El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

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El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés

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vehementes sospechas de que las costureras se reían de él, y esto le tenía sobresaltado y en brasas. Cuando le parecía llegado el momento oportuno, o porque observase síntomas de cansancio en Pablo o por cualquier otra circunstancia que no está a nuestro alcance, se levantaba del asiento y hacía una seña con la mano a su amigo silbando al mismo tiempo. Y esto porque se entendían mucho mejor con silbidos que con palabras. Ambos sentían aversión por el sonido articulado, sobre todo Piscis, y escatimaban su empleo. Mas a Pablito lo mismo le daban ya pitos que flautas.

      – Hombre, Piscis… ¡tengo una pereza!… ¿Quieres hacerme el favor de ir a la cuadra y decirle a Pepe que le dé otra untura de aceite al Romero?

      – Yo se la daré— respondía con semblante fosco Piscis.

      – Bueno, Piscis, muchas gracias… Adiós… No dejes de venir mañana, ¿eh?… Puede que salga a caballo.

      Decía esto con gran dulzura y amabilidad, para desagraviarle. Piscis mascullaba unas «buenas tardes» sin volverse hacia los circunstantes, y salía con los ojos torcidos, más feo y endemoniado que nunca. Al día siguiente lo mismo. A pesar de la veneración que Pablito le inspiraba Piscis llegó a presumir que le gustaba una de las costureras. ¿Cuál? Su perspicacia no llegaba a resolverlo.

      Comenzaron de nuevo su cántico las jóvenes, pero al llegar a aquello de

      Sólo tú, mujer divina,

      rezarás una plegaria

      en mi tumba solitaria, etc.

      Pablito soltó otro berrido estridente y atronador. Vuelta a la risa. Venturita se puso seria.

      – Mira, Pablo, si has de seguir haciendo payasadas, más vale que te vayas con Piscis.

      A su vez Pablito se pone fosco.

      – Me iré cuando se me antoje. ¡Siempre has de ser tú la que todo lo eche a perder!

      Quería decir con esto el joven Belinchón, que sólo su hermana Ventura se empeñaba en desconocer el ingenio con que el cielo le había dotado. Y así era la verdad. Todas las demás reían alborozadas, como si en vez de un berrido acabasen de escuchar un pasaje de Rabelais. Doña Paula, que sentía por su hijo primogénito admiración idolátrica, y al mismo tiempo guardaba cierto rencor a su hija por sus contestaciones, aunque se hallase grandemente pagada de su hermosura, vino en ayuda de aquél.

      – Tiene razón Pablo. ¡Siempre has de aguar todas las fiestas!… ¡Jesús qué criatura!… Lo que es el hombre que te lleve, algún pecado gordo tiene que purgar.

      En aquel momento apareció en la puerta de la estancia Gonzalo, quien se dobló como un arco para dar la mano a su futura suegra, a Ventura y a Cecilia. Esta se puso seria. Sin volver hacia ellas la cabeza, advertía que todas las costureras la miraban con el rabillo del ojo. Veía con el pensamiento el esbozo de sonrisa que se formaba en sus rostros.

      Todos los días pasaba igual. Antes de llegar Gonzalo, las costureras se complacían en dirigir, siempre que venía a cuento, alguna pulla a la novia.

      – Cecilia, ¿cuál de estas camisas te vas a poner el día de la boda?

      Hay que advertir que algunas de ellas la tuteaban por haberse conocido de niñas. Es muy frecuente en los pueblos.

      – Señorita, en estas sábanas tan finas se va usted a resbalar.

      – No será ella sola la que resbale. ¿Verdad, Cecilia?

      – ¡Anda, picarona, que buen mozo te llevas!

      – No lo llevará tan guapo Venturita.

      – ¡Quién sabe!– replicaba ésta.

