Dafnis y Cloe. Juan Valera
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Los griegos la llamaron mytho, y los latinos fábula. Contar o hablar equivalía a referir fábulas o mythos. Hablar viene de fabulor, que a su vez viene de fábula; y mytho en griego significa a la vez palabra, discurso, fábula o tradición popular o cuento. Toda habla tenía, pues, en lo antiguo, sobre todo cuando narraba, mucho de cuento, novela o fábula. Por medio de ellas se explicaban los fenómenos de la Naturaleza: el terror de los bosques, el curso del sol y de las estrellas, la vida misteriosa de las plantas, la voz del escondido eco, la recóndita inmensidad y el prolífico abismo de los mares, el subterráneo origen de las fuentes: el brío devorador a par que plasmante de la llama, la lucha de los elementos, sus afinidades y consorcios fecundos, la fuerza que amontona los metales o que cuaja el cristal en las entrañas de la tierra, el arco iris que se extiende en la bóveda azul, las tinieblas de la noche, el fulgor de la aurora, las nubes, el trueno, el rayo, la lluvia que fertiliza y el viento que destroza; cuanto hiere, en suma, la imaginación de los hombres, cuando la Naturaleza hablaba con más poderosa voz que en el día a sus potencias y sentidos, sin apartar el velo que la cubre ni hacer patentes sus entonces inefables y temerosos arcanos. Los afectos, pasiones y apetitos, que conmovían nuestro ser, no analizados tampoco entonces, ni fisiológica ni psicológicamente, se personifican del mismo modo que los fenómenos naturales externos, y de aquí nacían también dioses y diosas, demonios y genios. Cada uno de estos seres fantásticos tenía su vida propia. Su historia, ya se refería, ya se cantaba en himnos. Los acontecimientos humanos, las conquistas bienhechoras o destructoras, la emigración de los pueblos, la fundación de ciudades, reinos o repúblicas; los viajes por mar y por tierra en un mundo apenas conocido, donde la imaginación ponía lo que el entendimiento ignoraba; todo esto, engrandecido a poco de suceder, y a veces a par que sucedía, sin que nadie lo escribiese, trasmitiéndose y creciendo al pasar de boca en boca, y conservando a menudo en la memoria, merced a la palabra rítmica, dejaba de ser historia, se convertía en cuento, fábula o mytho, y era, en suma, la materia épica diseminada o difusa. En ella se guardaba, oculto en símbolos y figuras, todo el saber de las primeras edades; de donde, con el andar del tiempo, salieron las maravillosas epopeyas, cuando un vate singular y dichoso acertó a reunir los dispersos cantares en armónico conjunto, y de donde la historia brotó más tarde, cuando un observador, curioso y discreto, agrupó esos mismos cantares épicos, hablas y tradiciones, poniéndolos en desatada prosa y procurando dar alguna razón de ellos en virtud de la crítica naciente.
De aquí que, en fuerza de ser todo novela (religión, geografía, historia, ciencias naturales, moral y política), no viniese hasta muy tarde la novela propiamente dicha.
Han disputado muchos eruditos sobre la procedencia de la novela griega. Unos, como Huet, suponen que vino del Oriente; otros, que nació en Grecia, original y castiza. Yo creo que, sin duda, los primitivos griegos traían ya sus creencias y sus mythos desde que emigraron de la cuna de la raza aria, en las faldas del Paropamiso; que fueron después inventando mucho, y que tomaron también no poco de Egipto, de Fenicia, del Asia Menor, de Tracia y de otras regiones y pueblos; pero los griegos, admirablemente dotados por la Naturaleza, pusieron en todo el sello de su propio ser: la gracia, la medida, la armonía y el buen gusto instintivo e innato.
Como quiera que ello sea, la ficción fue, en un principio, candorosa, y no reflexiva: tuvo carácter épico, tanto por el sujeto que fingía, cuanto por el objeto fingido. No era la ficción individual, o se habían perdido las huellas de que lo fuese: era obra de la imaginación colectiva: no era historia fingida adrede, sino creída y soñada; ni era tampoco de casos meramente domésticos, sino importantes al pueblo todo o a todos los hombres: historia de reyes, de patriarcas, de héroes epónimos, de dioses y semidioses, los cuales, ya, como Hércules, Teseo y Belerofonte, altos modelos de los ulteriores caballeros andantes, socorrían doncellas, amparaban menesterosos y libertaban la tierra de monstruos y tiranos; ya, como Baco, Osiris y los Arganautas, se extendían por el mundo, civilizándole en expedición conquistadora; ya, como Hermes, inventaban artes que hacen grata la vida; ya, como Prometeo, arrostraban la cólera del cielo y del inflexible destino, a fin de salvar, mejorar o ennoblecer al género humano.
