Nubes de estio. Jose Maria de Pereda
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Pensando de esta suerte y andando poco a poco, llegó a su casa, de portal no grande, pero muy pintarrajeado, de poca luz y mucho candelabro; preguntó a la portera si habían venido las señoras; respondiole que sí; guardó en el bolsillo del gabancete el pañuelo que había llevado sobre la boca, y subió a buen paso, porque supuso que le estarían esperando para cenar. Y no se equivocaba en la suposición. Por entrar en el vestíbulo, le dio en las narices el olor de la infalible ensalada de fríjoles, y en los oídos el traqueteo de las sillas del comedor y de los platos de la mesa.
– ¿Ya están cenando?– preguntó con un poco de cortedad a la criada que le había abierto la puerta.
– No, señor: arrimándose a la mesa solamente,– respondió la moza.
– Es natural… Me he retrasado más que de costumbre. ¡Por vida! Y luego, alzando la voz y enfilándola por el largo pasillo que tenía a su izquierda, dijo:– Allá voy en seguida; no me esperéis para empezar.
Después tomó por el otro pedazo de corredor que tenía a su derecha, y a los pocos pasos se zambulló, a oscuras, en su cuarto. Dio con la caja de cerillas, al primer tanteo de sus manos, sobre una mesa de noche; encendió la bujía en cuya palmatoria había hallado los fósforos; se despojó del gabancete, que estaba como un trapo de fregar, y después de la americana y del sombrero; vistiose una larguísima bata de percal (porque a esto de las batas le había dado él siempre gran importancia, como prenda de singular distinción); se atusó de prisa y a dos manos la revuelta pelambre de su cabeza redonda; la cubrió con una gorrita de seda; despachó en el aire otros menesteres del momento; apagó la luz, y volvió a salir del cuarto, que era grande, con dos camas, y dos perchas, y dos lavabos, y dos butacas, y dos sillas, y dos cuadros con dos vírgenes, varias ropas colgadas, y por los suelos calzado del género común de dos.
Desde la mitad del pasillo, andando hacia el comedor, y como si hablara para sí solo, comenzó a dar excusas por su tardanza. Era la segunda vez, en todo el verano, que hacía esperar a las mujeres de su casa. Cada lunes y cada martes tenía él que esperarlas a ellas dos horas para cenar y otras tantas para comer; pero eso no tenía que ver para el caso: ellas eran ellas, y él era él. ¡El hombre, no por ser marido y padre, estaba dispensado de ser complaciente, cortés y caballero con las damas! aunque fueran sus hijas y su mujer, como lo estaban la mujer y las hijas «del hogar doméstico» de ser puntuales, por ser damas, «con sus obligaciones de tales fuera del propio domicilio.» Así, textualmente, pensaba el señor don Roque acerca de este delicado particular.
Por eso, y no por otras razones, llegó al comedor pisando menudito y echando pestes contra los compromisos anexos a la condición de hombres importantes, y contra La Alianza Mercantil e Industrial, con sus juntas extraordinarias, y sus intrigantes, y sus envidiosos, y sus beduínos, que le habían sacado a él de sus casillas aquella noche y entretenido malamente dos horas más de lo regular.
