La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco
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La araña negra, t. 2/9
PARTE SEGUNDA EL PADRE CLAUDIO (CONTINUACIÓN)
VI
Fiat Lux
A las ocho de la mañana el conde de Baselga andaba con paso indeciso por las calles de la coronada villa.
Si las gentes de poca monta que a aquella hora iban a sus quehaceres a paso apresurado y soplándose las manos para ahuyentar el frío, se hubieran fijado en el marcial comandante de caballería de la Guardia, les habría llamado la atención el desorden con que llevaba el uniforme y la nerviosidad que se marcaba en su rostro pálido y cejijunto.
A aquellas horas otros militares se dirigían al regio Palacio o a los cuarteles para cumplir sus deberes, erguidos y sonrientes, y a su lado el conde ofrecía el aspecto de un hombre que ha pasado la noche en tormentosa orgía y que se retira a su domicilio ebrio y luchando con el alcohol y el cansancio que entorpecen todos sus miembros.
Pero Baselga, en vez de dirigirse a su casa se alejaba de ella, y no iba ebrio, sino dominado por una indecisión que le hacía sufrir cruelmente, obligándole a vagar por las calles.
La noche anterior había salido del despacho del padre Claudio dispuesto a no ocuparse más del asunto de su esposa, dejando a cargo del jesuíta lo que hubiese de verdad en las pérfidas insinuaciones de la duquesa de León. Pero, ¿quién es capaz de cortar el curso de los celos una vez se apoderan éstos del corazón del hombre?
Baselga, como de costumbre, no pudo dormir en toda la noche. La posibilidad de que su esposa le engañase y que él fuese objeto de oculta mofa entre las gentes de Palacio y sus compañeros de armas, le producía tan extremada excitación, que en algunos momentos creía volverse loco.
Toda la noche la pasó de claro en claro, y cuando poco después de amanecer un criado le entregó una carta que acababa de dejar en el patio un mandadero público, sin saber por qué se apresuró a levantarse de la cama y a leerla.
Bien recordaba Baselga el contenido del papel que ahora estrujaba furiosamente en lo más hondo de un bolsillo.
Iba sin firma; pero el conde conocía de antiguo aquellas letras enrevesadas, agrupadas con arreglo a una ortografía fantástica que tenía para su uso la duquesa de León.
"Tengo ya las pruebas. Ven cuando quieras, que desde este momento te aguardo. Marido infeliz, tarda cuanto quieras en convencerte."
¡Ira de Dios! Una carta así era para encender la sangre de cualquier cristiano o moro, y más si era tan ardiente y pronta a entrar en ebullición como la del enérgico Baselga.
Con la rapidez de una exhalación se vistió éste y se arrojó a la calle, marchando en línea recta hacia el caserón solariego de la duquesa, que estaba en los alrededores de Palacio; pero cuando se encontraba ya muy cerca de él, retrocedió, pues como todos los que se ven próximos a la desgracia, tuvo miedo de llegar y saber toda la verdad.
Ocurre siempre al que está próximo a convencerse de algo, que le produce inmenso dolor, que semejante al náufrago que al hundirse para siempre en el abismo busca instintivamente algo sólido a que asirse, en el convencimiento de su desgracia apela a la duda, y antes de recibir el golpe procura retardarlo, consolándose con la posibilidad de que no resulte cierto el mal que le amaga.
Esto mismo sucedía a Baselga. El día anterior, y aun momentos antes de salir de su casa, sentía una impaciencia sin límites por convencerse de su deshonra, y el no conocer ésta con certeza le producía inmenso desasosiego; pero ahora que podía ver y tocar su deshonra, ahora que una mujer celosa y desdeñada se ofrecía a mostrarle su desgracia con toda claridad, sentía miedo de seguir adelante y hubiera dado diez años de su vida o su caballo favorito, y hasta se hubiera hecho liberal únicamente porque el padre Claudio le saliera al paso gritándole: – No sigas, hijo mío. No es necesario que vayas a visitar a la duquesa de León. Todo lo he averiguado y tu mujer es inocente.
