El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

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El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés

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carta. Estando tan lejos no tendría vergüenza. Sin embargo, la tuvo, y cuando trató de coger la pluma para hacerlo, antes de trazar el primer renglón, volvió a dejarla al representarse la sorpresa que la joven recibiría. Pasaron algunos días. La idea no le abandonaba. Por medio de mil sutiles razonamientos procuraba persuadirse a escribir la epístola amorosa. Si se reía de él, ¿qué? no había de verlo. Con no volver más a Sarrió estaba concluído; y si volvía ya procuraría no encontrársela de frente. Al fin la escribió. Túvola guardada en el cajón de su mesa varios días. La idea de echarla al correo le aterraba. Para decidirse a ello, necesitó beberse unas copitas de ron. Cuando estuvo un poco mareado sacó la carta del cajón, lanzóse a la calle con brío, y en el primer buzón con que tropezaron sus ojos, ¡zas! la encajó.

      ¡Dios mío, qué he hecho! Disipóse la borrachera. Se puso colorado hasta las orejas, como si por el agujero de aquel buzón le estuviesen mirando los ojos burlones de todos los vecinos de Sarrió; y se apresuró a meter los dedos en él por ver si aún podía atrapar el malhadado sobre. Nada. Se lo había engullido con la voracidad de un tiburón, y lo estaba ya digiriendo. Ocurriósele entonces presentarse en las oficinas de Correos y reclamarlo; pero allí le exigieron tales formalidades, que antes de pasar por ellas prefirió dejar correr la suerte.

      Pasó ocho días en gran zozobra. A la hora de repartir las cartas en la fonda, experimentaba una ansiedad que le sofocaba, esperando ver llegar encerradas en un sobrecito las feas y colosales calabazas, castigo justo a su demasía y sandez. Transcurrieron, no obstante, los ocho días y aun los quince, y la contestación no parecía. Se fué calmando con la esperanza vaga de que la carta no hubiese llegado a su destino. Si había llegado, forjábase la ilusión de que Cecilia la habría roto sin dar cuenta a nadie. Mas he aquí que, cuando ya no la esperaba, se encuentra a la hora de almorzar sobre el plato una carta de España, letra desconocida de mujer. Es irrepresentable la congoja que le acometió. Se puso tan blanco como el mantel. El corazón quería saltársele del pecho. Abrióla con mano trémula… ¡Ahaaa! suspiró descansado, después de haberla devorado en dos segundos. Llevóse la mano al pecho, limpióse el sudor con el pañuelo, y volvió a tomar la carta y a releerla con calma.

      Era, en efecto, de Cecilia, y estaba escrita en un tono suavemente irónico, que nada tenía, sin embargo, de ofensivo. Manifestábase sorprendida de su repentina e inopinada declaración. ¿Qué mosca le había picado al cabo de cuatro años de ausencia? Sus padres, que antes que ella habían abierto la carta, estaban igualmente sorprendidos: opinaban que era un paso irreflexivo, propio de los pocos años, un capricho del momento, del cual ya estaría probablemente arrepentido. Ella compartía enteramente esta opinión. Sin embargo, la habían permitido, y aun aconsejado que contestase, por tratarse de un joven del pueblo, con cuya familia mantenían relaciones de amistad.

      Esta epístola le puso contentísimo de pronto. No eran las desdeñosas calabazas que esperaba. Después se puso triste, y al minuto otra vez alegre, leyéndola y releyéndola por ver si daba en la clave. ¿Eran o no eran calabazas? Apresuróse a contestar, pidiendo perdón de su atrevimiento, y confirmando su declaración anterior con nuevas y vehementes frases. Replicó al cabo de algunos días la niña en términos más blandos y afectuosos. Tornó a escribir Gonzalo; cruzáronse retratos; intervino doña Paula. En suma, al cabo de poco tiempo, se encontraban ambos jóvenes en relación formal. Comenzó a hablarse de matrimonio; mediaron cartas entre don Melchor y su sobrino; después visitas entre aquél y don Rosendo. Finalmente todo quedó arreglado, conviniéndose que a la primavera regresaría Gonzalo, y se efectuaría el casamiento.

