La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós

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La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós

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vida moderna – añadió – se hace cada vez más difícil; los ricos como tú pueden echarse a volar por el mundo de las moralidades y no poner en su corazón deseo que no sea puro, y no tener pensamiento que no sea la quinta esencia del éter más delicado. Pero no hay que exagerar, como dice Fúcar. Yo sostengo que eso que los tontos llaman el vil metal puede ser un gran elemento de moralidad. Yo por ejemplo…

      – ¡Tú!, ¿de qué eres ejemplo tú…?

      Yo… quiero decir que hallándome en posesión de una fortuna, sería un modelo de patricios, y quizás pasaría a la posteridad con el calificativo de ilustre. ¿Pues no es ya frase de cajón, frase hecha, llamar ilustre a don Francisco Cucúrbitas?

      – Aunque quieras disimularlo, en ti hay un resto de pudor – le dijo Roch. – Tu relajación no es tanta como quieres hacer creer.

      – Todo es al respective, como dice, siempre que bromea, mi amigo Fontán – repuso Cimarra alzando los hombros. – No se puede juzgar así, tan a la ligera, a un hombre que vive entre ricos y es pobre. Fíjate bien en esto. A ti se te puede hablar con franqueza. Mis proyectos no son todavía más que ante-proyectos, querido… allá veremos… se me figura que he empezado bien. El tiempo lo dirá. Puede que algún día, cuando vivas olvidado de mí en medio de tu felicidad de marido pedagogo, oigas decir que este perdido de Cimarra se ha casado. A eso vamos, a eso marchamos. Este pobre tiene también sus planes y sus filosofías. Todos somos galápagos, y otros tienen más conchas que yo… No creas que me desentiendo de las prendas morales de mi mujer; y estoy seguro de que no me caso con un monstruo. Habrá honradez, señor sabio; habrá honradez, hijos y hasta nietos.

      – ¿Has elegido?

      – He elegido… Te advierto que no doy gran valor a la belleza física. Los hombres superiores no se dejan seducir y enloquecer como tú por unos ojos más o menos grandes y una boca que luego han de afear los años… La hermosura vive poco ¡ay!, como dijo el poeta, l´espace d’un matin… Hay un conjunto agradable y simpático, maneras distinguidas, cierta discreción, cierta travesura agradable, chiste y hasta zandunga… De educación no estamos bien; pero no pensamos poner cátedra… Hay mucho bueno, algo que no lo es tanto; abundan las genialidades tontas, los caprichos, los hábitos de despilfarro…

      León se puso pálido, fijando en su amigo una mirada ávida.

      – A mí me importa poco que rompa platos que no valen nada, que haga pedazos un cuadro de Murillo, que haga picadillo de encajes… Hay cosas en que los maridos no deben meterse.

      Roch miró con estupidez el hule verde de la mesa en que apoyaba sus codos.

      – ¡Hombre, cómo se va el tiempo!… – dijo bruscamente, levantándose y abriendo la ventana. – ¡Si es de día!…

      La claridad de la mañana entró en la sala. Iluminados por aquella, los dos rostros parecieron melancólicos y pálidos. La luz de la lámpara brillaba aún lacrimosamente dentro del tubo y alargaba fuera una lengüeta negra delgada, hedionda.

      – ¡Qué vida para reparar la salud! – dijo León.

      Miró luego por la ventana el cielo turbio y lloroso, cuya tristeza servía de cuadro sombrío a la tristeza de los dos trasnochadores. León empleó un rato en la contemplación vaga de que apenas se da cuenta el espíritu en horas de cansancio y que fluctúa entre el sueño y la pena, no siéndonos posible decir si dormimos o padecemos. En aquel momento Federico halló en su amigo un aspecto excesivamente triste, pues todo en él era negro, la ropa y la barba; y su hermosa fisonomía, de un moreno subido, tenía cierto tinte acardenalado, a causa del insomnio. Su ancha frente, llena de majestad, mas revelando brumosas cavilaciones, dominaba su persona como un cielo cerrado y opaco que guardaba en sí la luz y sólo muestra las nubes.

