El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés страница 19

El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés

Скачать книгу

conversaciones de la tienda de la Morana eran menos interesantes y movidas que las del Saloncillo. A los viejos tertulianos les interesaban ya poquísimas cosas en el mundo. Los asuntos más graves de la villa, los que promovían tempestades en el Saloncillo, se trataban, o por mejor decir, se tocaban ligeramente sin apasionamiento alguno. Que los González habían despedido al capitán de la Carmen y nombrado en su lugar un andaluz.

      – Cuando los González lo han hecho— afirmaba uno lenta y sordamente,– sus razones tendrían.

      – Es verdad— contestaba otro al cabo de un rato, llevándose el vaso a los labios.

      – Ripalda parecía un buen sujeto— afirmaba un tercero, después de cinco minutos, dejando el vaso sobre el mostrador y eructando.

      – Sí lo parecía— replicaba otro gravemente.

      Transcurrían diez minutos de meditación. Los tertulios daban algunos cariñosos besos al vaso, que parecía de topacio. Don Roque rompe el silencio:

      – De todos modos, no hay duda que don Antonio le abrasó.

      – Le abrasó— dice don Juan el Salado.

      – Le abrasó— confirma don Benigno.

      – Le abrasó— corrobora el señor Anselmo.

      – Le abrasó completamente— resume, por fin, don Segis lúgubremente.

      Lo que alteraba los ánimos una que otra vez, era la cuestión de pichones. El señor Anselmo y don Benigno alimentaban pasión inextinguible por estos animalitos. Cada cual tenía su palomar, sus castas, sus procedimientos de cría, y sobre tales extremos se enredaban a menudo en largas y vivas discusiones. Los demás escuchaban gravemente sin atreverse a decidir, subiendo y bajando el vaso del mostrador a los labios con religioso silencio. El crimen de las Aceñas les disgustó, pero no causó en ellos la profunda desazón que en el resto del vecindario. Al cabo de cinco o seis días tornaron a sus patriarcales costumbres. Y era tal su valor, que la mayor parte de las noches dejaban olvidadas las armas en la tienda.

      Serían las doce por filo de una, en que don Roque había rebasado con tres cuarterones más la tasa de seis que ordinariamente se imponía, cuando las cinco columnas de la confitería de la Morana salieron en apretada cadena hacia sus domicilios. Cerraba la marcha Marcones, con el fusil al hombro. El primero que se soltó fué don Segis, que vivía en una casita de dos balcones, pegada al convento de las Agustinas. Después fué don Juan el Salado. Después el coadjutor. Por último, el señor Anselmo, sacando la enorme llave lustrosa que le servía de batuta cuando dirigía la orquesta, abrió el taller donde dormía.

      Quedó el alcalde solo con la fuerza de su mando. Dijo algo; pero la fuerza no le entendió. Comenzaron a caminar hacia casa, que ya no estaba lejos. Mas antes de llegar a ella, don Roque, que soplaba y bufaba como una ballena, e imitaba en lo posible la marcha jadeante y arremolinada de este cetáceo, se paró de repente, y pronunció en alta voz un largo discurso, del cual no entendió Marcones más que la palabra ladrones, repetida bastantes veces. Miró el alguacil con sobresalto a todas partes por ver si veía alguno, preparando el fusil al mismo tiempo; pero nada observó que le hiciese sospechar la presencia de los forajidos. Tornó don Roque a usar de la palabra, si tal nombre merecía la regurgitación intermitente de una porción de sonidos extraños, bárbaros, lamentables, que infundían tristeza y horror al mismo tiempo, y Marcones pudo colegir entonces que su jefe deseaba que hiciesen una batida por la villa, en busca de los criminales de las Aceñas.

