El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

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El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés

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el silencio de la noche.

      Pero los tirones eran tan débiles con relación a la masa, que el buque apenas se movía. Cuando al cabo de un cuarto de hora consiguió acercarse unas treinta brazas de la punta del Peón, largó un cabo, que uno de los botes trajo al malecón para ayudar a virar a la corbeta.

      – ¡Capitán, capitán!– gritó uno con voz estentórea desde el grupo.

      – ¿Qué hay?– contestaron del buque.

      – ¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?

      – Sí.

      – Pues ojo con el señorito de las Cuevas… Los demás que se ahoguen.

      La broma produjo gran algazara en la muchedumbre. Volvió a reinar el silencio. La corbeta comenzaba a virar, apoyada en el cabo de tierra, que rechinaba con la tensión. La gente del muelle se puso a hablar con la de a bordo. Pero ésta se mostraba silenciosa, taciturna, atendiendo a las maniobras más que a las preguntas que les dirigían. Entonces el temperamento burlón de la marinería en aquella comarca se ostentó de nuevo. Los de tierra comenzaron a dar vaya a los de a bordo, sobre todo a un cierto sujeto que parecía un montón de pelos, a quien apodaban Tanganada, el cual se movía de un lado a otro, con la gracia de un oso, manejando los cables, y lanzando gruñidos de desprecio a la muchedumbre.

      – Oyes, Tanganada; ya tendrás ganas de comer una cazuela de bacalao, ¿verdad?

      – Alégrate, Tanganada; hay sidra en el lagar de Llandones.

      – ¿Hacía calor en Noruega?

      – ¡Allí te quisiera ver yo, ladrón!– gruñó Tanganada, mientras aferraba una vela.

      Los marineros saludaron la frase con grandes carcajadas.

      – ¡Larga tierra!– gritó el práctico desde el puente.

      – ¡Hala a bordo!– contestó el marinero que tenía el socaire soltando el chicote. El cable cayó al mar, y comenzó a subir velozmente por el costado del buque.

      Este se encontraba al abrigo del malecón, pero no había marea bastante para atracar al antiguo muelle. El capitán dió una voz al piloto.

      – ¡Fondo!

      El piloto dijo a los marineros que tenía a su lado:

      – ¡Arría!

      El ancla cayó al mar con un ruido estridente de cadenas. La barca se dispuso a virar sobre ella.

      – ¿Vas a amarrarte a tierra, Domingo?– preguntó don Melchor.

      – Sí, señor— respondió el capitán.

      – No hay necesidad; amárrate en dos. Dentro de una hora podrás enmendarte.

      – Tanto me cuesta uno como otro— dijo en voz baja el capitán alzando los hombros, y luego en voz alta añadió:

      – ¡Echa la de uso!

      Otra ancla cayó al mar con el mismo ruido.

      – ¿Cómo le va a usted, tío?– dijo una voz dulce y varonil desde a bordo.

      – Hola, Gonzalito. ¿Llegas bueno, hijo mío?

      – Perfectamente; voy allá ahora mismo.

      Y se bajó con gran agilidad por un cable al bote.

      – Vamos a esperarle— dijo don Rosendo poniéndose a andar.

      Pero la mano del señor de las Cuevas le sujetó como unas tenazas por el brazo.

      – ¿Dónde va usted, hombre de Dios?

      – ¿Qué es eso?– preguntó el armador asustado.– ¡Ah, es cierto! ¡No me acordaba de que estábamos en el segundo paredón!… La obscuridad… Tanto tiempo aquí… El mareo de estar con la vista fija… en el barco… ¡Dios mío! ¿Qué hubiera sido de mí si usted no me sujeta?

      – Pues nada, se hubiera usted deshecho los sesos contra las losas de abajo.

      – ¡Virgen Santísima!– exclamó don Rosendo poniéndose horriblemente pálido. La frente se le cubrió de un sudor frío, y las piernas le flaquearon.

      – No tenga usted miedo por lo que ya pasó, amigo. Bajemos a recibir a Gonzalito.

      Bajaron en efecto al muelle, donde acababa de saltar un joven alto, rubio, de gallardo aspecto, vestido con un largo gabán que casi le llegaba a los pies.

      – ¡Tío!

      – ¡Gonzalo!

      Se fueron acercando, hasta que quedaron abrazados los dos gigantes. También don Rosendo saludó con efusión al joven; pero estaba tan preocupado con el peligro que había corrido su existencia, que al instante volvió a ponerse sombrío y melancólico. Apenas pudo contestar a las preguntas que el contramaestre le hizo, pidiéndole instrucciones por encargo del capitán.

      Pusiéronse en marcha luego hacia la casa de don Melchor, situada en lo más alto de la villa, señoreando una extensión inmensa de mar. Durante el camino, Gonzalo dejó que su tío fuese delante, y un poco acortado hizo algunas preguntas a don Rosendo acerca de su familia.

      – ¿Cómo está doña Paula? ¿Le ha desaparecido la rija del ojo? ¿Y Pablo? ¿Continúa con la misma afición a los caballos? ¿Y Venturita? Estará hecha una mujer ya, ¿verdad?… (Pausa.) ¿Cecilia está buena?– terminó preguntando rápidamente.

      A todas sus preguntas respondió el señor de Belinchón con monosílabos.

      – ¿Sabes, Gonzalo— dijo parándose de pronto,– que por un poco me mato ahora mismo?

      – ¡Cómo!

      Le contó con prolijidad el percance del muelle. Terminado el relato, cayó en una profunda consternación.

      – ¿Supongo que la familia ya estará en la cama?– preguntó Gonzalo después que hubo deplorado bastante (al menos en su concepto) el peligro del comerciante.

      – No; están en el teatro… No sabe uno dónde la tiene; ¿verdad, querido?

      – ¡Hola! ¿Hay compañía?

      – Sí, desde hace unos días. ¿Crees que me hubiera matado, Gonzalo?

      – Phs… tal vez se hubiera usted roto una pierna, o las dos… o una costilla.

      – ¡Menos malo!– exclamó el señor de Belinchón dejando escapar un suspiro.

      En esto se habían internado ya bastante en la población, y al llegar a cierta calle, don Rosendo se despidió del tío y del sobrino. Dióle éste la mano con visible tristeza.

      – Voy al teatro a buscar a la familia. Hasta mañana; que descanses, Gonzalo.

      – Hasta mañana… Recuerdos.

      El señor de las Cuevas y su sobrino se emparejaron caminando lentamente la vuelta de la casa del primero. Cayó entonces sobre el viajero

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