      Volviéndose repentinamente hacia su amigo, León dijo:

      – Pues buena suerte.

      – Siento no poder dormir un poco – manifestó Federico. – Me muero de sueño; pero tengo que ponerme en camino con Fúcar.

      – ¿Te vas?

      – ¿No te lo había dicho? Se han empeñado en que les acompañe… Vamos adelante, adelante con los faroles.

      Cimarra aderezó sus palabras con una sonrisa maliciosa.

      – Buen viaje – dijo León, volviéndole la espalda.

      Sintiose más tarde el ruido de los coches del marqués, que estaban ya dispuestos para llevar a los viajeros a la estación de Iparraicea. Subió Federico a su cuarto para arreglarse precipitadamente, y al poco rato oyose en el falansterio el estrépito que acompaña a la salida y entrada de huéspedes, arrastre de equipajes, rugido de mozos, chillar de criados. León permaneció en la sala de juego, y aunque sentía la voz del marqués y de su hija que entraban en el comedor para desayunarse, no quiso salir a despedirlos.

      Media hora después partió un ómnibus cargado de mundos y de criados, seguido de la berlina que llevaba a los tres viajeros. León vio el primer coche pasar junto a su ventana; pero antes de ver el segundo, dio media vuelta y marchando de un ángulo a otro con las manos en los bolsillos, dijo para sí:

      – Debo estar tranquilo: yo no tengo culpa.

      Salió después al pasillo, donde empezaban a aparecer, arrebujados y claudicantes, los bañistas de más fe. Los bañeros, con sus mandiles recogidos, entraban en los calabozos donde yacen las marmóreas tinas, y con el vaho sulfuroso salía por las puertecillas ruido de los chorros de agua termal y el de las escobas fregoteando el interior de las pilas.

      Después salió a la alameda, y como viese a lo lejos los dos coches que subían por el cerro de Arcaitzac, dio un suspiro y dijo para sí:

      – ¡Desgraciados los que no logran encadenar su imaginación!

      Descansó dos horas en su cuarto y a las nueve ocupaba un asiento en el coche de Ugoibea. Su semblante había cambiado por completo y parecía el más feliz de los hombres.

      Capítulo VIII. María Egipcíaca

      Pasaron algunos meses después de aquel verano en las provincias, y León Roch se casó el día señalado, a la hora señalada y en el lugar señalado para tan gran suceso, sin que cosa alguna contrariase el plan formado a su debido tiempo y con todo rigor cumplido. Su alma gozaba de aquel contento que viene tranquilo, manso y sin ruido, como el soplo de primavera; contento que recrea la vida sin embriagarla, y que ofreciéndose al alma en dosis mesuradas, no la deja satisfacerse por entero, y así la pone a salvo del tedio. Filósofo y naturalista, León creyó que ningún estado mejor podía ni debía ambicionar.

      La belleza de María Egipcíaca tomó desarrollo admirable después de la boda, y en este aumento de hermosura vio el esposo un como gallardo homenaje tributado por la Naturaleza a la idea del matrimonio, tan sabia y filosóficamente llevada de la teoría a la práctica. «Somos un doble espejo – decía, – en el cual mutuamente nos recreamos, y a veces no sabemos si la imagen contemplada es la mía o la de ella. De tal modo se confunden nuestros sentimientos».

      El amor de María Egipcíaca, que era al principio tímido y frío como corresponde a un Cupido bien educado que se acaba de quitar la venda, fue bien pronto arrebatado y ardoroso. La pasión que primero había estado detrás de la cortina, presentose después con su tea incendiaria, su cáliz divino, su dogal de ansias perpetuas que producen una estrangulación deliciosa, por lo que el marido estuvo durante algún tiempo olvidado de sus planes pedagógicos, aunque su razón en los momentos lúcidos le hacía comprender

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