El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

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El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés

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Esto es bueno, pero aquello es mejor… La muchacha es de buena familia… Don Rosendo está rico… Vas bien, vas bien, mi queridín… Pero oye, ¿por qué no te casas con la pequeña, con Venturita, que es más guapa? Yo no digo que la primera sea fea; pero no hay duda que la segunda es más linda; un botón de rosa. ¡Qué ojos tan pícaros! ¡qué pelo! ¡qué dentadura! ¡qué garbo! En fin, si estás comprometido con la otra no digo nada… ¡Pero lo que es como guapa!… Y la familia, la misma…

      Estas palabras hicieron una impresión extraña en Gonzalo. El pensamiento así expresado era la fórmula brutal, pero exacta y precisa de su vago imaginar, de cierto desasosiego que le había quedado desde la noche anterior. Efectivamente, ¡qué ojos tan hermosos, tan cándidos y maliciosos a la vez! ¡Qué cutis de alabastro! ¡Qué labios, qué dientes, qué dorada madeja de cabellos! Cecilia, la pobre, estaba aún más delgada que cuando se había ido y más desgarbada. ¿Cómo le había gustado aquella chica? Gonzalo se confesó con sencillez que gustar… lo que se llama gustar de veras… como ahora Venturita, por ejemplo, nunca le había gustado. ¿Entonces por qué?… ¡Vaya usted a saber lo que son estas cuestiones! Era un niño, no hablaba con señoritas. La amabilidad de aquélla le impresionó… Luego cierta vanidad de tener novia… Después la distancia que agranda y mejora los objetos… En fin, todo se había combinado para ligarle a aquella muchacha… ¡Pero si él hubiera visto antes a Venturita!… Más valía no pensar en ello. El asunto estaba ya demasiado adelantado para volverse atrás.

      Contra su costumbre, quedóse un buen cuarto de hora pensativo mirando rodar las bolas de marfil sin verlas. Don Feliciano se había ido. Al fin su robusto temperamento sanguíneo se sobrepuso a aquellas nerviosidades insanas que pretendían turbarle. Alzóse del asiento. Los rasgos de su fisonomía, contraídos momentáneamente, se dilataron, y se esparció, por ella la sonrisa serena que la caracterizaba. Al mismo tiempo se encogió de hombros con un supremo desdén. Con aquel gesto parecía decir:– «Me caso con la más fea de las chicas de Belinchón… bueno, ¿y qué? De todos modos, sea con una o con otra, ¡aunque no me case con ninguna! yo he de ser feliz. No necesito que la felicidad me venga de fuera. La llevo dentro de mí, en este humor de ángel que Dios me dió, en el dinero que mis padres me dejaron, en esta salud inconcebible, en esta fuerza de toro…»

      Cuando entró de nuevo en el Saloncillo, grandemente perturbados halló a sus cotidianos tertulios con la nueva que acababa de traer Severino el de la tienda de quincalla:– «¿No saben ustedes lo que pasa, señores?»– Todos se levantan y le cercan. El comerciante habla visiblemente conmovido.– Esta noche han robado y asesinado a don Laureano.– ¿Qué don Laureano, el de la quinta?– Sí, el de las Aceñas… Dicen que a las dos y media, poco más o menos, entraron nueve hombres enmascarados en su casa, molieron a palos al criado, amarraron a la señora y a la criada y a don Laureano lo degollaron… Antes creo que le hicieron sufrir mucho para obligarle a soltar el dinero… El buen señor no tenía más que doce mil reales, y ellos empeñados en que había gato escondido… Le amarraron por aquí, salva sea la parte, y tira que tira para hacerle cantar…

      Un estremecimiento de horror agitó a los notables de Sarrió. Quedáronse pálidos como si se les hubiese aparejado ya a todos aquel espantoso tormento. La quinta de las Aceñas estaba a una legua de la villa, en la soledad de un bosque de pinos; pero nadie tuvo esto en cuenta. Veíanse ya asaltados en sus casas de la Rúa Nueva o de Caborana y asesinados crudelísimamente. ¡Sobre todo aquellos tirones! ¡Santo Cristo, qué atrocidad!

