Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón Bouchet

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Dulce y sabrosa - Jacinto Octavio Picón Bouchet

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una tarjeta de don Juan, y bajo su nombre estas palabras escritas con lápiz:

      «B. L. P. a su amiga la señorita de Moreruela y le envía ese humilde recuerdo».

      Cristeta lo apreció todo de una ojeada: amiga… señorita… humilde recuerdo… ¡Cuánta finura y qué poca ostentación!

      La estanquera se quedó pasmada: el tío tomó las piezas del costurero una por una, pensando con respeto en el hombre que hacía regalo de tres o cuatro o seis libras, de plata. Cristeta se dio a reflexionar en aquello con más calma. Primero. ¿Por qué, contra lo acostumbrado, le envió el presente a su casa? Sí: esto indudablemente era horror a la ostentación. Segundo. ¿Por qué, pues el obsequio era costoso, haber gastado tanto para ella? Aquí estaban claras la esplendidez y el deseo de agradar. Finalmente, ¿a qué regalar un costurero a una mujer que no tenía tiempo de dar puntada? Esto no podía explicarse.

      El resultado de las anteriores y análogas cavilaciones fue que, llegada la noche, cuando don Juan entró a saludarla en su cuarto del teatro, apenas pudieron hablar a solas, le dijo ella sin disimular su pensamiento ni prever la respuesta:

      – Muchas, muchísimas gracias; pero señor Todellas, ¿cómo diablo ha regalado usted eso a una infeliz que no tiene tiempo para coserse una cinta? ¡Y cuidado que es lujoso y bonito!… Sobre todo de buen gusto.

      Entonces don Juan se puso muy serio, se aproximó a la cómica, como quien sacando fuerzas de flaqueza ha hecho propósito de osadía, y dijo con voz sabiamente turbada:

      – Cristeta, perdóneme usted la torpeza; arrincónelo usted si no le sirve; pero mí regalo obedece a una idea que no puedo desechar.

      – ¿Qué idea es esa? – preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarse al espejo y ocultar de algún modo la emoción que le causó la fingida turbación de don Juan.

      – Pues bien, Cristeta, lo diré, aunque se ría usted de mí: cuando pienso en usted, cosa que me ocurre con muchísima frecuencia, no veo con los ojos de la imaginación esta mujer que ahora tengo delante, no me acuerdo de la actriz ni del teatro, ni me gusta figurármela a usted haciendo de ninfa, ni de chula, ni de paje…; me exaspera la idea de que todo el mundo pueda contemplar…; en fin, cuando yo la veo a usted con los ojos del alma, se me antoja que es usted una señorita que vive recogida en su casa, sin que nadie pueda saber todo lo hermosa que es, sin que nadie la profane con deseos ni miradas. Lo confieso; me hace daño… hasta sufro viniendo aquí a verla a usted, y, sin embargo, vengo… y seguiré viniendo mientras no comprenda que mi presencia la enoja.

      Más claro, agua: pero estaba dicha la cosa de tal modo, que, aun suponiendo que Cristeta recibiera disgusto, no podía manifestarlo. La verdad es que en el fondo del alma sintió aquella satisfacción dulce y apacible que en las novelas románticas experimentan las zagalas galanteadas por grandes y poderosos señores. El diálogo terminó así:

      – ¡Válgame Dios, y qué formal se pone usted para decirme esas cosas! ¿No conoce usted que todo eso tan fino se despega de estos sitios?

      – Pues para probar que hablo seriamente, me voy a permitir darle a usted un consejo.

      – Diga usted.

      – Haga usted una prueba… doble. La empresa está ya convencida de que usted sirve, y de que el público ha de quererla más cada día. En cuanto usted lo intente, verá cómo le guardan ciertas consideraciones. Niéguese usted a hacer el papel de la pieza nueva… ese de la estatua. ¿A que no le tuercen a usted la voluntad? Si es usted franca al decir que le disgustan las mallas, saldrá usted ganando no tener que ponérselas. Y de paso se convencerá usted de la alegría que yo experimentaré al saber que no han de verla otra vez medio desnuda… y reflexione usted un poco sobre qué clase de sentimiento será el que me inspira para que yo piense todo esto.