      III.

      en el que la pareja enamorada comienza a pensar en el nido

      Salían ya del teatro los que habían quedado. Gonzalo tropezó con la ola de gente que vomitaba la puerta, y así como fué reconocido, se apresuraron a rodearle y saludarle sus antiguos amigos. El primero que le echó los brazos al cuello fué don Mateo, después vino don Pedro Miranda y su hijo Periquito, en seguida el alcalde don Roque, después don Victoriano y su esposa doña Rosario y sus tres hijas. En un instante se formó círculo en torno del joven, quien se apresuraba a contestar con efusión a los plácemes, abrazos y apretones de manos que de todos sitios le venían. Los marineros, las mujeres del pueblo tomaban parte en aquellas manifestaciones de cariño lo mismo que los señores. No se oían más que exclamaciones de admiración y alegría.

      – Cuánto has engordado, Gonzalito.– ¡Vaya un real mozo!– ¿Por qué no creces como él, Periquito?– Don Gonzalo, les come usted las sopas en la cabeza a todos los mozos de Sarrió.– Crecer no ha crecido, lo que ha hecho es doblar de cuerpo.– Ven acá, granadero, dame un abrazo apretado.

      Un patrón de barco afirmó que se parecía como una gota de agua a otra al Príncipe de Gales. Acaso Gonzalo fuese un poco más alto.

      El robusto corpachón de éste, alzábase sobre el grupo. Daba la mano por encima de las cabezas a los amigos que no podían llegarse a él, y su noble y bondadosa fisonomía sonreía a todos.

      Don Mateo, alzándose sobre la punta de los pies y tirándole del brazo para que se doblase, pudo decirle al oído:

      – ¡Qué función te has perdido, Gonzalo! Lástima que no hayas llegado por la tarde. La tiple cantó como un ángel… ¡Y el baile!… El baile te digo, chico, que ni en Bilbao ni en la Coruña lo sacan mejor… Pero no te disgustes, que yo haré que se repita antes que se vaya la compañía… o poco he de poder.

      Pero Gonzalo no atendía. Con los ojos clavados en la puerta, esperaba inquieto y afanoso la salida de la familia de Belinchón, que como principal y de las más encopetadas, se retrasaba siempre para no confundirse con la plebe. Por fin a la luz del farol que ardía sobre el marco de la puerta, divisó la fisonomía de doña Paula y en seguida la de Cecilia. Abalanzóse trémulo a saludarlas. La hija se puso colorada como un pavo (es natural), y la madre también (esto es menos natural). ¿Qué le tocaba hacer a él? Ruborizarse igualmente; y esto fué lo que llevó a cabo de un modo perfecto. A los tres les temblaba la voz, y después de preguntarse por la salud, no supieron qué decirse. Las miradas cargadas, de curiosidad de la gente contribuían a embarazarlos. Felizmente llegó Pablito con Ventura, que se habían rezagado, y nuestro joven saludó al primero afectuosamente y dirigió a la segunda una ceremoniosa cabezada.

      Pablo sonrió.

      – Qué, ¿no la conoces? Es mi hermana Ventura.

      – ¡Oh! ¿Cómo había de conocerla? Es una mujer… ¿Cómo está usted, Ventura?

      La niña le alargó la mano mirándole con expresión maliciosa y burlona que acabó de desconcertarle.

      Pusiéronse en marcha hacia casa. Venturita echó a correr delante arrastrando a su hermano. Detrás marchaban doña Paula, Cecilia y Gonzalo. Cerraba la marcha don Rosendo con su buen amigo don Pedro Miranda. Las calles estaban obscuras. Sólo ardían a aquellas horas los faroles de esquina. La distancia entre los tres grupos se fué haciendo cada vez mayor.

      Gonzalo comenzó a hacer esfuerzos desesperados por sostener la conversación con su futura, esposa y suegra; pero aquélla no despegaba los labios, dominada, sin duda, por la vergüenza, y doña Paula andaba muy lejos de ser una madame Stael. Como tampoco él había colaborado en el Diccionario de la Conversación, el resultado era que ésta no prosperaba. Por cartas había llegado a tener confianza. Doña Paula ponía a menudo postdatas en las de Cecilia. Gonzalo replicaba con alguna cuchufleta, mandaba estampitas, caricaturas para Ventura, y se portaba en todo como un miembro de la familia. Pero ahora los tres experimentaban malestar embarazoso. Nuestro joven en su vida había hablado con la señora de Belinchón, y con Cecilia sólo había cruzado las palabras que hemos dicho. Luego, allá delante, Venturita reía a carcajadas con su hermano, y los novios presumían fundadamente que estaban ellos sobre el tapete. No obstante, cuando ya se acercaban, a casa, la plática fué tomando

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