Sangre y arena. Ibanez Vicente Blasco
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Esto último no lo decía, pero sus ojos revelaban la protesta contra las injusticias de la suerte, contra aquellos buenos mozos que, al empuñar una espada, se llevaban los aplausos, la popularidad y el dinero, sin riesgos mayores que los que afrontaban los humildes.
Poco a poco fue Carmen habituándose a su nueva existencia. Las crueles esperas en días de corrida, la visita a los santos, las incertidumbres supersticiosas, todo lo aceptó como incidentes necesarios de su vida. Además, la buena suerte de su marido y la continua conversación en la casa de lances de lidia acabaron por familiarizarla con el peligro. El toro bravo fue para ella una fiera bonachona y noble, venida al mundo sin más objeto que enriquecer y dar fama a sus matadores.
Jamás asistía a una corrida de toros. Desde la tarde en que vio en su primera novillada al que había de ser su marido, no volvió a la plaza. Sentíase sin valor para presenciar una corrida, aunque en ella no trabajase Gallardo. Se desvanecería de terror viendo a otros hombres afrontar el peligro vistiendo el mismo traje que su Juan.
A los tres años de matrimonio, el espada sufrió una cogida en Valencia. Carmen tardó en enterarse. El telegrama llegó a su hora, con el correspondiente «Sin novedad». Fue obra piadosa de don José el apoderado, el cual, visitando a Carmen todos los días y apelando a hábiles escamoteos para evitar la lectura de diarios, retardó durante una semana que se enterase de la desgracia.
Cuando Carmen conoció el suceso, por la indiscreción de unas vecinas, quiso inmediatamente tomar el tren, ir en busca de su marido, cuidarle, pues se lo imaginaba abandonado. No fue necesario. El espada llegó antes de que ella partiese, pálido por la sangre perdida, con una pierna obligada a larga inmovilidad, pero alegre y animoso para tranquilizar a su familia. La casa fue desde entonces a modo de un santuario, pasando por el patio centenares de personas que deseaban saludar a Gallardo, «el primer hombre del mundo», sentado en un sillón de junco, la pierna en un taburete, y fumando tranquilamente, como si su cuerpo no estuviese quebrantado por una herida atroz.
El doctor Ruiz, llegado con él a Sevilla, le dio por bueno antes de un mes, asombrándose de la energía de aquel organismo. La facilidad con que se curaban los toreros era un misterio para él, a pesar de su larga práctica de cirujano. El cuerno, sucio de sangre y de excremento animal, fraccionado muchas veces por los golpes en menudas astillas, rompía las carnes, las rasgaba, las perforaba, siendo al mismo tiempo profunda herida penetrante y aplastadora contusión. Y sin embargo, las atroces heridas se curaban con mayor facilidad que las de la vida ordinaria.
– No sé qué será: misterio – decía el viejo cirujano con aire de duda – . O estos chicos tienen carne de perro, o el cuerno, con todas sus suciedades, guarda una virtud curativa que desconocemos.
Poco tiempo después, Gallardo volvió a torear, sin que esta cogida enfriase sus ardores de lidiador, como le vaticinaban los enemigos.
A los cuatro años de matrimonio, el espada dio a su mujer y a su madre una gran sorpresa. Iban a ser propietarios, pero propietarios en grande, con tierras que se perdían de vista, olivares, molinos, grandes rebaños; un cortijo igual al de los señores ricos de Sevilla.
Gallardo sentía el deseo de todos los toreros, que ansían ser señores de campo, caballistas y dueños de ganados. La riqueza urbana, los valores en papel, no les tientan ni los entienden. El toro les hace pensar en la verde dehesa; el caballo les recuerda el campo. La necesidad continua de movimiento y ejercicio, la caza y la marcha durante los meses invernales, les impulsan a desear la posesión de la tierra.
Para Gallardo sólo era rico el dueño de un cortijo con grandes tropas de bestias. De sus tiempos de miseria, cuando marchaba a pie por los caminos, al través de olivares y dehesas, guardaba el ferviente deseo de poseer leguas y leguas de terreno que fuesen suyas, que estuvieran cerradas con vallas de punzante alambre al paso de los demás hombres.
Su apoderado conocía estos deseos. Don José era quien corría con sus intereses, cobrando de los empresarios y llevando una cuenta que en vano intentaba explicar a su matador.
– Yo no entiendo esas músicas – decía Gallardo, satisfecho de su ignorancia – . Yo sólo sé despachar toros. Haga lo que quiera, don José; yo tengo confiansa, y sé que too lo hase por mi bien.
Y don José, que apenas se acordaba de sus bienes, dejándolos confiados a la débil administración de su mujer, preocupábase a todas horas de la fortuna del matador, colocando su dinero a rédito con entrañas de usurero para hacerlo fructificar.
Un día abordó a su protegido alegremente.
– Ya tengo lo que deseas. Un cortijo como un mundo, y además muy barato: una verdadera ganga. La semana que viene hacemos la escritura.
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