El se hubiera convencido o no. Lo más regular es que al día siguiente hubiera vuelto a sus antiguos celos, a sospechar más tenazmente de su esposa y a desear las pruebas de su deshonra; pero al menos por el momento se habría librado del terrible trance de saber la verdad, experimentando un bienestar semejante al que producen ciertos medicamentos que calman momentáneamente los sufrimientos aunque inflamando más las heridas.
Esto parece absurdo, pero es perfectamente humano.
Baselga, seguro ya de convencerse de la culpabilidad de su esposa, por extraña observación quería forjarse la esperanza de que ésta resultare inocente, así como el día anterior, cuando aun era problemática su fidelidad, se empeñaba en tenerla por culpable.
Buscaba afanosamente en su imaginación todas las probabilidades que racionalmente podían aceptarse para creer a Pepita inocente, y casi se inclinaba a tenerla por un dechado de virtud y fidelidad. Porque… vamos a ver: ¿no podía ser muy bien que aquella duquesa a quien él conocía perfectamente y que era una dama alegre, poco escrupulosa y tan amiga de amoríos como de intrigas, furiosa de que su antiguo amante la abandonase, hubiese forjado una calumnia con visos de verdad para vengarse de él y perder a una mujer más hermosa y más joven que ella? Esto también podía ser y era probable que se pretendiera exagerar cualquier ligereza insignificante, propia del vivo carácter de Pepita, para hacer ver lo que no existía.
Pero apenas la imaginación de Baselga formulaba tales optimismos, la duda le mordía cruelmente, y tal era la fuerza con que la sospecha se apoderaba de él, que hasta le parecía que algunos transeúntes le miraban con ojos compasivos, como adivinando su desgracia.
El recuerdo de la noche en que sorprendió al rey en íntima conversación con Pepita, el desvío que ésta le mostraba desde poco después de casarse y algunas palabras sin importancia que muchas veces se escapaban en su conversación, pero que ahora eran apreciadas por su instinto celoso como claros indicios de culpabilidad, pasaron rápidamente por la imaginación de Baselga y acabaron de convencerle de que su esposa había atentado contra su honor y se había burlado de él haciéndolo su marido para ocultar mejor sus devaneos.
Pensando en esto último, la susceptibilidad de Baselga, ya de suyo irritable, se excitó hasta un límite inconcebible, y semejante al desesperado que tiene prisa en acabar su existencia, murmuró sombríamente:
– ¡Lo que haya de ser, que sea pronto! ¡No tardes en convencerte de tu deshonra!
Emprendió Baselga apresuradamente la marcha hacia el palacio de la duquesa, y al atravesar el anchuroso patio, recibió un respetuoso saludo del portero, que cesó de barrer y siguió con ojos asombrados la ascensión del señor conde por la vetusta y anchurosa escalera, no pudiendo explicarse cómo el antiguo amante de su señora, de quien ésta echaba pestes delante de los criados, volvía a la casa tan inesperadamente y a tales horas.
Cuando Baselga entró en las antesalas de la duquesa, a pesar de su preocupación, detúvose algo sorprendido al ver sentado en un banco, con rostro macilento y ojos hinchados, a un sujeto a quien él conocía mucho.
Era el negro Pablo, el mismo que Pepita hacía buscar en aquellos instantes por la Policía.
Tenía todo el aspecto de un hombre que ha estado ebrio por mucho tiempo y que todavía lucha con la postrera y abrumadora influencia del alcohol.
Al otro extremo de la antecámara, y como evitando todo contacto con el embriagado negro, estaba una mujer vestida con limpia pobreza, pero en cuyo rostro demacrado leíase una larga serie de padecimientos.
La sorpresa de Baselga al encontrar al negro fué más grande que la que éste experimentó al verse ante su antiguo amo.
Apoyándose