La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós

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La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós

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ferozmente ridículas. Buen trote llevan los hombres del día para que se les quiera meter en las iglesias. Yo digo una cosa: María empleando su tiempo en devociones y tú gastándolo en tus estudios podéis ser muy felices. ¿A qué entrar en honduras? ¿Acaso tú le impides que rece todo lo que quiera? Los hombres de hoy tienen sus ideas y no es posible luchar con ellos. Nadie hay más religiosa que yo; pero no quiero meterme en cosas que no entiendo. Las mujeres no somos sabias: creemos y creemos y creemos. Un matrimonio que se desavenga por esto me parece el colmo de la tontería… ¿Pero no sabes su pretensión? Aspira nada menos que a convertirte, a hacerte aborrecer tus ideas y adorar las suyas… Vamos, no pude tener la risa cuando le oí esto. ¿Sabes qué dice? Que su mayor gozo sería quemarte todos los libros que tienes aquí… ¡Qué lástima!, ¡unas encuadernaciones tan bonitas!… Buen cuidado me daría a mí de que mi esposo no me imitara en mis devociones, con tal que me amase mucho y no amase a ninguna más que a mí… ¡Celos de los libros!, jamás. Eso es de mujeres tontas. No puedes figurarte con qué fuerza le hablé; le dije que tú eras el hombre mejor de la Tierra… Ella convenía en esto, pero… nunca le faltaban peros. Le dije que vales más que ella, infinitamente más que ella; que eso del ateísmo es un fantasma, que aunque se habla de ateos, no hay tales ateos, así como se hablaba antes de las brujas, a pesar de no existir tales brujas. Le dije que no pensara en esa sandez de convertirte, y que lo mejor que podía hacer, para tener paz perpetua en su casa, era aflojar un poco en su monomanía, ¿no te parece?… Quizás le convenga mudar de confesor, ¿no te parece?… En esto debe imitarme. Yo soy muy religiosa; cumplo fielmente todos los preceptos; contribuyo al culto con lo que puedo; pero nada más. ¿No crees que mi hija debe imitarme?

      León no contestó nada. Estaba taciturno y abstraído. Bruscamente echó de sí una idea lúgubre, como quien espanta un abejón que zumba, y mirando a la marquesa, le dijo:

      – Hoy mandaré a usted los sesenta mil reales.

      – ¡Ah!, ¿te ocupabas de eso? – repuso la marquesa, cuyo semblante parecía que con la irradiación del gozo, se ponía fosforescente. – Bueno, mándalo; te daré el recibo… ¡Pero cómo me estoy aquí charla que charla! Con tu buena compañía me olvido de que tengo prisa, mucha prisa, muchísima. ¡Las once!… ¡Voy a perder la misa!…

      Levantose apresuradamente y dio la mano a su yerno.

      – El padre Paoletti predica hoy… Adiós… Corro a San Prudencio. ¿Qué quieres para tu mujer? Le diré que venga pronto a casa, que estás muy solo. Abur, abur.

      Capítulo X. El marqués

      Era de cuerpo pequeño, rostro fino y afeminado, al cual daba por cálculo, trocado al fin en costumbre, una gravedad pegadiza, semejante a un cosmético que empleara diariamente metiendo el dedo en los botes de su tocador de viejo florido. Ojos, nariz y boca eran en él, como los de su hija, de una corrección admirable; mas lo que en ella cautivaba, en él hacía reír, y lo serio se mudaba en cómico, porque nada es tan horriblemente bufón como la fisonomía de una mujer hermosa colgada como de espetera en las facciones de un viejo mezquino.

      Su vestir correctísimo y elegante, sus ademanes desembarazados, su cortesía refinada y desabrida, que encubría una falta absoluta de benevolencia, de caridad, de ingenio, adornaban su persona, brillando como la encuadernación lujosa de un libro sin ideas. No era un hombre perverso, no era capaz de maldad declarada, ni de bien; era un compuesto insípido de debilidad y disipación, corrompido más por contacto que por malicia propia; uno de tantos; un individuo que difícilmente podría diferenciarse de otro de su misma jerarquía, porque la falta de caracteres, salvas notabilísimas excepciones, ha hecho de ciertas clases altas, como de las bajas, una colectividad que no podrá calificarse bien hasta que los progresos del neologismo no permitan decir las masas aristocráticas.

