El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

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El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés

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el alijo de un contrabando, la limpieza del muelle.

      Las mujeres y los muchachos estaban más socorridos de asuntos para saciar el humano afán de novedades: la llegada de un forastero guapo y elegante (gran sensación entre las niñas casaderas), que Fulanito acompañó a Margarita en el paseo por primera vez (¿por lo visto es cosa hecha ya?), que Severino el de la tienda de quincalla deslomó a su mujer de una paliza (¡bien empleado la está por haberse casado con ese burro!…). El traje que Fulanita sacó el día de Nuestra Señora (dicen que vino de Madrid… ¡Qué Madrid, mujer, si yo misma se lo he visto cortar a Martina!). El baile de confianza que se dará el jueves en el Liceo. (No toca baile ese día.– Pagan el gasto los pollos a escote.) Los graves varones que se reunían en el Saloncillo desdeñaban estos temas, aunque de vez en cuando, por excepción, picaban en ellos.

      A algunos, a don Rosendo, a don Mateo, a don Pedro Miranda y al alcalde don Roque, ya Gonzalo les había saludado la noche anterior. Pero estaban allí además Gabino Maza, don Feliciano Gómez, el ingeniero francés M. Delaunay, Alvaro Peña, Marín, don Lorenzo, don Agapito y otros cinco o seis señores, que se levantaron para abrazarle.

      Don Pedro Miranda, de quien ya hemos hecho mención, era un hombre que pasaba bien de los sesenta, bajo de estatura y de color, las mejillas rasuradas, la cabeza monda y lironda, los ojos grandes y apagados, los ademanes tímidos. Era el propietario territorial más rico de la población y el representante genuino de la aristocracia por venir de una antigua familia de terratenientes y no haber en la villa persona titulada que mejor la representase. No daba, sin embargo, importancia a este privilegio. Era hombre afable, modesto, que con todos los vecinos alternaba sin atender a su condición social, extremadamente servicial, siempre que no se tratase de dinero, y poco amigo de imponer su voluntad ni contradecir a nadie. Pero si declinaba enteramente las preeminencias del nacimiento, en cambio era celosísimo de sus derechos de propiedad. Jamás se había conocido ni se conocerá un propietario más propietario que don Pedro Miranda. Las instituciones de derecho vigente, las del derecho antiguo, las universidades, el ejército, la marina, la constitución política y hasta la religión, no tenían razón de ser a sus ojos sino como elementos que de un modo directo o indirecto afianzaban aquellos derechos. La máquina asombrosa del Universo estaba formada para sustentar sus títulos indiscutibles al dominio pleno de los Praducos, caserío situado a media legua de la villa, y al directo que poseía sobre el de las Meanas, con un canon anual de ciento quince ducados. Esta conciencia clarísima de su derecho engendraba, no obstante, por exceso de claridad, algunos conflictos. Venía un colono y le decía:– Señor; Joaquín el martinetero, ha cortado ayer las cañas del nogal que colgaban sobre su huerta.– ¡Pero el nogal era mío!– exclamaba don Pedro enrojecido súbito por la cólera y sorpresa.– Sí, señor… pero como colgaban sobre su huerta…– ¿Cómo se ha atrevido ese pillo a tocar en una cosa que es mía, mía?– Inmediatamente entablaba un interdicto, y como es natural, lo perdía. De estos interdictos había perdido ya algunas docenas en su vida, sin escarmentar jamás.

