El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés страница 23

El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés

Скачать книгу

Las tijeras al cortar chis chis, las agujas al coser cruj, cruj, ¡le decían tantas cosas graciosas de lo futuro! Unas veces le decían: «– ¿Quién te verá, Cecilia, ir a misa los domingos del brazo de tu marido? El te llevará el devocionario, te dejará ir al altar de Nuestra Señora de los Dolores y se colocará detrás entre los hombres. Luego te esperará a la salida, te ofrecerá el agua bendita y volverá a cogerte del brazo». Otras veces le decían: «– Por la mañana temprano te levantarás muy despacito para que él no se despierte, limpiarás su ropa, pondrás los botones a su camisa, y cuando llegue la hora tú misma le servirás el chocolate». Otras exclamaban de pronto: «– ¡Y cuando tengas un niño!» Entonces la novia sentía un vuelco gratísimo en el corazón; sus manos temblaban y echaba una rápida mirada a las costureras temiendo que hubiesen advertido su emoción.

      Cuando las diferentes piezas de ropa estaban terminadas y planchadas, Cecilia las iba poniendo cuidadosamente en una cesta. Así que estaba llena la subía sobre la cabeza a uno de los cuartos de arriba, donde con todo esmero y arte colocaba las camisas, las chambras, cofias y peinadores sobre unos mostradores hechos al intento: las cubría delicadamente con un lienzo, y luego se salía cerrando la puerta y guardando la llave en el bolsillo.

      Después que hubo saludado, Gonzalo fué a sentarse cerca de Pablito, y pasándole la mano familiarmente por encima del hombro, le dijo al oído:

      – ¿Cuál es la que más te gusta?

      Y al inclinarse hacia su futuro cuñado, clavaba una mirada intensa en Venturita, que correspondió a ella con otra muy singular. Después ambos las convirtieron a Cecilia. Esta no había levantado la cabeza del bastidor.

      – Nieves— respondió Pablo sin vacilar, y en el mismo tono de falsete.

      – Lo sabía, y te aplaudo el gusto— dijo riendo Gonzalo.– ¡Qué cutis de raso!… ¡Qué dentadura!

      – ¡Y qué andares! Pasi-corta, ¿sabes?

      Ambos miraban a la bordadora. Esta levantó la cabeza, y comprendiendo que se trataba de ella, les hizo una mueca con la lengua.

      – Vamos, no vale hablarse al oído— dijo doña Paula con la susceptibilidad vidriosa que caracteriza a las mujeres del pueblo.

      – Déjelos usted, señora— replicó Nieves.– Están hablando de mí: no hay que quitarles el gusto.

      – Cierto; Pablo me hacía notar el color rojo de ciertos labios, la transparencia de cierto cutis, un pelo dorado a fuego…

      – Valentina, entonces hablaban de ti— dijo Nieves ruborizada tocando en el muslo a su compañera.

      – ¡Qué gracia! No te apures, mujer. ¡Si ya sabemos que eres la más guapa!– dijo la otra visiblemente picada.

      – ¡Paz, paz, señoras!– exclamó Gonzalo.– Verdad que Pablo comenzó hablándome de las perfecciones de Nieves; pero también es cierto que pensaba continuar con las de todas las demás, si no se le hubiese interrumpido… ¿No es eso, Pablo?

      – Desde luego: contaba seguir con Valentina…

      Esta levantó la cabeza y le miró con aquel gracioso ceño burlón que daba carácter a su rostro.

      – Ten cuidado, Nieves, que estos señoritos se pierden de vista.

      Pablo, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:

      – Después con Teresa y Encarnación, Elvira y Generosa. Hablaría también de Venturita (para ponerla, por supuesto, por los pies de los caballos). De Cecilia no, porque está comprometida, y algo diría también de mi señora doña Paula, que, sin ofender a nadie, es la más hermosa de todas.

      – ¡Qué pillastre!– exclamó ésta admirada del donaire de su hijo.

      Pablo se había levantado de la butaca, y abrazó a su madre con efusión.

      – ¡Quita, quita, adulador!– dijo ella riendo.

      – Ve aflojando el bolsillo, mamá— dijo Venturita.

      – ¡Lo ves! La pata de gallo de siempre— exclamó iracundo el joven, volviendo la cabeza hacia su hermana, mientras ésta se reía maliciosamente sin levantar la suya del bastidor.

      – Mucho has trabajado— dijo Gonzalo en voz baja, sentándose al lado de su novia.

      – Así, así— respondió Cecilia fijando en él sus ojos grandes, llenos de luz.

      – Mucho, sí; ayer no tenías bordado ese clavel… digo, me parece que es clavel…

      – Es jazmín.

      – Ni esas dos hojas más.

      – ¡Bah! Eso no es nada.

      – ¿Y qué es lo que estás bordando?

      Cecilia siguió moviendo la aguja sin contestar.

      – ¿Qué es lo que bordas?– preguntó Gonzalo en voz, más alta, pensando que no le había oído.

      – Una sábana… ¡calla!– replicó la joven levantando un poco los ojos hacia las costureras y volviendo a abatirlos rápidamente.

      Al mismo tiempo, los de Gonzalo y Venturita se tropezaron por encima de la cabeza de Cecilia, y de ellos brotó una chispa.

      – Ya ven ustedes que hay para todas— decía Pablito mirando al mismo tiempo fijamente a Nieves, como diciendo: «No hagas caso, esto lo digo por cumplir».

      – ¿Qué es lo que hay para todas, don Pablo?– preguntó Valentina con tonillo irónico.

      – Flores, criatura.

      – Écheselas usted al Santísimo.

      – Y a las niñas guapas como tú.

      – Si no soy guapa, paso delante de las guapas y no les hago la venia, ¿sabe usted?

      – ¡Demonio! No hay que acercarse a esta Valentina; se levanta de atrás— exclamó el apuesto mancebo.

      El símil, aunque nada culto, y acaso por eso, hizo reir a las costureras.

      – A Valentina no le gustan los señoritos— manifestó Encarnación.

      – Hace bien; de los señoritos no se saca más que parola, tiempo perdido y a veces la desgracia para toda la vida— dijo sentenciosamente doña Paula sin acordarse de que ella había sacado la felicidad.– Tocante a eso, Sarrió está perdido. Apenas hay muchacha que se deje acompañar de uno de su igual. El mozo ha de traer por lo menos corbata y hongo, y ha de fumar con boquilla… aunque no tenga plato en que comer. Ninguna se oculta ya para ir al obscurecer acompañada de algún señorito, y a la vuelta de las romerías da grima verlas venir colgadas del brazo de ellos cantando al alta la lleva… ¡Pobrecillas! No sabéis lo que os espera. Porque el hijo de don Rudesindo se casó con la de Pepe la Esguila y el piloto de la Trinidad con la de Mechacan, se os figura que todo el monte es orégano. Al freir será el reir… Mirad, mirad a Benita la del señor Matías el sacristán. ¿Qué linda está y que compuestita, verdad?

      – Benita está escriturada— dijo Encarnación.

      – Escriturada,

Скачать книгу