Nubes de estio. Jose Maria de Pereda
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Don Roque, pues, había llegado a hacer de aquel salón algo como lugar sagrado en donde penetraba a las horas de culto con fervor entusiástico, y hasta con unción casi mística. Para sus alegrías, para sus pesares, para sus proyectos en germen… para todo necesitaba de aquellos tonos encarnados, de aquel mirador vistoso, de aquellos suelos alfombrados, de aquella oscura chimenea, de aquéllos sus privilegiados consocios, de sus voces cascajosas, de sus caras avinagradas, de las zumbas insípidas del uno, de la iracundia del otro, de las pesadeces de éste, de las displicencias de aquél, de las lamentaciones de Sancho Vargas y de las dulzuras de Pepe Gómez: todo ello en conjunto y cada cosa de por sí, tenía la virtud de inspirarle ideas, de fortalecerle el ánimo, de desahogarle el corazón de más de cuatro corajinas, y de mejorarle el estilo.
¡Y hubo un día en que unos cuantos mequetrefes, como los del salón vecino, alborotando a la sociedad y seduciéndola, lograron barrenar sus estatutos tradicionales y hacer que se bailara, ¡que se bailara! cuando los mocosos tuvieran antojo de ello, en aquel salón jamás profanado, ¡precisamente en aquél! Y ya se había bailado muchas veces, y se bailaría otras muchas más; y cada vez que se bailaba, los candelabros con lágrimas de estearina al día siguiente, y la alfombra pisoteada, y los muebles trastrocados… En fin, no se podía hablar de eso… Y no se hablaba jamás de la negra desventura en el sanedrín aquel.
Pues bueno: al despertarse don Roque al día siguiente a la sesión borrascosa de La Alianza, no quiso pensar, por de pronto, en las murrias de Irene ni en lo que con estas murrias se eslabonaba por detrás y por delante, sino en el fracaso de los suyos y de los proyectos de Sancho Vargas; en las burradas de Aceñas; en la complicidad manifiesta del presidente, y en las palabritas cortantes del hipocritilla de marras al salir a oscuras de la sesión. Se le ocurrió entonces mucho y nuevo que replicarle, y también al presidente, y a cuantos habían hecho la contra a los proyectos, y hasta al rocín de Aceñas; le entró con esto una comezón que no le dejaba parar en la cama, y levantose muy desazonado. Le picaba también la curiosidad de saber lo que dirían del suceso los dos periódicos de la localidad que él recibía, y eran ambos de la mañana. Desayunose deprisa; y al bajar al escritorio, mucho antes de la hora de costumbre, ya le habían metido en casa, por debajo de la puerta, El Océano, el cual periódico no se clareaba gran cosa acerca del asunto. Empleaba una de cal y otra de arena. Buenas eran las intenciones del proyectista; beneficiosos quizá sus proyectos; realizables acaso; pero también habían sido muy cuerdos los reparos que se le habían hecho; y para eso se discutía, para depurar las cosas y quedarse con lo mejor de lo bueno. En cuanto a los planes de Aceñas, no eran, al fin y al cabo, más que un modo particular de ver en el asunto, con el mejor y más patriótico de los deseos… En suma, que todo lo hallaba pasadero el articulista, menos la escasez de alumbrado en el salón de actos de una sociedad tan respetable. Lo de haberse quedado a oscuras a lo mejor tanto caballero pudiente, y verse obligados a salir del local alumbrándose con cerillas, no le parecía cosa mayor.
– Pues tampoco a mí las explicaderas tuyas, grandísimo pastelero,– exclamó don Roque, poco ducho en paladear ironías, arrojando con furia el periódico.
A poco rato llegó al escritorio el otro, El Eco Mercantil. ¡Éste sí que cantaba claro y ponía el dedo sobre la llaga! Según él, era una mala vergüenza lo que había pasado allí. Hasta se había puesto en duda, por la malevolencia de un puñado de pigmeos, la capacidad inmensa y el inconmensurable patriotismo del insigne autor de los dos proyectos que, una vez realizados por los medios fáciles y llanos que con asombrosa lucidez se exponían en la Memoria razonada («que, por cierto, dio motivo a uno de los discursos más hermosos y conmovedores que se habían oído ni se oirían en aquel salón»), hubieran engrandecido y regenerado a aquella infortunada ciudad, tan digna de mejor suerte. No había habido recurso, por innoble que fuera, de que no se echara mano para matar en germen aquella grande obra, fruto de colosales esfuerzos de una inteligencia superior, y de incalculables y mal agradecidos desvelos. Hasta se había acudido al arma del ridículo, explotando la estulticia de un desdichado, cuyos desvaríos, consentidos por el presidente, habían sido el castigo providencial de la desatinada conjura. Y así a este tenor seguía cantando el papel.
Don Roque le leía temblando de gusto y punteándole y comeándole con ¡bravos! y con ¡leñas! que a él mismo le levantaban del sillón destripado en que se sentaba.
– Esto siquiera le venga a uno y le consuela de verdad— díjose después de acabar la lectura.– Así se escribe, ¡con alma! Y no como vosotros, cantarines de chanfaina… «Pero ¡qué demonio!– pensó de pronto,– si, bien mirado el caso, lo de El Eco es como tener un tío en Alcalá… porque está puesto por el mismo Sancho Vargas: lo sé yo por el aire de ello, y porque siempre ha hecho lo mismo. Pero, con todo— añadió después de cavilar un poco,– la cuenta sale: la gente que no está en la malicia, no verá más que lo que cantan las letras de molde. ¡Buen golpe, amigo! ¡Bueno de veras!»
Y con esto se consoló por de pronto, y fue entreteniendo las impaciencias hasta la hora de darse un desahogo a todas sus anchas en el Casino. Las horas de culto en aquel santuario eran después de comer y antes de cenar. Comió poco; y con lo último de ello entre los dientes, se largó de casa, ignorando si, en lo veloz del paso que llevaba, podía más que el deseo de llegar pronto al gran salón, el de alejarse del otro lío, del doméstico, cuyas marañas no quería tocar mientras no se desenredase de las del primero, porque al pobre hombre jamás le habían cabido dos enredos juntos en el meollo, y aún le acontecía a menudo, como entonces, posponer en sus preocupaciones lo principal a lo secundario.
Todos sus consocios, menos Sancho Vargas, estaban ya allí. Tomó el caso a señal de que se le preparaba un triunfal recibimiento, como función de desagravio, y en esta inteligencia modificó el andar y rectificó su continente para