Cuando toda esta materia épica pasó de ser oral a ser escrita, y perdiendo el ritmo o forma de la poesía, vino a ponerse en prosa la ficción, o dígase la novela en su más lato sentido, entró en un período importante de su historia, si bien aun apenas aparecía aislada, sino combinándose con todo. Los moralistas se valían de ella para inculcar sus preceptos, y los filósofos y políticos para hacer más perceptibles y populares sus teorías y sistemas. De aquí la fábula de Platón sobre la Atlántida y sobre Her el armenio, la del grave Aristóteles sobre Sileno y Midas, y la de Jenofonte sobre la educación de Ciro.
Lo inexplorado hasta entonces de este planeta en que vivimos, daba lugar a innumerables utopías; esto es, a tierras incógnitas o muy remotas, donde vivían pueblos extraños, ya por lo monstruoso de su ser y condición, ya por estar gobernados de una manera singular y perfecta, según el gusto de quien transmitía o inventaba, la ficción. Así nacieron, y se pusieron en diversos sitios, reinos o repúblicas de amazonas, de pigmeos y de arimaspes, y así surgieron también islas afortunadas: el país de los hiperbóreos, amados de Apolo; la tierra de los meropes, la nación india de los atacoros, y hasta la Pancaya de Evhemero.
De la misma suerte que, por ignorancia de la geografía, se creaban países y pueblos fantásticos, por el desconocimiento de los casos pasados, emigraciones de razas, conquistas, victorias, civilizaciones, florecimientos y decadencias, nacieron multitud de historias de pueblos primitivos, donde a veces, sobre la leve trama de algunos hechos reales, la fantasía tejía y bordaba mil prodigios.
Para dar autoridad a alguna doctrina religiosa o filosófica, casi se forjaba un personaje y toda su portentosa historia, como la de Abaris o la de Zamolxis, y, por el contrario, para glorificación de un personaje real, se forjaba su leyenda. Así se escribieron no pocas vidas, no ya sólo de reyes, héroes y conquistadores, sino también de sabios y de filósofos, como la de Pitágoras por Jámblico y Porfirio, la de Apolonio de Tyana por Filostrato, la de Plotino por Porfirio y la de Proclo por Marino. Hasta para dar una explicación racionalista a la historia divina, para traer a la tierra a los númenes que el vulgo adoraba y reducirlos a la condición y proporciones humanas, se inventaba fábulas no menos increíbles y absurdas que la misma religión, que tiraban a destruir, como ocurría en la ya citada Pancaya de Evhemero, quien cuenta hoy sin las disculpas que él tenía, tan numerosos y brillantes discípulos, v. gr.: Rodier, Renan, Moreau de Jonnes y, sobre todo, el autor de un libro titulado Dios y su tocayo donde se pretende probar que Jehováh era el emperador de la China y Adán un súbdito rebelde, expulsado del Celeste Imperio.
Es evidente que, al señalar aquí las diversas direcciones que tomó entre los griegos el espíritu de invención novelesca, lo hacemos con rapidez y a grandes rasgos, y no podemos ceñirnos a la cronología, ni marcar con precisa distinción épocas y períodos. Baste que nos atrevamos a afirmar que, hasta los tiempos de Alejandro Magno, apenas queda rastro de lo que ahora podemos llamar novela de costumbres. Toda ficción es sobre algo que toca o interesa a la vida pública, ya religiosa, ya política, ya filosófica. La novela de casos domésticos estaba en germen y reducida al cuento oral, que hasta muy tarde no empezó a coleccionarse.
Estos cuentos venían principalmente de Mileto, de Sibaris y de Chipre, y eran a menudo amorosos y obscenos. Los más antiguos recopiladores de estos cuentos, de quienes se tiene noticia, son de la edad de Alejandro, o posteriores, como Clearco de Soli, Partenio de Nicea, maestro de Virgilio, y Conón, que vivió en el mismo tiempo.
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