La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco

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La araña negra, t. 2 - Ibanez Vicente  Blasco

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Es ya la hora en que vuestra reverencia acostumbra a ir a Palacio.

      – No se trata de eso. Voy inmediatamente a casa de Pepita. El conde es un bárbaro, como ya te dije, capaz de toda clase de violencias cuando se encuentra furioso. ¿Quién sabe si a estas horas estará haciendo alguna de las suyas?

      – Malos celos tiene el señor Baselga, pero creo que no haría mal vuestra reverencia en dejar a doña Pepita completamente sola en manos de su esposo. Es una rebelde que, desde que está en lo alto, desprecia a la Orden, que tanto la ha favorecido, y se niega a obedecerla.

      – ¿Quién te mete a ti a dar consejos? Pepita ha vuelto al redil, y nos conviene defenderla para que siga prestándonos buenos servicios. Además, en sus tormentosas explicaciones con el conde puede ser que para sincerarse, delate nuestra complicidad en sus relaciones con el rey, con lo que cesaríamos de dirigir la voluntad del conde. Es preciso que yo vaya pronto allá, y el Corazón de Jesús quiera que no llegue tarde.

      VIII

      La cólera de Baselga

      No era operación trivial el peinado de una dama en aquella época.

      En todos tiempos ha sido el tocado de las cabezas femeninas empresa dificultosa que ha necesitado mucho tiempo y no pocas meditaciones, pero en la última época del reinado de Fernando VII, la tiránica moda llevó el peinado a la más estupenda exageración en punto a complicado y gigantesco.

      Pepita estaba ante el espejo de su gabinete, ocupada en arreglar sus cabellos con el mejor arte posible, cuando oyó agitados pasos en la habitación vecina, y, poco después, la puerta de la estancia, que estaba entornada, tembló al recibir un fuerte empujón, y, girando rápidamente, fué a chocar contra la pared, con atronadora violencia.

      Volvió la bella Condesa la cabeza, asustada por tal estrépito, y vió, parado en medio de la puerta, al gigantesco Baselga, que tenía un aspecto poco tranquilizador.

      Pepita estaba tan acostumbrada a tratar despectivamente a su esposo, y tan grande era su conocimiento del dominio que ejercía sobre su voluntad, que no se inmutó al notar la expresión horrible de aquel rostro ceñudo, en el cual destacábanse horriblemente los ojos centellantes, sanguinolentos y que parecían próximos a salirse de sus órbitas.

      Hizo la hermosa un mohín que lo mismo podía expresar sorpresa que desprecio y volviendo a mirarse en el espejo, dijo, con su tono meloso e indolente:

      – Pero, hijo mío, ¿qué te sucede para que tan descortésmente penetres en el gabinete de tu mujer? Las costumbres del cuartel te roban tu antigua buena crianza, y será preciso que tu esposa te eduque como si fueras un niño.

      El conde pareció no oir estas palabras. Tal seducción ejercía aquella mujer sobre su ánimo, que, a pesar de la indignación que le dominaba y de los terribles proyectos de venganza que se había forjado desde casa de la duquesa a la suya, se detuvo, como asombrado, cual si por primera vez viera a su esposa y quedara subyugado por el incentivo de sus gracias.

      Baselga, a pesar de su carácter enérgico, por no decir brutal, carecía de una voluntad firmísima, y la indecisión se apoderaba continuamente de su ánimo.

      Algunos momentos antes pensaba en asombrosas venganzas, y se sentía con ímpetu para exterminar, no ya a Pepita, sino a todo el género humano: pero desde el momento que contempló a su esposa sintióse de nuevo víctima de aquel predominio que ésta sabía ejercer sobre su carácter, y permaneció un buen rato como atontado, mientras que la hermosa mejicana seguía peinándose tranquilamente.

      La calma de su esposa y el desdén que ésta manifestaba sacaron a Baselga de su contemplación de idiota, y, avanzando al centro del gabinete, dejóse caer sobre un diván, diciendo con voz cavernosa:

      – Pepita, tenemos mucho que hablar. Siéntate aquí y mirémonos frente a frente.