      Pasados los primeros momentos de sorpresa, comenzaron los comentarios en voz baja. Los ladrones no serían de muy lejos. Sin embargo, no se recordaba que en Sarrió ni en sus alrededores hubiera pasado jamás una cosa semejante. Marín afirmó que hacía ya días que veía algunos hombres sospechosos de noche. Esta noticia produjo en los circunstantes un saludable terror que no llegó a manifestarse. Todos se propusieron no salir de casa por la noche, sin comunicarse, no obstante, tan acertada resolución. El alcalde manifestó que, en su opinión, los ladrones debían de haber venido de Castilla.– ¿De Castilla?– Sí, señor, de Castilla… Oí contar a mi padre (que en gloria esté), que el año de cinco se presentaron diez y siete hombres a caballo y armados en Sariego, rodearon el pueblo y robaron a don José María Herrero sesenta mil duros que tenía escondidos debajo de uno de los ladrillos del hogar.

      En cualquiera otra ocasión, los tertulios habrían observado que el que hubiera acaecido tal suceso en Sariego el año de cinco, no implicaba necesariamente que sucediese lo mismo en las Aceñas el año de sesenta. Pero ahora nadie se atrevió a contradecir la aventurada proposición. Y siguieron cementando en voz baja el suceso, y parecían estar todos de acuerdo en las opiniones más extravagantes y contradictorias. Mas como no se había dado jamás el caso de que Gabino Maza asintiese por más de diez minutos a lo que en su presencia se hablase, tomó pretexto de una sencillísima indicación, hecha por don Feliciano Gómez, con la perfecta naturalidad y modestia que caracterizaban los discursos de este distinguido comerciante, para caer sobre él de un modo tan violento como injustificado.

      – ¡Ya me extrañaba que no soltases alguna coz! ¿Para qué quieres que se registren las casas de los vecinos? Te figuras que te vas a encontrar allí muy apiladito el dinero de don Laureano.

      – Si no se halla el dinero, se hallará algún indicio…

      – ¿De qué, cabeza de chorlito, de qué?

      Armóse la disputa consabida. Se chilló, se alborotó lo indecible. Al fin, nadie pudo entenderse, como siempre. Las voces se oían perfectamente en toda la plazoleta de la Marina; pero los transeuntes estaban acostumbrados, y no se paraban a escucharlas.

      V.

      ¡¡¡ladrones!!!

      Y desde entonces los notables de Sarrió, no pusieron el pie en la calle de noche, como discretamente se lo habían propuesto. La tertulia del Saloncillo de última hora, la de la tienda de Graells, la de la Morana misma, quedaron abandonadas. Los cuatro o seis herreros establecidos en la villa no daban ni podían dar cumplimiento a los numerosos pedidos de cerraduras, pasadores, trancas de hierro y llaves maestras que de todas las casas les hacían. Los ladrones de las Aceñas no habían sido habidos. Todos preveían, con más o menos fundamento, que andaban rondando la población para caer, sobre ella a saco en un plazo perentorio.

      No obstante, como el hombre se habitúa a todo, hasta a la enfermedad, hasta a las conferencias del Ateneo, los vecinos de Sarrió, al cabo de algunos días se habituaron al peligro. Comenzaron a salir de sus casas, cerrada ya la noche, si bien con las debidas precauciones. El primero que se aventuró fué Marín. Siendo inútiles todos los esfuerzos que doña Brígida hizo para que se durmiese a una hora racional, le arrojó de casa sin conmiseración. Don Jaime pidió permiso para sacar debajo de la talma azul gendarme que usaba por las noches, un viejo fusil de chispa que había en el desván. La magnánima señora se lo otorgó a condición de llevarlo descargado. Salió después Alvaro Peña. Como autoridad militar hasta cierto punto y hombre que gozaba fama de enérgico, estaba obligado a mostrar valor en aquellas críticas circunstancias: llevaba dos pistolas de arzón en los bolsillos, y bastón de estoque. El alcalde don Roque, que desde tiempo inmemorial venía asistiendo a la tienda de la Morana en compañía de don Segis el capellán de las monjas Agustinas y don Benigno el coadjutor de la parroquia, y se bebía en el transcurso de la noche, de cuatro a ocho vasos de vino de Rueda, según las circunstancias, no pudo sufrir el hogar doméstico más de tres días y salió también a la calle. Le acompañaba el octogenario alguacil Marcones con tercerola y sable. El iba armado de revólver y estoque.

      Después, y sucesivamente, fueron saliendo y diseminándose por las tertulias nocturnas don Melchor, Gabino Maza, don Pedro Miranda, Delaunay, don Mateo, y todos los demás. Los indianos tardaron más tiempo. Lo mismo la tienda de Graells que la de la Morana y el Saloncillo, se transformaban al llegar la noche en verdaderos arsenales. Cada uno de los que iban llegando dejaba arrimadas a la pared sus armas y pertrechos

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