Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco

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Los enemigos de la mujer - Ibanez Vicente  Blasco

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tardarán las olas en partir á trozos su propiedad. Una tarde, yendo á pie de La Turbie á Roquebrune, tropecé con él cerca de su casucha, cuando estaba apacentando unas ovejas. Tiene barbas de patriarca; siempre lo he visto lo mismo, apoyado en su bastón, una boina mugrienta en la cabeza y envuelto en un capote áspero. Además, lleva una pipa entre los dientes; pero rara vez humea… «El millón está esperando – le dije por bromear – . Cuando usted quiera puede venir á recogerlo.» No pareció entenderme. Me sonreía como á alguien que se recuerda con vaguedad, pero tal vez creyéndome, otro. Fijaba sus ojos en Monte-Carlo, que estaba á nuestros pies, á vista de pájaro. Así debe pasar las horas y las semanas. Su cara es de palo, de arcilla cocida; habla poco, y nadie puede adivinar sus impresiones. Pero yo creo que todos los días experimenta la renovación de idéntico asombro, y que morirá sin salir de él. Ve el mar que es siempre lo mismo, las montañas eternamente iguales, la casa que construyeron sus abuelos y que ya era vieja cuando él nació, los olivos, los peñascos… ¡pero esa ciudad que ha surgido, siendo ya él hombre, de una meseta cubierta de matorrales, horadada de cuevas, y que cada año se agranda con nuevos hoteles, con nuevas calles, con más cúpulas y torrecillas!..

      El coronel olvidó repentinamente al viejo campesino. Al lado de su compatriota Novoa se sentía locuaz, se imaginaba pensar con más vigor y amplitud, á consecuencia de este comercio con un sabio. Además, experimentaba cierto orgullo al poder hablar, como antiguo habitante del país, de muchas cosas que ignoraba el recién llegado.

      – Esto ha sido casi de nosotros – continuó, señalando el castillo de Mónaco – . Durante siglo y medio, esa fortaleza ha tenido una guarnición española. Nuestro gran Carlos V – y el viejo legitimista puso un profundo respeto en su voz al evocar este nombre – ha dormido allí… Y también allí.

      Volviéndose, señaló en la montaña, encima del Cap-Martin, el pueblo de Roquebrune aglomerado en torno de su castillo ruinoso.

      – El archivero del príncipe de Mónaco estudia las numerosas cartas que posee de nuestro gran emperador dirigidas á los Grimaldi. Cuando los historiadores del principado quieren hacer constar la indiscutible independencia de este pedazo de tierra, evocan como orígenes los tratados firmados en Burgos, Tordesillas y Madrid.

      Resucitaba con breves palabras la historia de este pequeño Estado nacido en torno de un pequeño puerto. Los navegantes semitas le daban el nombre de Melkar (el Hércules fenicio), y dicho nombre se convertía poco á poco en el actual de Mónaco. Los güelfos y gibelinos de Génova se disputaban el dominio de su castillo, hasta que un Grimaldi disfrazado de monje entraba por sorpresa en su recinto, abriendo las puertas á sus amigos y haciendo para siempre del antiguo Puerto Hércules una propiedad de su familia.

      – Ese fraile, espada en mano – continuó don Marcos – , es el que figura á ambos lados del escudo de Mónaco. Después, la historia de los Grimaldi fué semejante á la de todos las familias soberanas de aquellos tiempos. Hicieron la guerra á los vecinos, se pelearon entre ellos, y hasta hubo hermano que asesinó á su hermano… Los navegantes de Mónaco se dedicaron á corsarios, y su bandera sirvió á veces para dar personalidad á piratas de otros países… La alianza de los Grimaldi con España les permitió titularse príncipes. Hasta entonces sólo habían sido marqueses. Carlos V les llamaba en sus cartas «amados primos», con otros títulos honoríficos… Este peñón era de gran importancia para los monarcas de España, que tenían posesiones en Italia y necesitaban conservar seguro el camino. Los reyes de Francia ambicionaban, por su parte, suprimir el obstáculo, atrayéndose á los Grimaldi. Durante ciento cincuenta años hay que reconocer que se mantuvieron fieles á sus compromisos, y eso que desde Madrid sólo de tarde en tarde les enviaban los subsidios prometidos. Dos galeras monegascas figuraban siempre en las armadas de España… Sólo cuando la decadencia de los Austrias empezó á hacernos perder nuestra influencia europea nos abandonaron los Grimaldi, con la precipitación del que huye de una casa que se viene abajo. Richelieu hacía en aquellos momentos la grandeza de Francia, y se fueron con él. Una noche de relámpagos y truenos, cuando la guarnición, compuesta en su mayor parte de italianos al servicio de España, dormía sin cuidado, la sorprendieron, la desarmaron, después de matar á algunos que pretendían resistirse, y acabaron por enviarla cortésmente al virrey español de Milán con la noticia de que la alianza quedaba rota para siempre.

