El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

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El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés

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más remedio que bajar, y Patina lo mismo, todos en camisa, porque don Roque no admitió término dilatorio. No se oían más que gemidos y lamentos, y por encima de ellos la voz horripilante del alcalde, repitiendo sin cesar:

      – ¡A la cárcel…ajo! ¡A la cárcel…ajo!

      Las infelices pedían por Dios y por la Virgen que las dejasen vestirse; pero el alcalde, con la faz arrebatada por la cólera y los ojos inyectados, cada vez gritaba con más fuerza, aturdiéndose con su propia voz:

      – ¡A la cárcel…ajo!.,¡A la cárcel…ajo!

      Y no hubo otro remedio. El sereno, que se había acercado al escuchar los primeros ajos, las condujo en aquella disposición a la cárcel municipal, en compañía de su digno jefe, mientras los vecinos, entre risueños y compasivos, contemplaban la escena por detrás de los cristales de sus ventanas.

      La autoridad de don Roque cerró por sí misma la puerta del palomar, y puso la llave «acto continuo», bajo la custodia de Marcones. Después continuaron su marcha peligrosa.

      No habían caminado mucho espacio, cuando en una de las calles más estrechas y lóbregas, acertaron a ver el bulto de una persona que se acercaba cautelosamente a la puerta de una casa y trataba de abrirla.

      – ¡Alto!– murmuró don Roque al oído de su subordinado.– Ya hemos tropezado con uno de los ladrones.

      El alguacil no entendió más que la última palabra. Fué bastante para que se le cayese el fusil de las manos.

      – No tiembles, Marcones, que por ahora no es más que uno— dijo el alcalde cogiéndole por el brazo.

      Si el venerable Marcones tuviese en aquel momento cabales sus facultades de observación, hubiese advertido acaso en la mano de la autoridad cierta tendencia muy determinada al movimiento convulsivo.

      El ladrón, al sentir los pasos de la patrulla, volvió la cabeza con sobresalto y permaneció inmóvil con la ganzúa en la mano. Don Roque y Marcones también se estuvieron quietos. La luna, filtrándose con trabajo por una nube, comenzó a alumbrar aquella fatídica escena.

      – Phs, phs, amigo— dijo el alcalde al cabo de un rato, sin avanzar un paso.

      Oir el ladrón este amical llamamiento de la autoridad y emprender la fuga, fué todo uno.

      – ¡A él, Marcones! ¡Fuego!– gritó don Roque, dándose a correr con denuedo en pos del criminal.

      Marcenes quiso obedecer la orden de su jefe, pero no le fué posible; el martillo cayó sobre el pistón sin hacer estallar el fulminante. Entonces, con decisión marcial, arrojó el arma que no le servía de nada, sacó el sable de la vaina de cuero e hizo esfuerzos supremos por alcanzar al alcalde, que con valor temerario se le había adelantado lo menos veinte pasos en la persecución del ladrón.

      Este había desaparecido por la esquina de una calle.

      Pero al llegar a ella la columna pudo verle tratando de ganar la otra.

      ¡Pum!

      Don Roque disparó su revólver, gritando al mismo tiempo:

      – ¡Date, ladrón!

      Tornó a desaparecer: tornaron a verle al llegar a la calle de la Misericordia.

      ¡Pum! Otro tiro de don Roque.

      – ¡Date, ladrón!

      Pero el forajido, sin duda como recurso supremo, y para evitar que algún sereno le detuviese, comenzó a gritar también:

      – ¡Ladrones, ladrones!

      Se oyó el silbido agudo y prolongado del pito de un sereno, después, otro, después otro…

      La calle de San Florencio estaba bien iluminada, y pudo verse claramente al criminal deslizarse con rapidez asombrosa buscando en vano la sombra de las casas.

      ¡Pum, pum!

      – ¡Date, ladrón!

      – ¡Ladrones!– contestó el bandido sin dejar de correr.

      Dos serenos se habían agregado a la columna, y corrían blandiendo los chuzos al lado del alcalde.

      El criminal quería a todo trance ganar la Rúa Nueva con objeto tal vez de introducirse en el muelle y esconderse en algún barco o arrojarse al agua. Mas antes de llegar a ella tropezó y dió con su cuerpo en el suelo. Gracias a este accidente la patrulla le ganó considerable distancia; anduvo cerca de alcanzarle. Pero antes que esto sucediese, el forajido, alzándose con extremada presteza, huyó más ligero que el viento. Don Roque disparó los dos últimos tiros de su revólver, gritando siempre:

      – ¡Date, ladrón!

      Desapareció por la esquina de la Rúa Nueva. Al desembocar en ella el alcalde y su fuerza cerca de la plaza de la Marina, no vieron rastro de criminal por ninguna parte. Siguieron vacilantes hasta llegar a dicha plaza. Allí se detuvieron sin saber qué partido tomar.

      – Al muelle, al muelle; allí debe de estar— dijo un sereno.

      Y ya se disponían todos a emprender la marcha, cuando se abrió con estrépito el balcón de una de las casas, apareció un hombre en calzoncillos, y se oyeron estas palabras, que resonaron profundamente en el silencio de la noche:

      – ¡El ladrón acaba de entrar en el café de la Marina!

      El que las pronunciaba era don Feliciano Gómez. La patrulla, al escucharlas, se precipitó hacia la puerta del café, y entró por ella tumultuosamente. El salón estaba desierto. Allá en el fondo, al lado del mostrador, se vela a tres o cuatro mozos con su delantal blanco, rodeando a un hombre que estaba tirado más que sentado sobre una silla. El alcalde, el alguacil, los serenos cayeron sobre él, poniéndole al pecho los chuzos, el estoque y el sable. Y a un tiempo gritaron todos:

      – ¡Date, ladrón!

      El criminal levantó hacia ellos su faz despavorida, más pálida que la cera.

      – ¡Ay, re… si es don Jaime, así me salve Dios!– exclamó un sereno bajando el chuzo.

      Todos los demás hicieron lo mismo, mudos de sorpresa. Porque, en efecto, el forajido que habían perseguido a tiros, no era otro que Marín sorprendido infraganti, en el momento de abrir la puerta de su casa.

      Hubo que llevarle a ella en hombros, y sangrarle. Al día siguiente, don Roque se presentó a pedirle perdón, y lo obtuvo. Doña Brígida, su inflexible esposa, no quiso concedérselo, sin haberle soltado antes una buena rociada de adjetivos resquemantes, entre otros el de borracho. Don Roque sufrió con resignación el desacato, y no hizo nada de más.

      VI.

      que trata del equipo de cecilia

      En la morada de los Belinchón habían comenzado los preparativos de boda. Primero, con mucha reserva, doña Paula hizo venir a Nieves la bordadora, y celebró con ella una larga conferencia a puertas cerradas. Después se pidieron muestras a Madrid. Pocos días más tarde, aquella señora, acompañada de Cecilia y Pablito, hizo un viaje a la capital de la provincia, en el familiar de la casa. La fisgona de doña Petra, hermana de don Feliciano Gómez, que pasaba por la Rúa Nueva al tiempo de apearse doña Paula y sus hijos, pudo

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