Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

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Nubes de estio - Jose Maria de Pereda

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el que has tocado que tiene más cola de lo que tú te figuras para el bien de este pueblo que nos ha visto nacer a dambos; y estás muy equivocado si piensas, por lo que a mí toca, que acabo de caerme de un nido.» (Me parece que no hubiera estado mal encajada aquí la ocurrencia que le pesqué a Sancho Vargas en la sesión.) «Píntame con pelos y señales esos grandes hombres, si no quieres que yo te diga que tú y otros muchos como tú habláis solamente porque tenéis boca;» y él me contestaría:– «Pues los hombres que yo echo en falta, han de ser así y asao.» Y resultaría que estos hombres no serían, a no estar loco el alma de Dios, fantasmas del otro mundo, sino personas de carne y hueso… como cada hijo de vecino; que no han nacido enseñados ni con un tesoro en cada dedo, y en cada ojo la virtud de sacar jamones de las peñas y ochentines acuñados de las losas de la calle, no más que con mirarlas y quererlo; habrán tenido, de muchachos, sus dolores de tripas y sus escuelas, y aprendido lo que todos, y un librejo de menos o de más, y a lo sumo, cuando han llegado a ser hombres, les habrá soplado mucho la fortuna, y bien aquí o en la otra banda, habrán hecho un gran caudal. Viéndose ricos ya, se habrán casado a su gusto, y habrán montado la casa a la altura correspondiente, y llegado a ser alcaldes, y presidentes de esto o de lo otro, y a tener muchos amigos de viso y dos o tres carruajes; y a viajar por media Europa, con la familia, y a llevar la palabra en el Casino entre los más espetados de los mayores contribuyentes; y a comer de lo mejor, y a vestir de lo más fino; a que se cuente con ellos y con su óbalo en todas las empresas, grandes y chicas, de la plaza, en los abonos al teatro y en la llegada de personajes de nota a la población; en fin, y por echar el resto, que tengan sanas intenciones, una buena voluntad y pecho para tirar una onza por la ventana cuando la ocasión lo pida. Me parece que, por escogido y ambicioso que sea el amigo, no podría pedir más que esto; y al oírlo yo, le diría:– «Pues si así han de ser tus hombres, ¿de qué te quejas, mala casta? Bien cerca de ti los tienes y no los ves; no te diré que a docenas, pero sí todos los que necesitas. Déjalos, déjalos que ellos se desenvuelvan y se explayen a su gusto; no le echéis zancadillas cuando se muevan, ni agua fría en sus entusiasmos, y ya los verás… Pero ¿qué has de ver tú, zarramplín de los demonios, réztil miserable? ¿Qué has de ver tú, caso que tengas ojos, si te los ciegan esos señorones replanchados que no encuentran bueno más que lo suyo y lo que tú murmuras, sólo porque con ello ofendes a los que les hacen sombra y quisieran ver en cueros vivos? Apártate, apártate de esas malas compañías, que, por más que te hagas el distraído, bien sé yo que las buscas y celebras. Déjalas, y ya que no te vengas con nosotros, ponte en la mitad del camino; y entonces verás dónde están los rencores y las envidias, y la causa de que en este pueblo, que nos vio nacer, no se haga cosa con cosa; y dónde, finalmente, los verdaderos hombrucos que todo lo echan patas arriba, porque, por mucho que se encaramen, no ven más allá de sus narices, como les dijo, con muchísimo salero, ese bobo que tú quieres poner al simón de Aceñas el beduino.» Pero como si callara: se aferraría en sus trece y me negaría la verdad; y entonces yo, cogiéndole de las solapas, le añadiría:– «Niega, niega, ciego de los ojos; niega hasta la palabra de Dios, que abonado eres y abonados sois para más de otro tanto; pero escucha este cuento: Yo tuve unas infancias pobres; yo barrí escritorios en pernetas, después de haber aprendido las escuelas sin zapatos y con pegas y remiendos en los calzones; yo hice los imposibles por rebasar de la raya de dependiente, porque bien se me alcanzaba que no pasar de allí en los días de la vida, como no hubiera pasado sin un milagro de Dios, era oler y no catar lo que a mí se me había metido entre cejas; y alcanzándoseme todo esto, con los ahorros de seis años de escribiente pagué un pasaje de tercera en un bergantín de mala muerte, y me planté en el otro mundo. Allí sudé sangre pura de mis venas en quince años de trabajo, no te diré cuál, ni cómo, ni en dónde, porque esto no es del caso, ni te importa un pito, curiosote y mentecato; pero sábete que aquel sudor me dio sus frutos en dinero, ¡muy buenos frutos! y que no pareciéndome bastanté para lo que se me había metido entre cejas, embarqueme con ello para acá, presupuesto a estirarlo a fuerza de golpes de fortuna, o a que el demonio se lo llevara todo de una palada. Llegué, establecime en grande, abarqué mucho, hasta más de lo que debía, pero sin dar cuarta al pregonero ni salirme de mis quicios; y las cuentas no me fallaron, y la suerte me ayudó; y fui ganando, y ganando, y metiéndome en cuantos negocios se me ponían por delante; y la buena fortuna comprobando con su ayuda lo bien hecho de mis cálculos. Y ya, con tanto ganar, las ganancias, solas de por sí, me traían los caudales a mi casa. Y así, hasta la hora presente. Yo tengo fincas, yo tengo barcos, yo tengo papel que vale montañas de oro, yo tengo… en fin, de cuanto Dios crio para riqueza de los hombres, y de todo tengo mucho y sano, y en rédito floreciente. Yo me casé, cuando quise, con la mujer que se me antojó; y ahí está: que se vea si hay otra dama en el pueblo que más campe, ni con hijas más guapas, más elegantes y vistosas y de más fina educación. Tengo los coches a pares, y ropas de lo mejor; los pudientes más soplados y mandones me hacen la rosca desde lejos; la mitad de la población me envidia los caudales, y la otra mitad los pone por comparanza como antes ponía las minas del Potosí. No he sido alcalde ni diputado cincuenta veces, porque no me ha dado la gana y porque yo me entiendo; pero lo han sido otros, porque a mí se me ha antojado que lo fueran. Y si me falta hasta la hora presente la jefetura del partido aquí, por artimañas que yo me sé, no tardaré en tenerla como es de justicia y de necesidad. Por lo pronto, tengo por amigo íntimo al primer hombre de la nación; tan íntimo, que, cuando le apuran las necesidades de sus altísimos cargos, a nadie le confía sus ahogos más que a mí, porque sabe que le saco de ellos con la vida y con el alma; y, a pesar de toda esta pompa, soy de buen acomodar: me da lo mismo el centeno de tres días, que el pan de flor tierno; estos mecheros de gas, que los farolillos de aceite, y las dulzainas de esa música del Hospicio, que el ruido de una cencerrada; no quiero mal a nadie, deseo el bien de mi pueblo, según mi leal saber y entender, y estoy, como hombre de larga experencia, por lo positivo. Pago, porque no se diga, la suscrición de tres periódicos de Madrid, que no leo; estoy abocado a una gran cruz, y no conozco otros libros que los de mi casa de comercio… ¿Te vas enterando, parlanchín sinsustancial? ¿Te has hecho bien cargo de la historia? ¿Te parece moco de pavo? Pues ese hombre soy yo, tal y como te he hecho el relato. Y dime, ahora que me conoces bien; dime ahora, dengosillo de pampurria; si a esto llamas todavía un hombruco, ¿dónde están y de qué son los hombrones de otras partes? ¡Ah, pízmeo isinificante! ¡Ah, fariseo indigente!… Ni te necesito ni te temo; pero vete a dar cuenta de lo que me has oído a los hombrazos que se divierten, como tú, con las burradas de Aceñas…» Y con este último golpe le hubiera dejado para no volver a hacer pinos en todos los días de su vida a veinte leguas de mí. ¡Pues no se me ocurrió cosa tan natural y en justicia! Pero otra vez será, que aún tenemos la pelota en el tejado, y hay juego abierto para una buena temporada…