      Cecilia escuchaba estos dichos con la sonrisa, en los labios y ruborizada. Desde que habían comenzado los preparativos de boda, sus mejillas, antes tan pálidas, estaban casi siempre arreboladas. Esta animación y el brillo que la felicidad prestaba a sus ojos, si no bonita, la hacían interesante y simpática. No hay muchacha que en vísperas de casarse deje de serlo más o menos.

      Cecilia era de condición reservada y silenciosa, sin dar por eso en taciturna. Ordinariamente no hablaba más que cuando le dirigían la palabra; pero sus contestaciones eran suaves, claras, precisas. No era la nota distintiva de su carácter la timidez, que suele prestar soberano hechizo a las jóvenes. Mas en sustitución de esta cualidad, poseía nuestra heroína una serenidad dulce, cierta firmeza simpática en todas sus palabras y ademanes que revelaban la perfecta limpidez de su espíritu. Esta serenidad pasaba para algunas personas poco observadoras, si no por orgullo, que bien claro estaba que Cecilia no lo tenía, por frialdad de corazón. Creían, aun los más allegados a la casa, que era incapaz de concebir una pasión viva y tierna. Acostumbrados a verla impasible cumpliendo los deberes domésticos con la regularidad de un reloj, les era forzoso un esfuerzo grande de penetración, que no todos pueden llevar a cabo, para adivinar la verdadera fisonomía moral de la primogénita de los Belinchón. La mayor parte de estos seres viven y mueren desconocidos, porque no poseen una de esas cualidades brillantes que seducen y atraen al que se acerca. La inocencia misma, aunque parezca raro, pertenece a ese número, y no es la que menos relieve presta al carácter de una mujer. Muy contados son los que saben apreciar la hermosura que encierran estas almas cristalinas. La mirada se sumerge en ellas sin hallar nada que despierte la atención. Pero lo mismo pasa con ciertos venenos; igual con ciertos filtros que dan la vida. Porque nuestros ojos torpes y limitados no vean los elementos de salud o de muerte que hay en suspensión en ellos, ¿hemos de afirmar que no existen?

      Difícil era averiguar las emociones tristes o placenteras que cruzaban por el alma de Cecilia, aunque no imposible. No sabemos si ponía empeño en ocultarlas o era forzada a ello por su misma naturaleza. Lo cierto es que en la casa, hasta sus mismos padres las desconocían casi siempre. Se trataba, verbigracia, de salir un día a visitas, o de comprarse un vestido, doña Paula preguntaba a su hija con solicitud:

      – ¿Qué te parece, Cecilia?

      – Me parece bien— contestaba ésta.

      – Te parece bien, ¿de veras?– decía la madre mirándola fijamente a los ojos.

      – Sí, mamá, me parece bien.

      Doña Paula siempre quedaba en duda de si en realidad le placía o le disgustaba el vestido o lo que fuese.

      Lloraba poquísimas veces, y aun esas, se ocultaba de tal modo para hacerlo, que nadie lo sabía. El mayor disgusto que hubiera tenido, sólo se denunciaba por una ligera arruguita en la frente; la mayor alegría por un poco más de intensidad en la sonrisa delicada, esparcida constantemente por su rostro. Cuando Gonzalo le escribió desde el extranjero, así que leyó la carta se presentó a su madre y se la entregó.

      – ¿Te gusta el muchacho?– le preguntó ésta después de leerla con más emoción que había manifestado su hija al entregársela.

      – ¿Te gusta a ti?

      – A mí sí.

      – Pues si te gusta a ti y a papá, a mí también me gusta— replicó la joven.

      ¿Quién pudiera imaginar después de estas frías palabras que Cecilia estaba tiempo hacía profundamente enamorada? Sin embargo, como el amor es el sentimiento humano más difícil de disimular, y después del consentimiento de sus padres no había razón alguna para ocultarlo, lo dejó ver con bastante claridad. En los temperamentos como el de nuestra heroína, cualquier señal, por leve que sea, tiene una importancia decisiva.

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