Los Argonautas. Vicente Blasco Ibanez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los Argonautas - Vicente Blasco Ibanez страница 10
Al bajar del automóvil encontró desiertos los alrededores de la estación. Era un tren el suyo de escasos viajeros: un simple coche-dormitorio que por la línea de cintura iba a unirse con el expreso de Portugal en la estación de las Delicias. Cerca de la entrada vio algunos mozos que venían hacia él para apoderarse de sus maletas, y un coche de alquiler inmóvil, con el cochero soñoliento y el caballo husmeando el suelo. Algo blanco, encuadrado por una ventanilla, se agitaba en su obscuro interior. La luz de un farol de gas arrancó de este bulto un reflejo irisado, un fulgor de piedras preciosas. Ojeda, sin darse cuenta de su avance, se vio junto a la portezuela del carruaje… Era ella, envuelta en una capa de seda y pieles, con las plumas de su peinado dobladas por la exigua altura del techo; ella, empolvada, pintada para disimular su palidez, con gruesos brillantes en los lóbulos de sus orejas y una fijeza trágica en los ojos desmesuradamente abiertos.
– Quería verte sin que tú me vieras – murmuró con voz quejumbrosa – .Verte una vez más. Me he escapado del Real… No podía vivir pensando que aún estabas aquí. Y ahora, ¡adiós!… No; besos, no. ¡Adiós!
El cochero, obedeciendo sin duda a una orden anterior, dio un latigazo al caballo, y Fernando tuvo que apartarse. Una rueda pasó junto a sus pies. Al borrarse instantáneamente la visión blanca, columbró la agitación de un pañuelo y creyó oír un gemido.
Los andenes de la estación estaban desiertos, lóbregos. Sólo brillaban las estrellas rojas de unos cuantos faroles, astros perdidos en las tinieblas, bajo el enorme caparazón de hierro de la techumbre. En la vía central una locomotora y un vagón, que, aislados, parecían un juguete.
Fernando vio que sólo iba a tener por compañeros de viaje a los individuos de una familia. ¡Pero qué familia!… Llenaba casi todos los compartimientos del vagón, y en torno de ella y de una montaña de equipajes agitábanse más de doce servidores: porteros de hotel, camareros movilizados, mozos de carga, automovilistas.
Sintióse contento de esta vecindad: empezaba a estar entre los suyos. Aquella familia necesariamente debía ser argentina; una de esas familias que ocupa todo el piso de un gran hotel, llena un vagón entero, alquila el costado de un buque, y estrechamente unida se desplaza de un hemisferio a otro sin abandonar otra cosa que los muebles. El jefe de la tribu daba órdenes y propinas; la señora, alta, carnuda, majestuosa, con el talle algo deformado por la maternidad, leía la guía de ferrocarriles a través de sus lentes de oro. Cerca de ella tres jóvenes elegantes, las hijas, y dos igualmente adornadas, pero de mayor edad: las cuñadas del señor. Un poco más lejos la suegra, venerable matrona vestida de negro, de aire aseñorado y resuelto, que cuidaba de las niñas más pequeñas. Luego los hijos varones, que eran muchos, y a Ojeda le producían el efecto visual de una tubería de órgano cuando por casualidad se colocaban en fila, de mayor a menor. El más grande con la cara afeitada, fumando, y un aire resuelto de hombre que lo sabe todo y nada le queda por ver. Pensó Fernando al examinarle que tal vez llevaba en sus maletas algunas fotografías de bellezas profesionales de París con dedicatorias de pasión: «À mon cher coco de Buenos Aires». Los hermanos pequeños exhibían regocijados varias panderetas adquiridas recientemente, con suertes de toreo pintadas en el parche, y algunas banderillas ensangrentadas procedentes de la corrida de la tarde.
Después venía el personal auxiliar de la familia: un ayuda de cámara andaluz, que lanzaba un che a cada dos palabras para que no le confundiesen con los de la tierra; una institutriz británica, roja y malhumorada; una doncella gallega, con vestido negro y cuello y puños masculinos; otra de pelo cerdoso, achocolatada de tez, los ojos achinados, oblicuos. Y la familia entera con un aspecto de audacia tranquila, de inmutable atrevimiento; robustos, duros y grandes por la alimentación carnívora desde el momento del destete; mirándolo todo con descaro, llamándose a gritos, introduciéndose por las puertas en irrupción arrolladora, como si todo fuese suyo.