      Los príncipes de Mónaco, feudatarios de Francia, vivían después en Versalles, haciendo oficio de cortesanos ó sirviendo en los ejércitos del rey. La Revolución los perseguía, como á todos los monarcas, guillotinando á una hermosa dama de la familia. Napoleón los había tenido como edecanes un su séquito militar, y la larga paz del siglo XIX les hacía volver á instalarse en su exiguo principado.

      – ¡Eran tan pobres! – siguió diciendo Toledo – . Tenían que mantener el boato de una corte, pues en los Estados pequeños, donde se vive como en familia, resulta preciso exagerar la etiqueta para que el príncipe sea respetado. Había que sufragar los mismos gastos de una nación grande, justicia, administración, hasta un ejército diminuto para la seguridad interior, y todo el principado no producía mas que limones y olivas… Mire usted si eran pobres y si se verían apurados, no sabiendo de dónde sacar recursos, que bajo el reinado de Florestán I, abuelo del príncipe actual, hubo un intento de revolución por haber decretado el soberano que toda la oliva del país sólo podía molerse en los molinos de su propiedad.

      Después, bajo Carlos III, aún resultaba más angustiosa la situación. El principado se disolvía. Los dos pueblos Mentón y Roquebrune, dependientes de Mónaco, se emancipaban de él, entusiasmados por la revolución italiana, incorporándose á la monarquía de los Saboyas. Poco después, al adquirir Napoleón III el antiguo condado de Niza, se hacían franceses. Y Mónaco quedaba aislado dentro de Francia, con su soberanía bien reconocida; pero la tal soberanía no abarcaba mas que una ciudad única en la meseta de un peñón, un pequeño puerto y unos alrededores cubiertos de plantas parásitas: casi el terreno que recorre un burgués pacífico en su paseo después del almuerzo. ¿Cómo iba á sostenerse el minúsculo Estado?..

      – El juego lo salvó. No crea usted, como algunos, que esto fué una iniciativa del soberano de Mónaco. Muchos príncipes alemanes habían apelado á la misma industria para el sostenimiento de sus dominios. Es una invención germánica. Mas el juego á orillas del Mediterráneo, bajo un sol invernal que rara vez se muestra infiel, resulta otra cosa que en un Estado del centro de Europa… Al principio no marchó el negocio. Establecieron un miserable Casino en el Mónaco viejo, frente al palacio, en lo que hoy es cuartel de los carabineros del príncipe. Los «puntos» eran muy contados. Había que venir en diligencia por lo alto de los Alpes, siguiendo la antigua vía romana, y descender desde La Turbie por caminos como barrancos. Se necesitaban verdaderos deseos de jugar. Luego, el Casino bajó al puerto, donde hoy está el barrio de La Condamine: igual fracaso. Los arrendatarios del juego quebraban, sin poder cumplir sus compromisos con el príncipe… Pero se abrió el ferrocarril de la Cornisa, quedando Mónaco en el camino de París á Italia, y todos los jugadores, todos los desocupados del mundo, afluyeron aquí en pocos años… ¡Qué transformación!

      El coronel volvió á acordarse del viejo campesino que, apacentando sus ovejas en la ladera alpina, pasaba las horas con los ojos fijos en la maravillosa ciudad extendida á sus pies, en el mismo lugar que había visto de joven cubierto de matorrales.

      – Entonces nació Monte-Carlo. Frente al peñón de Mónaco, formando la otra ribera del puerto, había una meseta abandonada. No hace de esto mas que unos sesenta años. Aún quedan diseminados un los jardines de la plaza, entre los árboles tropicales, algunos pobres olivos de aquel tiempo, que han sido respetados como recuerdos de la época de miseria. Donde hoy vemos el Casino, los grandes hoteles y las casas de té más elegantes, existían cavernas de la época prehistórica, que en tiempos menos remotos sirvieron también de guaridas de ladrones. Esta meseta salvaje era apodada, por sus grutas, «Las Espeluncas». Algo de lo que ha visto usted en el Museo Antropológico de Mónaco: hachas de piedra, restos humanos, etc., procede

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