      Don Roque de la Riva, alcalde constitucional de Sarrió, a quien hemos tenido el honor de comparar, cuando por primera vez le vimos en el teatro, a un cortesano de Luis XV, o a un cochero de casa grande, no se distinguía por la pureza de la dicción; antes era ésta tan atropellada y confusa, que al interlocutor le costaba gran trabajo entenderle. No sabemos si era en la boca o en la garganta o en la región de las fosas nasales, donde el señor de la Riva tenía a bien machacar y atormentar las palabras; lo cierto es que salían casi siempre transformadas en sonidos obscuros, huecos, caóticos, completamente ininteligibles. Particularmente después de comer, se hacía imposible conversar con él. Y esto, no por otra razón, según decían, sino porque don Roque solía encargar a los pilotos amigos un vino del Rivero, tan exquisito, que nadie dejaría de beberlo, aun a riesgo de quedarse mudo. El jefe superior civil de la villa salía todas las tardes de su casa solo, en la apariencia, en realidad gratamente acompañado. Su enorme faz rasurada quería echar la sangre por los poros, concentrándose con preferencia en el lomo gigantesco de su nariz borbónica. Los ojos, con ramos de sangre también, medio velados por no poder sufrir la gran pesadumbre de los párpados, se espaciaban lentamente por todo el ancho de la calle, expresando un grado envidiable de bienestar físico. El paso grave, lento, vacilante, acusaba de igual modo una armonía perfecta entre sus facultades psíquicas y corporales. No le faltaba a don Roque para alcanzar la bienaventuranza más que tropezar con un alguacil, o barrendero, o sereno, o picapedrero, con cualquier empleado, en fin, del municipio. Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantaban repentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de la presa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, o trataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno.

      – ¡Juan, Juaan, Juaaaan!

      La víctima acudía bajando la cabeza.

      – ¿Has llevado el oficio a don Lorenzo?

      – Sí, señor.

      – ¿Has dicho al secretario que dejase apartado el expediente del cementerio?

      – Sí, señor.

      – ¿Has llevado las cédulas al pedáneo de San Martín?

      – Sí, señor.

      – ¿Has ido a avisar a don Manuel que quite los escombros que tiene delante de su casa?

      En fin, iba preguntando, hasta que el pobre alguacil contestaba negativamente.

      Entonces, la voz de sochantre del alcalde se dejaba oir en toda la calle, y aun en los confines de la villa. Sus ojos se inyectaban, y su rostro apoplético llegaba a ponerse morado. Imposible entender lo que decía, si no eran los ajos con que salpicaba el discurso, y aun éstos los ahuecaba de tal modo, que sólo la jota se percibía con claridad. La reprensión nunca duraba menos de quince o veinte minutos, el tiempo indispensable para desalojar la inmensa cantidad de ajos que se le habían acumulado en el cuerpo desde la noche anterior. Así como hay personas que por la mañana se meten los dedos en la boca para provocar la bilis, don Roque necesitaba indefectiblemente este desahogo para quedar a gusto. No se le había oído jamás otra interjección, pero, en cambio, de ésta poseía tal abundancia, que no le bastaba poner una a cada palabra; a veces ponía dos o tres.

      Los tenderos salían a la puerta a escucharle, pero sonriendo, sin sorpresa alguna, como acostumbrados de antiguo a este espectáculo.

      – Don Roque hoy ha tirado de firme a los vencejos— le decía uno a otro en voz alta.

      – Mira qué caso le hace Juan.

      En efecto, el alguacil a cada vuelta en redondo que daba el alcalde, se llevaba el dedo pulgar a la boca y hacía la seña de empinar.

      Don Roque prefería encontrar a un barrendero o picapedrero en el ejercicio de sus funciones. Se acercaba a él cautelosamente por detrás, y le hincaba sus dedazos en el cuello.

      – ¡…ajo! so tuno, ¿qué modo de barrer es ése? ¿Te parece ¡…ajo! que yo te pago para que me dejes la mitad de la porquería entre las piedras? ¡…ajo! ¿Es esto gratitud? ¡…ajo! ¿Es esto vergüenza? ¡…ajo!

      A veces él mismo en el entusiasmo del discurso empuñaba la escoba y se ponía a dar al barrendero una lección de su oficio. Los tenderos, los pocos transeuntes que cruzaban por la calle y alguna señora que se asomaba al balcón con el ruido, soltaban a reir alegremente. El barrendero mismo, a pesar de su crítica situación, no podía reprimir una sonrisa viendo a aquel energúmeno con la levita remangada dando furiosos y desconcertados limpiones al suelo.

      – ¡Así se barre!… ¡…ajo! (Golpe terrible de escoba.) ¡Así se barre!… ¡…ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!… ¡…ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!… ¡…ajo!

      Hasta

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