      – Pero… ¿qué diablos le importará a usted que salga así o de otro modo? – le interrumpió Cristeta con dureza; y en seguida, deseando apurar la situación, añadió – : ¿Imagina usted que voy a creer en esas delicadezas? ¿Se le dicen de veras semejantes cosas a una actriz de este teatro?

      No deseaba ella sino que don Juan cayese en el lazo y hablara más claro. Y como está escrito que todo Hércules tropiece con su Onfalia, don Juan cogió una mano a Cristeta y siguió hablando de este modo:

      – La temporada va a concluir; evite usted hacer ahora ese papel; nos trataremos durante el verano, procuraré que me conozca usted a fondo, que seamos verdaderos amigos… y ¡quién sabe! tal vez para el otoño empiece usted a pensar en si le conviene renunciar al teatro.

      Entonces no experimentó Cristeta lo que las pastorcillas solicitadas por príncipes, sino que sintió agitársele su viva sangre madrileña, y encarándose con don Juan, repuso ásperamente:

      – Sí, que renuncie al teatro, donde al fin y al cabo puedo ser buena, aunque no lo parezca, para dejar de serlo a beneficio de usted. Luego se cansa usted de mí, y me deja. Lo de siempre, usted a otra… y yo…

      – Es usted injusta, cruel y mal pensada – dijo don Juan, poniéndose en pie y haciendo ademán de coger el sombrero para irse.

      Cristeta le detuvo con una sonrisa, y mirándole con la más hechicera mezcla que imaginarse puede de tristeza y ternura, repuso:

      – ¡Si hablara usted de veras! ¡Bah!… ¡Imposible!… Además, tengo una contrata para salir fuera este verano.

      – Pero no irá usted sola.

      – Probablemente con mi tío.

      – Y yo detrás.

      – Veremos…; pero crea usted que desde ahora hasta el verano ya se le habrá quitado a usted eso de la cabeza.

      – No vaya usted a creer que es un capricho.

      Cristeta le miró algo severa, frunció el ceño y respondió:

      – Nunca he creído yo que pudiera servir para satisfacer caprichos.

* * *

      Aquella misma semana tuvieron varias conversaciones parecidas. Por fin, una noche, dando pasto a la murmuración, Cristeta y su tío salieron del teatro acompañados de don Juan: delante iba la pareja enamorada y detrás el estanquero.

      Nadie hubo en el teatro que no diera por cierta la caída y perdición de la Morteruelo; y, sin embargo, el diablo no tenía todavía motivo para regocijarse. Lo único grave que pasó entre ella y su adorador fue que una noche, mientras el tío había salido a comprar un periódico, llegó don Juan, entró en el cuarto, se acercó de puntillas y la besó en el cuello. Cristeta le vio por el espejo aproximarse, pero ni esquivó el cuerpo ni mostró enfado, y mirándole con mayor dulzura que severidad, le dijo:

      – Pase… como extraordinario.

      Quien presenciase el atrevimiento de él y la indulgencia de ella, acaso imaginara que ya habían trocado el amor platónico por el experimental: y sin embargo, Cristeta estaba tan limpia de pecado, como la madre Eva antes de verse obligada a estrenar el primer vestido de hojas de parra entretejidas.

      Capítulo VI

En el cual don Juan despliega su astucia, y don Quintín se hace la ilusión de que pueden volver «aquellos tiempos»

      La noticia del viaje a provincias llenó al pronto de júbilo a don Juan, quedando luego su alegría algo mermada con la perspectiva de que Cristeta fuese bajo la guarda de don Quintín; así que resolvió

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