El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés
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Se habían tomado algunas medidas acertadísimas; de gran utilidad. Hasta las doce de la noche los serenos tenían orden de no apagar ningún farol. A aquéllos se les había provisto de nuevos pitos infinitamente más sonoros que los antiguos. Además tenían prevención para vigilar a cualquier persona desconocida que transitase por las calles. Entre los vecinos se había convenido juiciosamente no dejar la acera a nadie desde las diez en adelante como no fuese a un amigo. Sabida es de todos la enorme influencia que tiene en la criminalidad esta costumbre de dejar la acera. Con tal motivo, encontrándose una noche en la calle de San Florencio don Pedro Miranda y don Feliciano Gómez, ambos embozados en sus carriks, con los estoques desenvainados, prevenidos para cualquier evento, don Feliciano le gritó a don Pedro desde lejos:
– ¡Eh, amigo, al arroyo!
– Phs, phs; sepárese usted— contesta don Pedro.
– Quien debe apartarse es usted— replica el comerciante.– ¡Al arroyo, al arroyo!
– Phs, phs, haga usted el favor de dejar franco el paso— responde el señor Miranda.
Ninguno de los dos se movía de su sitio. Habíanse desembozado y mostraban ya la punta aguzada de sus floretes.
– Tenga usted la bondad…
– Haga usted el obsequio…
¿Quién sabe la horrible tragedia que hubiera acaecido en Sarrió, si al cabo de un rato bastante largo de hallarse estos varones así detenidos en su camino, no se hubiesen reconocido?
– ¿Sería usted tal vez don Feliciano?…
– ¿Sería usted don Pedro?
– ¡Don Feliciano!
– ¡Don Pedro!
Y se acercaron corriendo y se estrecharon las manos con efusión.
– ¡Qué suerte ha tenido usted en que le hubiese reconocido, don Feliciano!– exclamó el señor Miranda mostrando su ancho estoque de hierro con puño de hueso.
– ¡Pues la de usted no ha sido pequeña, don Pedro!– contesta el comerciante esgrimiendo en el aire una hoja fina y pavonada de Toledo.
Para entrar en la tienda de la Morana era preciso bajar dos escalones. La tienda era una confitería, aunque no lo pareciese; la única confitería que había entonces en Sarrió. Hoy, si no me engaño, cuenta ya con tres. Y digo que no lo parecía, porque se vendían cirios de iglesia, pies y manos y cabezas y troncos de cera para ofertas. Estos objetos poco a poco habían ido llenando todo su ámbito, pasando de comercio suplementario a principal, en virtud de lo nada golosos que eran los vecinos de aquella villa. Y éste es uno de los rasgos característicos que reclamo para ella. En España es muy general que los habitantes de las villas y ciudades pequeñas sean dados con pasión a los confites. No gozando de los placeres de toda laya con que brindan las grandes capitales, la sensualidad se escapa por ahí.
Acaso se arguya que en Sarrió las monjas Agustinas también fabricaban dulces; pero debemos advertir que esta fabricación estaba limitada exclusivamente al rallado de ciruela, membrillo, pera y albaricoque, alguna que otra tarta de almendra y borraja, y un dulce especialísimo parecido a las escamas de los peces llamado flor de azahar. No hay que dudarlo; en Sarrió había pocos golosos. Después de todo, esta virtud rara en las villas de lo interior, no lo es tanto en las poblaciones marítimas menos sometidas, como es sabido, a la influencia clerical. Porque según la observación que puede hacerse viajando por los pueblos de lo interior de España, allí se comen más dulces donde el culto y las prácticas de la religión absorben más parte de la vida, y la mayor energía del sentimiento religioso se traduce en novenas, rosarios cantados, cofradías y canónigos. Lo cual demuestra que debe de existir cierta misteriosa afinidad entre el misticismo y la confitería.