      Y aquel ser vacío y sin luz tenía palabras abundantes, no exentas de expresión, y manejaba a maravilla todos los lugares comunes de la prensa y de la tribuna, sin añadirles nada, pero tampoco sin quitarles nada. Era, pues, un propagandista diligente de ese tesoro de frases hechas que para muchas personas es compendio y cifra de la sabiduría. Era de los que constantemente desean que haya mucha administración y poca política; estaba convencido de que este país es ingobernable; deseaba que se conservasen las venerandas creencias de nuestros antepasados, para que volviéramos a ser asombro de propios y extraños; creía firmemente que aquí no puede haber nada bueno; que este es un país perdido, a pesar de la fertilidad del suelo; y al mismo tiempo sostenía con rutinaria devoción los dogmas inquebrantables de la hidalguía castellana, de la religiosidad nunca desmentida del pueblo español, de la tendencia materialista del siglo, etc. Tenía además grandísimo horror a las utopías, y para él todo lo que no entendía era una utopía. A la pandereta de su verbosidad no le faltaba, como se ve, ninguna sonaja.

      – ¡Siempre aquí, siempre en este bendito despacho, que parece la celda de un prior por sus buenas luces y su tamaño, y habitación de un príncipe por las obras de arte que contiene!… siempre aquí, querido León. No se te ve en ninguna parte. ¿Y María? Anoche estuvo en casa; no faltaron las lágrimas de siempre. Va a que su mamá la consuele, y Milagros y ella cuchichean… Yo creo que entre las dos te ponen como ropa de Pascuas. Allí no se piensa más que en los abonos de los teatros y en los Triduos de San Prudencio. Después de misa se reúnen todas a hablar de modas… ¿Estás enfermo? Te encuentro pálido; ¿qué tienes?

      – ¿Yo?… – dijo León, mirando a su suegro como quien despierta de un sueño y se encuentra delante de un desconocido. – ¿Decía usted?…

      – Que si estás malo. Tienes muy mala cara. Anoche se habló de ti en casa de Fúcar… Por cierto que nunca he visto al marqués de tan mal humor. Desde que Pepa se casó con Cimarra, el pobre D. Pedro no hace más que tragar hiel… ¡Pobre Pepa! Se cuentan de Federico horribles bribonadas… ¡Y qué niña tan bonita tiene Pepa! ¿La has visto? ¿No vas por allá?… Tienes buenos cigarros, a fe mía…

      El humo de los dos habanos se juntaba subiendo al techo. Por un instante reinó profundo silencio en la hermosa pieza. Oíase tan sólo el efervescente rumor del chorro de la manga de riego con que el jardinero refrescaba los macizos del jardín. En habitaciones lejanas cantaban algunos pájaros aprisionados, cuyo charlar parecía una disputa de todas las notas musicales, discutiendo sobre el mejor modo de formar una sinfonía en un cerebro wagneriano. En el despacho, un gran atlas geológico, abierto sobre ancho atril casi tan grande como un facistol, mostraba, en franjas de colores, las edades del mundo. En la mesa veíanse flores abiertas en canal, mostrando sus ovarios misteriosos; insectos rotos en estado de autopsia; ejemplares conquiliológicos aserrados por la mitad, revelando el secreto de sus graciosas bóvedas, esmaltadas de rosa y nácar; láminas representando huevos en distintos grados de incubación; modelo del ojo humano en cartón y del tamaño de un coco; y en medio de tales baratijas resplandecía el lente de un microscopio, reflejando un rayo de sol y enviándolo cual mirada curiosa sobre la cabeza del marqués, que, por lo desnuda de cabello, convidaba al estudio de la craneoscopia.

      – ¿Te dedicas también a la Historia Natural? – dijo este con expresión de tolerancia. – Esa parece ser la ciencia del día, la ciencia del materialismo. ¡Bonito servicio estás haciendo al género humano, arrancándole sus venerandas creencias, para darle un cambio… ¿qué?… la famosa hipótesis de que somos primos hermanos de los monos del Retiro!

      Riose con pueril carcajada de su propia ocurrencia y después echó una ojeada sobre los estantes de libros.

      – ¿Sabes – dijo súbitamente – que soy ponente de la Comisión que ha de dar informe sobre la Ley de vagos?

      – Darán ustedes un informe brillante.

      – ¡Oh!, es cuestión delicada – añadió el marqués, echándose atrás en la remadera, de modo que se quedó mirando al cielo y con los pies en el aire-; es la

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