Los Argonautas. Vicente Blasco Ibanez
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Ojeda acogió estas palabras con un gesto de asombro.
– No quiero decir – continuó Isidro – que el grande hombre fuese embustero a sabiendas, pero tenía el defecto o la cualidad de todos los que, viniendo de abajo, llegan a una altura gloriosa. Arreglaba a su gusto los sucesos de la vida anterior desfiguraba el pasado de acuerdo con sus conveniencias. Era como algunos millonarios del presente, que en sus primeros tiempos de riqueza confiesan con orgullo las miserias de los años juveniles; pero luego, cuando crecen sus hijos y forman dinastía empiezan a avergonzarse de su origen e inventan parientes opulentos y capitales ilusorios con los que iniciaron sus primeras empresas. El Almirante, al dictar su testamento, habla con amargura de que los reyes sólo dedicaron a su obra un millón o cuento de maravedíes, y que «él tuvo que gastar el resto»… Y eso lo decía a la hora de su muerte, en un país donde todos le habían conocido yendo tras de la corte como parásito solicitante, sin dinero y sin hogar, alojado en conventos, implorando pequeños subsidios para poder moverse de una ciudad a otra… Habían bastado catorce años para una falta de memoria tan estupenda.
– A mí me sorprende el poco caso que hicieron de él durante su vida los que llamaba compatriotas suyos. En la colección de sus cartas hay algunas quejándose al embajador genovés Oderigo porque no le contestan de allá. Envía al Banco de San Jorge de la ciudad de Génova todos sus papeles en depósito, y los señores del Banco, sólo después de algún tiempo, le dan una respuesta por indicación de Oderigo; y esta respuesta, aunque amable, no prueba que el gobierno genovés se entusiasmase mucho con sus hazañas. Parece natural que, tratándose de un hijo del país que había descubierto un nuevo camino para el Oriente asiático, la Señoría genovesa celebrase esto de algún modo. Y sin embargo, la gran República comercial permanece callada, ignora a Colón, y solo uno de sus funcionarios le escribe para darle las gracias cuando hace un regalo valioso a la ciudad que llama su patria… Que Colón era extranjero lo tengo por indudable; lo prueba, además, la carta de naturalización que dieron los Reyes Católicos a su hermano menor, don Diego, que era sacerdote, para que pudiese gozar en Castilla de beneficios y rentas. Pero en ese documento hay algo también que se presta al misterio. Se naturaliza español a Colón el menor por haber nacido fuera de España y ser extranjero, pero no se dice una palabra de su nacionalidad primitiva, del lugar de su cuna; no se menciona a Génova para nada… ¿Qué había de raro en el origen de estos Colones, todo lo referente a sus personas tendiese siempre a la confusión?…
– En los últimos años – dijo Maltrana – tenía el Almirante visible empeño en aparecer como extranjero, y por esto insiste tanto en su origen ligur. Adivinaba próximo el pleito que tuvieron después sus descendientes con la Corona. Hombre astuto y precavido, daba por cierto el incumplimiento de los derechos exorbitantes que a cambio de sus descubiertas le había reconocido la buena reina Isabel, generosa e imprevisora como todas las mujeres de alta idealidad cuando se meten en negocios… Ya sabe usted que a Colón, por el compromiso que firmaron los reyes, le correspondía la décima parte de todo lo que descubriese y de lo que tras él pudieran descubrir los que siguiesen su camino. Es absurdo imaginarse una familia, la familia de los Colones, propietaria absoluta de la décima parte de todo el continente americano, y a más de esto, la décima parte de las islas de Oceanía, cuyo hallazgo fue consecuencia del de América… Por esto el rey Fernando, experto hombre de negocios, miró siempre con recelo los tratos entre el Almirante y la reina. No fue enemigo de la empresa, como dicen algunos, pero le pareció insensata la facilidad con que su esposa había accedido a todas las peticiones del navegante… Y Colón, en los últimos años, adivinando las dificultades en que se verían sus descendientes para sostener la absurda herencia, repetía en todos los documentos que era de Génova, aconsejaba a sus hijos que se pusiesen en contacto con el gobierno de la República, y se valía de halagos y súplicas para conquistar su favor y el de los poderosos mercaderes del Banco de San Jorge.
