Los Argonautas. Vicente Blasco Ibanez

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Los Argonautas - Vicente Blasco Ibanez

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Teri, y se muestran grandes y serenos en su despedida, no porque son hijos de dioses, sino porque tienen una confianza de niños, una fe ingenua y sana en la eternidad de su amor. Seamos como ellos; enjuguemos nuestra lágrimas y miremos de frente las sombras del porvenir sin miedo alguno, con la certeza de que hemos de ser más poderosos que el destino. Digamos igualmente: «Alejados el uno del otro, ¿quién nos separará?… Separados el uno del otro, ¿quién podrá alejarnos?». Allí dónde yo me halle, estaremos los dos; porque los dos no somos más que uno, y dónde tú te encuentres, mi alma irá contigo. ¡Salud, oh Teri, resplandeciente estrella! ¡Salud, radiante amor!…

      Cuando hubo cerrado la carta, salió del jardín de invierno con paso algo inseguro por lo movedizo del suelo. Abrió una puerta de gran espesor, semejante a un portón de muralla, y tuvo que llevarse una mano a la gorra al mismo tiempo que le envolvía una tromba glacial. Se vio en uno de los paseos del buque. A un lado, paredes blancas y charoladas reflejando la luz de los faros eléctricos del techo, y sillones abandonados en larga fila; al lado opuesto, una barandilla forrada de lona, ostentando entre columna y columna, como adorno decorativo, unos rollos salvavidas de color rojo con el nombre del buque pintado en blanco: Goethe. Más allá de la baranda, el misterio: una intensa negrura que devoraba el resplandor eléctrico, no dejándole avanzar más que algunas pulgadas en sus entrañas sombrías; espumarajos fosforescentes, rumor sordo de fuerzas invisibles que avisaban su presencia con choques y rebullimientos.

      Ojeda vio venir hacia él con paso vacilante a un hombre vestido de smoking que le saludó desde lejos.

      – ¡Cómo se mueve el amigo Goethe! Ni que acabase de beber en la taberna de Auerbach con los alegres compadres de su poema.

      Era Maltrana, que se había preparado para la comida, satisfecho de esta ordenanza suntuaria del buque, de gran novedad para él. Confesaba a Fernando que tenía hambre y se había vestido con anticipación, creyendo adelantar de este modo la llamada al comedor. El aire del mar – según él – convertía su estómago en una jaula de fieras.

      – Esta noche va a bailar un poco el vapor, pero al amanecer fondearemos en Tenerife. Fíjese en mí, noble amigo: creo que para un hombre que se embarca por vez primera, no lo hago del todo mal.

      De espaldas al mar, abarcaba en una mirada de satisfacción la nítida brillantez del buque, la limpieza del suelo, la prodigalidad del alumbrado, los fragmentos de salón que se veían a través de las ventanas.

      – Qué vida, ¿eh, amigo Ojeda?… La comida a sus horas, a toque de trompeta; la mesa puesta cuatro veces al día; un ejército de camareros y doncellas, la mayor parte de los cuales me entienden con dificultad, lo que es una ventaja para prolongar la conversación y conocerse mejor. Cada uno revestido con sus mejores ropas, como si el smoking fuese la casulla del culto del estómago; cerveza fresca como el hielo, música gratis a cada instante, y una adorable sociedad: una sociedad condenada a vivir junta, así se enfade o esté alegre, a mostrarse cada uno con su verdadera fisonomía, pues no hay comediante que sostenga sus fingimientos en una representación tan larga y continua… Y nadie puede huir; y nadie está obligado a pensar ni a hacer nada; y todos nos ofrecemos en espectáculo tales como somos. Comer bien y… lo otro, si es que se presenta una buena ocasión; he aquí el programa… ¡Lástima que nuestra vida no haya sido así siempre!… ¡lástima que no lo sea cuando lleguemos a la otra acera de esta calle azul!

      II

      Una marcha militar despertó a Ojeda sonando sobre su cabeza con gran estrépito de marciales cobres. Por la ventana del camarote entraba un rayo de sol, trazando sobre la pared temblonas y cristalinas ondulaciones, reflejo de las aguas invisibles. El buque avanzaba lentamente, y al fin quedó inmóvil, mientras arriba continuaba rugiendo la música su marcha triunfal, que parecía evocar un desfile de águilas bicéfalas con las alas extendidas sobre masas de cascos puntiagudos.