Pues ¿y cuándo le tocó el turno de las excusas a doña Angustias, que estaba muy lejos de acriminar a su marido por la tardanza? ¡Lo que ellas habían tenido que hacer y que moverse! Estaban rendidas de cansancio y muertas de debilidad, y por eso se habían arrimado a la mesa en cuanto conocieron, por el modo de sonar de la campanilla, que era él quien llamaba a la puerta. A las cinco y media de la tarde habían salido en coche las tres, para hacer varias visitas en los hoteles de la playa; desde allí se habían venido con ellas las de Gárgola. Tres y dos, cinco. Apenas cabían en el landó; pero apretándose, apretándose… En vilo venía una de las chicas. Después habían ido a pie a las ferias. ¡Qué rebullicio aquél y qué matraqueo! ¡Cuánta gente ociosa y cuantísimo descortés! ¡Qué manera de mirar la de algunos, y qué chicoleos tan cursis a lo mejor! ¡Hasta los vocingleros de las tiendas, con el pelito atusado y bailando en el aire las porquerías que deseaban vender, se permitían echar sus flores! Y eso de día, porque de noche, aquello era ahogarse de calor y de apreturas; ya se lo tenía advertido a sus hijas: que no contaran con ella para andar de noche por allí. Lo había hecho una vez, para que vieran la iluminación… pero una y no más. Al salir del ferial se encontraron con las de Sotillo, solas como siempre y campando por sus respetos. Verdad que ya estaban bien aseguradas de peligros. ¡Qué peripuestas, qué charlatanas y qué insufribles! Tuvo que presentárselas a las de Gárgola, que se quedaron pasmadas al oírlas. ¡Mujeres más simples! Ellas eran buenas, eso sí, y complacientes y cariñosas como nadie; pero mareaban, y además se ponían en ridículo. A las pobres chicas las habían vuelto tarumba con las grandezas de costumbre. Las habían preguntado por todas las familias más sobresalientes de Madrid, ¡y con una frescura!… Si se había casado Lola Torrijos; Tita Quiñones estaba algo desmejorada la última vez que la habían visto en «el Real.» Por entonces enviudó la duquesa del Pámpano. ¡La pobre! Daba compasión oírla. ¡Qué dolor el suyo!… Lo mismo que si las trataran a todas con la mayor intimidad. Salió, por supuesto, a relucir lo de los primos grandes de España y tíos embajadores; y si las aprietan un poco, hubieran soltado lo de sus entronques lejanos con príncipes y virreyes. Después de esta parada, que fue larga, un paseo de extremo a extremo de la población; y vuelta a la playa en ferrocarril para acompañar a su casa a las dos amigas; allí nuevas detenciones y nuevos paseos, y un poco de música en el salón de conciertos; y vuelta a la ciudad, y más paseos, y más música en la plaza, hasta las diez y media muy dadas…
La doña Angustias narraba bien: tenía buenas caídas, y suma gracia para subrayar las malicias con la voz y con los ojos, que aún eran parleteros. Había facilidad y soltura muy agradables en todos sus movimientos; conservaba sana la dentadura, y abundante el pelo, ya gris, de su cabeza, bien conformada; y aunque pecaba en exceso la redondez de sus carnes, todavía le sentaba bien la ropa, sin esforzar mucho el ingenio su modista. Su marido la escuchaba sin pestañear, pero no con aquella delectación extática de otras veces: parecía más atento que a saborear las sales del relato, a estudiar el efecto de ellas, por debajo de la visera de su gorra, en la cara de Irene. Algo de esta curiosidad debía sentir también la misma narradora, sobre todo cuando su hija Petra, por no creer, sin duda, bastante marcados los trazos de determinadas siluetas, como, verbigracia, las de las famosas de Sotillo, había salido en su ayuda con el santo fin de darles el necesario relieve con aquella magistral donosura de que Dios la había dotado, y era el embeleso de su madre, voto de excepción en la materia: en estos casos, y aún en otros más, doña Angustias miraba también a Irene con el rabillo del ojo, como la miraba Petrilla muy a menudo, picada igualmente de la misma curiosidad.
Y a todo esto, Irene callada como un marmolillo, comiendo poco más de nada y reflejando en su cara que tenía la consideración puesta en asuntos bien extraños a los que se ventilaban allí.
Positivamente era lo que llamaba el de Madrid, en su jerga flamenca, una mujer de buten, o lo que es lo mismo, en castellano honrado y decente, una real moza; pero no estaban en lo justo ni él ni el inflamable Fabio López, al afirmar el primero que, detrás de los negros, rasgados y velludos ojos de Irene, había, o podía llegarse a ver, un alma preñada de misterios temerosos; y el segundo, que eran el reflejo de un espíritu bravío y casi montaraz. Nada de eso: vista de cerca y desapasionadamente, la hermosura de aquellos ojos, aunque negros y sombríos, era noble, hasta dulce; y más