      Marcones meditó que la fuerza era escasa y mal prevenida para aquella empresa; pero la disciplina no le permitió hacer objeciones. Además, nació en su pecho la esperanza de que los asesinos fuesen poco aficionados a tomar el fresco a tales horas. Y después de haber examinado cuidadosamente las armas, emprendieron una marcha peligrosa al través de todas las calles y callejas de la villa. En honor de la verdad, hay que advertir que don Roque marchaba delante como cumple a un valeroso caudillo, con su revólver en la mano izquierda y el bastón de estoque en la derecha, exponiendo el primero su noble pecho al plomo enemigo. Marcones, agobiado bajo el peso del fusil y de los ochenta y dos años que tenía marchaba detrás a una distancia de seis pasos próximamente.

      La noche era de luna, pero negros y grandes nubarrones la ocultaban a menudo por largo rato. Y entonces la escasa claridad de los faroles de aceite que ardían en las esquinas de las calles no bastaba a deshacer las sombras que se amontonaban hacia el medio de ellas. Sarrió consta de cinco principales, a saber: la Rúa Nueva, que desemboca en el muelle; la de Caborana, la de San Florencio, la de la Herrería y la de Atrás. Estas calles son largas, bastante anchas y paralelas entre sí. Los edificios en general son bajos y pobres. Otras calles secundarias, en número considerable, las cruzan y las comunican. Además, en las afueras le salen algunos rabos a la villa, donde han edificado suntuosas casas los indianos. Son lo que pudiera llamarse el ensanche de la población.

      Al llegar la columna caminando por la calle de Atrás, cerca de la de Santa Brígida, oyó gritos y lamentos que la obligó a hacer alto.

      – ¿Qué es eso, Marcones?– preguntó el alcalde.

      El anciano alguacil se encogió de hombros filosóficamente.

      – Nada, señor; será en casa de Patina Santa.

      – ¿Y cómo se atreven esas pendangas?… Vamos allá, Marcones, vamos acto continuo.

      «Acto continuo» era una frase de la que usaba y abusaba don Roque. Simbolizaba para él la energía, la decisión, la rapidez de la autoridad para remediar todos los daños.

      Patina Santa era el gran sacerdote de uno de los dos templos del placer que existían en Sarrió. De vez en cuando salía por las aldeas comarcanas y traía las sacerdotisas que le hacían falta, que nunca pasaban de cuatro. No había más gabinetes, y eso que dormían de dos en dos. Vestían el mismo refajo de bayeta verde o encarnada, el mismo justillo sin ballenas, la misma camisa de lienzo gordo, el mismo pañuelo de percal que cuando triscaban allá por los prados y los montes con los vaqueros vecinos. Patina Santa, como únicos símbolos del nuevo y elevado destino a que la suerte les había llamado, colgaba de sus orejas pendientes de perlas y aprisionaba sus pies con zapatos descotados de sarga, los cuales eran bienes adheridos a la casa y servían para todas las que iban llegando. Más adelante Patina, haciéndose cargo de que el mundo marcha y que las leyes del progreso son indeclinables, tuvo la audacia de introducir en su templo los polvos de arroz. Después compró unos medallones de doublé para colgar al cuello con un terciopelito negro. Verdad que a todas estas reformas le estimulaba la competencia desastrosa que le hacía Poca Ropa, el cual tenía su instituto en la calle del Reloj, al otro extremo de la villa.

      – ¿Qué escándalo es éste?– gritó don Roque con voz estentórea acercándose a la inmunda casucha.

      Tres o cuatro muchachos que había en la calle huyeron como pajarillos a la vista del gavilán. Pero quedaban las palomas. Dos de ellas estaban a la puerta en camisa, las otras dos asomadas a las ventanas en el mismo traje. Las de la puerta quisieron retirarse a la vista del alcalde, pero éste las agarró con sus manazas.

      – ¿Qué escándalo es éste,…ajo?– repitió.

      – Señor alcalde, nos han dado dos piezas falsas…– dijo una de ellas.

      – No estáis vosotras malas piezas… ¡A la cárcel!

      – ¡Pero, señor alcalde!

      – ¡A la cárcel,…ajo, a la cárcel!– rugió don Roque.– Y vosotras lo mismo. Todo el mundo abajo. ¿Dónde está ese maricón

Скачать книгу