Se consideró Ojeda empequeñecido por el número y el esplendor de sus compañeros de viaje. ¡El dinero que costaría mover esta tribu, acostumbrada a vivir siempre en un cuadro de abundancia y comodidades! ¡Lo que tendría detrás de él aquel caballero puesto de chaqué y sombrero de media copa, jefe de la caravana, al que los sirvientes llamaban «doctor»!… ¡A lo que se presta el trigo! ¡Lo que puede dar el vientre de las vacas!…
Pero una confianza repentina se apoderó de él pensando en los ascendientes de esta gente lujosa, toda ella uniformada con arreglo a las últimas novedades de París. Los abuelos, o quién sabe si los padres, habían salido, como él, camino de las tierras nuevas, en busca de fortuna. Como él no, indudablemente peor: en un buque de vela, llevando bajo el brazo los zapatos para prolongar su uso, aceptando los ranchos de a bordo como un regalo desconocido… Tal vez llegaba él un poco tarde, pero raro sería que no le hubiesen dejado alguna migaja. Y mirando a la banda feliz, cual si una simpatía de oculto parentesco le uniese de pronto a todos ellos, murmuró alegremente, con la primera alegría que había experimentado en mucho tiempo: «Allá vamos todos, queridos amigos».
El recuerdo de la noche pasada en el tren, noche de insomnio en compañía de la imagen de Teri envuelta en su capa blanca, con las plumas ondulantes sobre el peinado y dos astros en las orejas, le hizo recordar que tenía ante él una carta sin concluir; y otra vez concentrando su mirada, se vio en el jardín de invierno del trasatlántico.
Estaba solo. No quedaba en el salón ninguna de las extranjeras rubicundas que hacían labores y hojeaban revistas. Los músicos habían desaparecido. El silencio nocturno sólo era cortado por leves crujidos de la madera y el balanceo de los objetos.
Ojeda se decidió a escribir.
Ten fe en nuestro destino. No desesperes: tal vez nuestro amor necesitaba de esta prueba para fortalecerse. Lo importante es que me ames, pues si tú me amas, no hay potencia adversa en el mundo que pueda separarnos… ¿Te acuerdas de aquella tarde en el Real, cuando escuchamos juntos el primer acto de El ocaso de los dioses? Nuestras cabezas, casi unidas, parecían beber la música del mago, y con la música las palabras: palabras de poeta, de uno de los más grandes poetas de amor que han existido, grandiosas y fuertes, dignas de héroes. La walkyria, convertida en mujer, estremecida aún por la sorpresa de la iniciación carnal, se despide de Sigfrido, el héroe virgen que acaba igualmente de conocer el amor. El afán de aventuras, de nuevas empresas, le impulsa a correr el mundo. El hombre no debe permanecer en estéril contemplación a los pies de su amada eternamente. Debe hacer grandes cosas por ella; debe aprovechar la fe y la energía que vierte el amor en el vaso de su alma. Al separarse conocen, lo mismo que nosotros, las primeras amarguras del alejamiento, pero son inconmovibles como semidioses.
– ¡Oh si Brunilda fuese tu alma para acompañarte en tus correrías! – dice ella, ansiosa de seguirle.
– Es siempre por ella que se inflama mi coraje – contesta el héroe.
– Entonces, ¿serás tú Sigfrido y Brunilda juntos?
– Allá dónde yo me halle, los dos estarán presentes.
– ¿La roca donde yo te aguardo quedará entonces desierta?
– ¡No! Porque no haciendo más que uno, allí dónde estés tú estaremos los dos.
– ¡Oh dioses augustos, seres sublimes, venid a saciar vuestras miradas en nosotros!… Alejados el uno del otro, ¿quién nos separará?… Separados el uno del otro, ¿quién podrá alejarnos?…
– ¡Salud a ti, Brunilda, resplandeciente estrella! ¡Salud, valiente amor!
– ¡Salud