      De pronto, y cuando ya no llegaban a sus orejas ni los más recios trombonazos de la banda del Hospicio, y el relente de la noche hubo secado la última gota de sudor en el más escondido de sus poros, sintió que se le apagaban los fuegos de sus preocupaciones, como se habían apagado los seis cabos del salón; que entre aquellas tinieblas frías se volcaba la máquina de sus pensamientos, y que se le enseñoreaban del meollo, por haber quedado encima otros, tan mortificantes y de tal peso, que le abatieron los bríos y hasta le cortaron el andar.

      – ¡Válgame Dios!– se dijo entonces en un estremecimiento espasmódico y mientras se levantaba hasta las orejas el cuello del pisoteado gabancete.– ¡Que sea yo tan inconcuso (nunca se averiguó qué significación quiso dar a esta palabra) que me esté batallando horas y horas por arreglar la hacienda del vecino, cuando no sé a la presente cómo desenredar el lío gordo de mi casa! Yo risueño, yo chancero, yo a pique de romperme el bautismo por intereses del prójimo, y… ¡por vida del otro jueves!… ¡Si las gentes supieran la procesión que me anda por dentro!… ¡Y aún habrá quien piense que no soy bastante hombre! ¡Chapucerín del demonio! En mi casa, en mi casa es donde yo necesito demostrarme a mí propio que lo soy, y quedar satisfecho de haberlo sido. Y el serlo o no serlo es cuestión de vida o muerte para mí, o para mi formalidad, que da lo mismo, tratándose de quien se trata. Pero ¿qué cuerno ha de prometer uno cuando tiene hijas regaladas, porque lo merecen, y se le cae la baba delante de ellas? Pedirán la luna, y será uno capaz de salir por esas calles y revolver el mundo entero por ponerla en precio tan

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