– ¿Y usted, Maltrana, es también de los que le creen judío?
– Yo no creo nada cuando faltan pruebas y sólo hay inducciones. Pero los que opinan así no se apoyan en el vacío. Aquel hombre extraordinario tenía todos los caracteres del antiguo hebreo: fervor religioso hasta el fanatismo; aficiones proféticas; facilidad de mezclar a Dios en los asuntos de dinero. Para descubrir la India, según él dijo en sus cartas a los reyes, «no me valió razón ni matemática; llanamente se cumplió que dijo Isaías…».
Y lo que había dicho Isaías en uno de sus salmos era, según Colón, que antes de acabarse el mundo se habían de convertir todos los hombres, y que de España saldría quien les enseñase la verdadera religión. Además de Isaías, apelaba a la autoridad de Esdras, judío olvidado, y en varios de sus escritos figuraban cartas de rabinos conversos. Viejo ya, redactaba su famoso libro de Las Profecías, desvarío místico en el que hizo cálculos sobre la duración de la tierra, tomando como base los profetas bíblicos. Y el resultado de sus reflexiones fue anunciar que sólo le quedaban al mundo ciento cincuenta años de vida, pues había de perecer seguramente en 1656.
– Se nota en él – dijo Ojeda – algo de la exaltación feroz a los antiguos hebreos, que siempre que constituían nacionalidad, perseguían y degollaban por querellas religiosas. En nuestra historia, los inquisidores más temibles fueron de origen judío, y ¡quién sabe si una gran parte del fanatismo español no se debe a la sangre hebrea que se ingirió en la formación definitiva de nuestro pueblo!… El judío de aquellas épocas no perdía jamás de vista el negocio en medio de sus ensueños místicos, y apreciaba el oro como a algo divino. Así fue Colón.
Tenía visiones divinas, como la de Jamaica, en la que le habló Dios en persona, y al mismo tiempo afirmaba: «El oro es excelentísimo, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo; tal es su poder que echa las almas al Paraíso». Emprendía sus viajes en nombre de la Santísima Trinidad, afirmando que su obra era «lumbre del Espíritu Santo», pues lo enviaba a la India para que esparciese el Evangelio y salvase las almas, y luego proponía la venta de indígenas hasta que diesen una renta de cuarenta millones anuales. Cargaba dos navíos de esclavos para venderlos en España y recomendaba a su hermano don Bartolomé que tuviese gran cuidado con la mercancía y llevase justa cuenta en lo que correspondiese a cada uno, «pues hay que mirar en todo la conciencia porque no hay otro bien mejor, salvo servir a Dios, y todas las cosas de este mundo son nada, y Dios es para siempre».
– Además – interrumpió Maltrana – , basta leer la descripción que hacen Las Casas y otros historiadores del tipo físico del Almirante: bermejo, cariluengo, la nariz aguileña, pecoso, enojadizo, elocuente y muy duro para los trabajos.
– La codicia es notoria en él; pero codiciosos fueron igualmente todos los que intervinieron en sus descubrimientos. Es verdad que los otros iban francamente por el oro, y Colón, además del oro, deseaba servir a su religión conquistando millones de almas. En realidad, nadie pensó que estas expediciones pudiesen tener un resultado científico. Iban a la India porque era rica; iban en busca de la tierra del Gran Kan, soberano de la China, preocupados únicamente con sus tesoros. Colón se embarcó llevando una carta de los reyes para el Gran Kan, escrita en latín, carta que le acreditaba como embajador extraordinario, y apenas en las costas de Cuba (que él creía tierra firme) pudo entender por la mímica de los indígenas que en el interior vivía un gran monarca, mostróse regocijado, adivinando en este cacique humilde al rico emperador de Catay.
Enviaba tierra adentro con sus papeles diplomáticos a un judío converso en Murcia, que por conocer algunas lenguas orientales iba con él de intérprete, y este mensajero, después de larga marcha, sólo encontraba un jefe de tribu a la sombra de su techumbre de hojas, rodeado de concubinas bronceadas.
– Yo