Esta se hallaba representada en la tienda de la Morana por dos armarios de pino pintado de azul con puertas de cristales, situados a entrambos lados del mostrador. En estos armarios se guardaba una razonable cantidad de caramelos, rosquillas bañadas, suspiros, magdalenas, almendrados, y sobre todo, las alabadas crucetas y famosísimas tabletas cuyo renombre habrá alcanzado seguramente los oídos de nuestros lectores. Todo de la más remota antigüedad. Las tabletas, cuya mágica composición nunca hemos podido averiguar, tenían un atractivo irresistible, basado, ¡caso extraño! en su extraordinaria dureza. A la edad en que se comían las tabletas de la Morana lo importante no era que los dulces fuesen delicados, sabrosos, exquisitos, sino que durasen mucho. Para lograr que los dientes se hincasen en ellas, era forzoso impregnarlas previamente de una cantidad fabulosa de saliva. Una vez hincados en su pasta pegajosa en alto grado, el separarlos de nuevo llegaba a constituir un verdadero problema. Permítaseme dedicar un delicado recuerdo de simpatía y reconocimiento a estas tabletas que desde los cuatro hasta los ocho años van unidas a los momentos más dichosos de mi existencia. A su azucarado influjo quizá deba el autor de este libro la flor de optimismo, que, al decir de los críticos, resplandece en sus obras.
La Morana, hija y heredera de otra Morana que ya había muerto, era una mujer de cuarenta años, pálida, con parches de gutapercha en las sienes para los dolores de cabeza. Estaba casada con un Juan Crisóstomo, que al decir de don Segis, el capellán, no era de los Crisóstomos. Sin embargo, cuando administraba alguna paliza a su mujer, solía mostrar cierta erudición poco común.
– «Yo que amaba a esta mujer— exclamaba con enternecimiento, arrimando el garrote a la pared.– ¡Yo que amaba a esta mujer como esposa y no como sierva, según manda el apóstol San Pablo!… ¿Tú has leído al apóstol San Pablo?… ¡Qué habías de leer tú, gran vaca!…»
El vino era muy bueno, casi puede decirse que era lo único bueno en este establecimiento, y eso que no paraba mucho en la bodega. Don Roque, don Segis, don Benigno, don Juan el Salado y el señor Anselmo el ebanista, se encargaban a plazo fijo de hacerlo pasar a la suya. Era un vino blanco, fuerte, superior, que se subía a la cabeza con facilidad asombrosa. Los tertulios de la tienda, todas las noches, entre once y doce, salían dando tumbos para sus casas; pero silenciosos, graves, sin dar jamás el menor escándalo. Solían salir los cinco cogidos del brazo, apoyándose los unos en los otros. Al llegar a las tapias de la huerta del convento de las Agustinas, orinaban. Después proseguían su camino sin decirse una palabra, aunque bufando y soplando mucho. El instinto, que nunca les abandonaba por completo, les sugería esta prudente conducta. Comprendían que si hablaban poco o mucho, podían enredarse en alguna disputa. De ahí las voces y el escándalo consiguiente… Nada, nada, lo mejor era no chistar. Al llegar a sus casas se soltaban murmurando con torpe lengua «buenas noches». El último era don Roque por vivir más lejos que ninguno.
De este modo serio, modesto, patriarcal, se emborachaban aquellos venerables ancianos todas las noches del año. Dos de ellos, don Juan el Salado, escribiente del Ayuntamiento, y don Segis, experimentaban ya las consecuencias de aquella vida. El Salado tenía una nariz que daba miedo verla: el día menos pensado se le caía sobre el libro de actas. Don Segis había padecido un ataque apoplético, de resultas del cual arrastraba la pierna derecha cual si llevase en ella un peso de seis arrobas. Verdad que el insaciable capellán no se contentaba con los cuarterones de vino de la confitería. Por cada uno que se tragaba era preciso que la Morana le sirviese una copa de ginebra, la cual vertía cuidadosamente en un frasco que llevaba al efecto en el bolsillo. Si eran seis cuarterones, seis copas; si ocho, ocho. Toda esta ginebra pasaba delicadamente a su estómago en pequeños sorbos después que se había metido en la cama. «¿Pero don Segis, cómo se