Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

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Nubes de estio - Jose Maria de Pereda

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buscando. Nueva desilusión: ni siquiera se hablaba de ello.

      Acaso hubieran hablado ya; pero ¿por qué no se renovaba el tema al verle llegar a él? ¿No era él la cabeza del partido derrotado en la sesión memorable? ¿No equivalía a un garrotazo en la suya el fracaso jaleado de los proyectos de Sancho Vargas? Y ¿por qué aquellos hombres no se movían para desagraviarle, por de pronto, y después para ayudarle a tronar contra el enemigo común? ¿Habrían prevaricado también? ¿Sería posible que ya no quedara en el pueblo más hombre de fiar, más hombre serio que él y, a todo tirar, Sancho Vargas? Todo podía creerse, visto como iban corrompiéndose las cosas del mundo, achicándose los caracteres y rebajándose las estaturas.

      Sintiendo agigantarse la suya con el calor del supuesto, arrimose a Pepe Gómez, que poseía la única cara decente que había allí, y sentose a su lado. Saludole el otro con la más reverente afabilidad, y hasta tuvo la delicada ocurrencia de preguntarle:

      – ¿Y qué tal, mi señor don Roque? ¿Se va pasando ya la desazón de anoche?

      – ¡Desazón?– preguntó a su vez el hombre, con mal disimulado despecho; y en seguida prosiguió, alzando la voz, de modo que le oyeran los demás consocios, que no se curaban de él:– No fue grande, a Dios gracias; pero grandes o chicas, le aseguro a usted, mi buen amigo don Pepe, que no tiene vergüenza el hombre formal, independiente y serio que se las toma por convecinos ingratos, por compañeros… descorteses…

      Y recorría con los ojos los grupitos del salón a medida que acentuaba las palabras, por ver si descubría en algunos señales de que les escocían. Pero nadie se daba por dolorido, ni siquiera por enterado de ellas.

      – Es así el mundo, señor don Roque— dijo el pulido mozo, golpeándose una pernera con el bastón y enseñando los blancos dientes por la abertura de una sonrisa— , ¡y sabe Dios lo que sería si los hombres de empuje y de buena voluntad, como usted, le dejaran entregado a sus flaquezas originarias! Hágase el bien y peléese por las buenas causas, que no faltará quien lo vea, y lo estime, y lo bendiga…

      – ¡Cierto, cierto!, exclamó don Roque clavándose por el pecho en la lisonja del otro.– Pero, hombre, déjenle a uno el consuelo de desahogar sus disgustos entre los buenos amigos… si es que los hay. Que le ayuden, ¿eh? que le pregunten esto o lo otro sobre el caso… vamos, que le escuchen y le desenfaden tan siquiera. Porque si…

      En esto entró en el salón Sancho Vargas, sofocado, jadeante, sudoroso, con el sombrero a media cabeza y un periódico en la mano.

      – ¡Esto es el colmo ya de la desvergüenza!– dijo en alta voz;– el sainete de la comedia que se representó anoche en la sociedad por esos caballeros finos y tolerantes, que me soltaron a Aceñas a última hora, como quien suelta un toro de Colmenar… Y nada: aquí no hay enemigos, aquí no hay envidiosos, como decía nuestro digno presidente. ¡Ah, señores! ¡ah, señores! ¡qué paradero aguarda a este pueblo que os vio nacer, por el camino que seguimos!

      Preguntósele qué era lo que ocurría; a lo cual respondió, después de arrimarse a la chimenea y de desplegar el periódico arrugado que empuñaba:

      – Pues ocurre lo que ya era de esperar, después de visto lo de anoche y lo que quiere decir esta mañana el gazmoñito de El Océano.

      – Yo no leo más que El Eco Mercantil, y ese desde que tengo uso de razón,– dijo aquí un socio de los más ariscos y de los más viejos.

      – ¡Ah! pues gracias a ese respetable periódico, que pone hoy las cosas en su punto— replicó Sancho Vargas;– que si no, medrado estaba el público, y medrados estábamos nosotros con lo que pasó anoche, con lo que dijo esta mañana El Océano, y con lo que acaba de decir este papel que traigo en la mano, La Bocina del País, ese periódico desarrapado, insolente…

      Pero ¿qué es lo que dice?– preguntó desde su asiento don Roque, que tiritaba de miedo y renegaba de las digresiones del otro.