      – Habla cuanto quieras – contestó la hermosa, con su tonillo indolente – ; habla, que ya te oigo y no es necesario que deje de peinarme para escucharte.

      – ¡A sentarte… y pronto! Yo lo mando.

      Volvió su cabeza la mujer con aire de asombro al ver que el antiguo esclavo se rebelaba demostrando tener voluntad; pero fué para ella tan extraña la impresión que vió en su rostro que, obedeciendo a un impulso de conservación, abandonó su peinado y fué a sentarse en el extremo del diván que le indicaba Baselga.

      – Ahora – dijo éste con terrible calma – que los dos nos encontramos frente a frente, vamos a repasar nuestra pasada vida para que yo me convenza mejor de que he sido un imbécil y usted, señora, una tremenda…

      Y Baselga dió a su esposa un calificativo tan justo como duro, cuya crudeza disculpaba su inmensa indignación.

      Pepita estaba asombrada y no sabía dónde aquello iría a parar; pero como sobre su conciencia pesaban motivos suficientes para tener miedo a su esposo, y como éste se mostraba por primera vez con voluntad propia y en toda la plenitud de su carácter feroz, de aquí que la alegre condesita, a pesar de su despreocupación y su descoco, comenzara a perder la serenidad.

      – Señora: lo sé todo. No son ya un misterio para mí los deshonrosos amoríos que usted ha sostenido antes y después de nuestro casamiento, y aun los que hoy tiene con cierto individuo de la Embajada inglesa, al que muy pronto ajustaré las cuentas.

      La condesa, a pesar del imperio que tenía sobre sí misma, no pudo menos de estremecerse, detalle que no pasó desapercibido para Baselga.

      – Hace usted bien en temblar. A un hombre como yo no se le engaña impunemente, pues antes quiero morir o matar, que ser objeto de burla para nadie.

      – Te han engañado, Fernando mío – dijo Pepita con tono zalamero – . Todo eso que dices de amantes y de deshonra son tremendas mentiras que sin duda te han imbuído personas que desean mi perdición.

      – ¿Me han engañado, infame? ¿Vas a llevar tu cinismo hasta el punto de negar lo que he visto casi por mis propios ojos? Bien sabes tú que mientes. Para demostrarme lo contrario, sería preciso que me convencieses de que no existe un "baronet" llamado sir Walace, agregado a la Embajada inglesa, y de que es falsa esta carta escrita de tu letra y en la cual le das una cita para esta misma noche, en que he de entrar de guardia en Palacio.

      Y al decir esto, Baselga arrojó en el regazo de su esposa el papel que poco antes le había entregado el negro en casa de la duquesa.

      Pepita no lo miró. ¡Para qué! Demasiado lo conocía ella, y estaba convencida desde el primer instante de aquella escena de que su esposo lo sabía todo.

      – ¿No contestas? Atrévete ahora, infame, a negar que eres la querida de Walace, así como también de la persona a quien hasta hace poco respetaba tanto como a Dios, y que ahora no sé si mirar con desvío o con odio. ¡Ah, mujer miserable! ¡Ah, infame ramera! ¡Cómo te habrás reído con el rey, con ese inglés, y aun con cierto joven fraile, de la mansedumbre de tu ignorante esposo! ¡Ira de Dios! ¡Qué de burlas habréis dirigido contra el imbécil marido que tan ciego estaba!

      El conde, diciendo esto, se había levantado y se paseaba como una fiera enjaulada por el reducido gabinete. Sus mejillas, a fuerza de palidecer, tomaban un tinte cadavérico, y en cambio sus ojos estaban inflamados y ribeteados de rojo, cual si fuesen de cristal y transparentasen dos grandes coágulos de sangre.

      Recordando el infeliz Baselga su deshonra, e imaginándose el ridículo papel que por tanto tiempo había desempeñado, él, que dos

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