerse la bata y el gorro, sin los cuales le habría hecho daño la cena. Su esposa invitó al joven forastero a sentarse en el puesto vecino al de Cecilia. Pero ésta se había pasado al otro extremo de la mesa, y allí se disponía a sentarse.
– ¿Qué haces, chica? ¿Por qué no vienes a tu sitio?– le preguntó doña Paula con sorpresa.
La joven se levantó sin contestar, ruborizada, y vino a sentarse al lado de su novio.
La clásica sopa de manteca con huevos humeaba ya en el centro de la mesa.
– Mira, haz plato a Gonzalo… Comienza ya a servirle— le dijo después sonriendo bondadosamente, como mujer que profesaba ideas semejantes a las expresadas por San Pablo en su célebre epístola.
Cecilia se apresuró a obedecer, colmando el plato de su futuro. Este poseía ordinariamente un apetito excelente, apropiado a su grande humanidad. Ahora, sobreexcitado por el aire del mar y algunas horas de ayuno, era voraz. Comió sin dejar migaja, sin cortedad alguna, cuanto le ponían delante; y eso que Cecilia, como podrá suponerse, no tenía la mano corta en servirle. Cuando empezaba a comer, Gonzalo perdía la vergüenza. La necesidad apremiante de su organismo giganteo se imponía. En cambio, Cecilia apenas si tocaba en los manjares. Viendo en su plato dos pedacitos de jamón del tamaño de dos avellanas, preguntóle el joven:
– ¿Para quién hace usted ese plato, para el loro?
– No; es para mí.
– ¿Y no tiene usted miedo que se le indigeste?
Era la primera chanza que se autorizaba con su futura. Esta contestó sonriendo:
– Nunca como más.
Doña Paula acercó la boca al oído de Venturita, y le dijo:
– ¿No reparas con qué ceremonia se tratan?
Venturita se lo dijo al oído a Pablo, y éste a su padre. Todos cuatro soltaron a reir, mirando a los novios, mientras éstos, confusos, preguntaban con la vista la razón de aquella súbita alegría.
– Mamá, ¿quieres que les diga de qué nos reímos?
– Díselo.
– Pues bien, señores, pensamos todos que podrían ustedes ir apeándose el tratamiento.
Los futuros esposos bajaron la cabeza sonriendo.
La alegría de los comensales se expresaba ruidosamente, se charlaba, se bromeaba. Pablito asaba a preguntas a su próximo cuñado, acerca de las carreras de caballos, skating-ring, y otros asuntos más o menos transcendentales, relacionados con el sport. Sólo el gozo de Cecilia era concentrado y silencioso. Advertíase en las mejillas teñidas de vivo carmín. De vez en cuando ponía el dorso de la mano sobre ellas para enfriarlas, aunque sin lograrlo. Cuando creía que no la miraban, pasaba largos ratos con los ojos fijos en su novio. Aquel bravo engullir, incesante, signo de vida y de fuerza, la sorprendía y la cautivaba a un mismo tiempo. Contemplábale arrobada, adorando en él al símbolo del poder masculino. Estas largas miradas extáticas no se le escapaban a Venturita, quien hacía muecas a Pablo o a su madre, para que las observasen. Gonzalo pagaba las atenciones de su novia con un «muchas gracias» rápido, sin volver el rostro hacia ella por temor de ruborizarse. Al levantarlo para contestar a Pablo, sus ojos tropezaban siempre con los de Venturita, cuya mirada risueña, y maliciosa le turbaba momentáneamente.
Levantáronse al fin de la mesa y se diseminaron. Don Rosendo y Ventura desaparecieron. Pablo, después de charlar algunos instantes, concluyó por irse también. Quedaron solamente en el comedor doña Paula y los novios. Y todos tres fueron a sentarse en un rincón de la estancia en sillas bajas. Al poco rato no se oía más que un cuchicheo discreto, como si estuviesen confesando. Unidas las tres sillas, adelantando los cuerpos hasta tocarse casi las cabezas, comenzaron a charlar animadamente. Doña Paula abordó al instante la magna cuestión.
– Estamos a veintiocho de abril… De aquí al primero de septiembre no hay más que cuatro meses— dijo, echándoles una larga mirada entre risueña y enternecida.
Si fuese posible que Cecilia se pusiese más colorada, se hubiera puesto. El rostro de Gonzalo se contrajo con una sonrisa sin expresión, y bajó los ojos.
Después de haberlos mirado otro rato, gozándose en su confusión, siguió doña Paula:
– Es necesario ir pensando en el equipo de ropa…
– ¡Mamá, por Dios! Es muy pronto— exclamó la joven avergonzada, mientras el corazón quería salírsele del pecho.
– No es pronto, Cecilia. Tú no sabes el tiempo que aquí echan las bordadoras en cualquier cosa. Un mes ha empleado Nieves para bordar dos escudos a la chica de doña Rosario… Y más pesada que ella todavía es Martina…
– Nieves borda muy bien.
– No, como bordar no hay en la villa quien le ponga el pie delante a Martina… Tiene manos de oro.
– A mí me gustan más los bordados de Nieves.
– Pues si quieres que ella te borde la ropa, por mí…– repuso doña Paula mirando a su hija con una condescendencia maliciosa.
– ¡No digo eso, mamá!– exclamó ésta toda apurada.– Sólo digo que me gusta más el bordado de Nieves que el de Martina.