      – Una friolera— contestó Sancho Vargas, metiendo los ojos por el papel.– Se figura en la copla (porque el cuento está en copla, y de columna y media), que se titula Las constituciones de Sancho Panza, una ínsula…

      – Hombre, ¡una ínsula!– exclamó aquí un erudito del auditorio, una de las dos cabezas de turco.– Y ¿qué es eso de ínsula?

      – Ínsula— contestó Sancho Vargas, mientras se mordía los labios para disimular la risa Pepe Gómez, y abría don Roque los ojos y la boca para pescar en el aire la definición de la palabreja, que desconocía también,– es… lo que irá usted viendo poco a poco. Se figura una ínsula, una ínsula llamada Ba… ba… Aguarden ustedes. Ba… bara… Barataria… en fin, una ínsula que inventa el coplero, y a esa ínsula va Sancho Panza de gobernador… ¡Vean ustedes qué barbaridad! y va instruido por don Quijote, que ya se sabe que era un caballero que se volvió loco; y como instruido por un loco, el gobernador Sancho Panza empieza a arruinar la ínsula publicando y haciendo cumplir constituciones en que se manda, bajo pena de la vida, punto más, punto menos… lo que se contiene en mis dos proyectos leídos anoche en La Alianza… hasta que le sueltan un novillo de tres años… En fin, caballeros, lo mismo, ¡lo mismo que lo otro!

      – Pues eso debe de ser gracioso— apuntó el Quevedo de allí.– Léanoslo usted, amigo don Sancho.

      – ¡Yo leer estas inmundicias!– exclamó Vargas indignado.– Sería hacerles una honra que no se merecen… Y hasta me extraña la indicación, hablando como lo siento.

      – Y diga usted— interrumpió don Roque, que daba ya diente con diente, dirigiéndose a Sancho Vargas:– en el supuesto de que sea usted Sancho Panza el de la ínsula, ¿quién es el don Quijote que le instruyó en lo que debía de disponer en ella?

      – Pues ese don Quijote— respondió Sancho Vargas con su poco de fruición,– debe de ser usted, por las trazas.

      Riose el cónclave con esto, empalideció de ira don Roque, alzose del sofá súbitamente, irguiose hasta donde le fue posible y; encarándose de medio lado con el grupo de sus consocios, díjoles, con voz un poco descompuesta, cargado sobre el bastón y con un pie enderezado hacia la puerta de salida:

      – Éstos son los frutos de ciertas semillas; éstas son las alas que dan a los malos las tolerancias de los buenos… Tomen, tomen ustedes a juego cosas como las de anoche, duérmanse, duérmanse en las delicias de crápula, y en la tonía y la pachorra, y diviértanse como si nada hubiera pasado, mientras el ofendido se consume la entraña de disgusto; déjenle, déjenle que se pudra solo… y no digo más. Adiós, señores.

      Dijo, y se largó de allí, sofocado de coraje; pero muy satisfecho del alcance de sus indirectas y del aire de su salida.

      – VI—  Crema fina

      Aquel día rebasó de los límites de lo empalagoso La estafeta local de El Océano. Como no iba firmada, las gentes indoctas que la habían leído se la colgaban a Casallena, fundándose en que aquél era su estilo, clavado; es decir, el estilo de que él abusaba cuando metía la pluma a revolvedora de estirpes, elegancias y finiquituras «de sociedad;» porque, como ya se ha indicado más atrás, Casallena valía mucho más que todas esas chapucerías de similor: pensaba por todo lo alto y escribía como un jerifalte; era agudo, ingenioso, castizo y ameno hasta más no poder; sólo que en cuanto le llegaba el acceso de cronista elegante, ¡adiós mi dinero! ya estaba con los ojos virados, la mano en la mejilla, y lánguido, lánguido, lánguido, trocando el tintero de sus glorias por una dulcera, y empapando las lisonjeras hipérboles de su pluma en almíbar

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