      Tenerife. Miró Fernando por entre las cortinillas, y sólo vio un mar azul y tranquilo: las aguas unidas y luminosas de una bahía en calma. La tierra estaba al otro costado del buque. Y como conocía la isla, por haber bajado a ella en anteriores navegaciones, volvió a acostarse para gozar despierto del regodeo de la pereza, mientras en los camarotes inmediatos chocaban puertas, se cruzaban llamamientos en distintos idiomas, y sonaba en los corredores un trote de gentes apresuradas, atraídas por el encanto de la tierra nueva.

      Una hora después subió Ojeda a las cubiertas superiores. El buque, al inmovilizarse, parecía otro. Había perdido el aspecto de mansión cerrada y bien calafateada que tenía en los días anteriores. Puertas y ventanas estaban abiertas, dejando entrar a chorros, junto con el sol, un aire cargado de efluvios de vegetación caliente. Los pájaros cantaban en sus jaulas con repentina confianza al sentirlas inmóviles. Las plantas del invernáculo parecían expandirse moviendo acompasadamente sus manos verdes, como si saludasen a las hermanas de la orilla próxima. Flores frescas, que aún mantenían en sus pétalos el rocío de los campos, agrupábanse sobre las mesas del comedor. Los pasajeros asentaban sus pies con extrañeza y satisfacción en el suelo inmóvil y firme como el de una isla, después de la inestabilidad ruidosa de la noche anterior.

      Al salir Fernando a la cubierta de paseo, sintió enredarse sus piernas en un montón de telas vistosas extendidas junto a la puerta, al mismo tiempo que zumbaba en sus oídos el griterío de una muchedumbre. Le pareció estar en una feria de las que se celebran semanalmente al aire libre en los pueblos de España. Había que abrirse paso con los codos entre los grupos compactos. Bancos y sillas estaban convertidos en mostradores.

      Invadía el suelo un oleaje multicolor de cálidas tintas, remontándose hasta lo alto de las barandillas y los huecos de las ventanas. Eran mantelerías con calados sutiles semejantes a telas de araña; pañuelos de seda de tonos feroces que daban a los ojos una sensación de calor; kimonos con aves y ramajes de oro; leves pijamas que parecían confeccionados con papel de fumar; almohadones multicolores como mosaicos; velos blancos o negros recamados de plata que traían a la memoria las viudas trágicas de la India subiendo al son de una marcha fúnebre a la hoguera conyugal. Los productos de aguja de las isleñas canarias mezclábanse con la pacotilla chillona venida de Asia. Vendedores andaluces o indostánicos gesticulaban entre los grupos de pasajeros, alabando sus mercaderías con sonora hipérbole española o con un balbuceo mezcla de todas las lenguas.

      Ojeda se vio asaltado por unos hombres cobrizos y pequeños, de cara ancha y corta, mostachos de brocha, ojos ardientes con manchas de tabaco en las córneas. Tenían el aspecto de perros de presa chatos y bigotudos; pero buenos perros, humildes, que agarrados a él ladraban con suavidad: «Señor, compra la mía colcha bonita para la tuya madama». «Señor, una echarpa: todo barato.»

      Los vendedores de la tierra pasaban ofreciendo cajas de cigarros empapelados de plata, con las marcas más famosas de Cuba, a pesar de que procedían de las fábricas de Tenerife. A cada momento abordaban nuevas barcas al trasatlántico cargadas de fardos. Sus conductores subían la escala con agilidad simiesca, y tendiendo una cuerda izaban las mercancías, estableciendo a continuación un nuevo puesto. Las frutas de la isla esparcían en el paseo su perfume tropical: la banana impregnaba el ambiente con la esencia de su pulpa de miel. Algunos vendedores iban de un lado a otro ofreciendo hamacas de hilo o grandes sillones de junco trenzado, enormes y majestuosos como tronos. No se podía caminar por el buque sin recibir empellones de la gente, golpes de sillas cambiadas de lugar, o enredarse los pies en los montones de telas. Fernando se refugió en el final del paseo que daba sobre la proa, acodándose en la barandilla, junto al bombo y los instrumentos de cobre abandonados por los músicos.

      Alzaba la isla en el fondo su escalonamiento de montañas volcánicas, con cuadriláteros de tierra cultivada moteados de blancas casitas. En la parte inferior, junto a la masa azul del mar, extendían las fortificaciones españolas sus viejos baluartes, rematados los ángulos por garitas salientes de piedra. La ciudad era de color rosa, v sobre ella se erguían los campanarios de varias iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas

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