La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco
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Enriqueta estaba conmovida por el acento triste y resignado con que su padre le hablaba.
– ¿Y qué quiere usted de mí, papá?
– Que escribas inmediatamente a ese joven diciendo que no le amas y que todo ha terminado entre los dos.
Era una proposición igual a la de la baronesa, pero a pesar de ello no tuvo la fuerza que en aquella ocasión para negarse.
La impresionaba la presencia de aquel padre cuya alma grande y amorosa acababa de conocer, y temía rebelarse, por el inmenso dolor que esto pudiera producirle. Bastante había sufrido en este mundo para que ella fuese ahora a aumentar sus penas.
– Pero, papá – se limitó a decir, con ligera entonación de protesta – . ¡Si yo le amo!.. Eso sería mentir.
– Bueno. No mientas y omite el decirle en tu carta que no le amas. Dile sencillamente que todo ha concluído y que no piense más en ti. Este es el sacrificio que te pide tu anciano padre. ¿Te negarás a ello? ¿No serás, como yo creo, una joven sencilla y buena que no quiere acibarar la vida que le queda al que le dió el ser?
Enriqueta, conmovida, levantóse de las rodillas de su padre donde estaba, y se sentó en el sillón que había junto a la mesa.
Tenía los labios fruncidos y en su rostro adivinábase el supremo y doloroso esfuerzo que le costaba la resolución que acababa de tomar.
– Dicte usted – fué lo único que dijo, con expresión enérgica y como si pisotease su rebelde corazón.
Aquello conmovió al conde y tuvo que hacer esfuerzos para no llorar.
Después de buscar en los cajones de la mesa papel de cartas, Baselga dictó y la joven fué escribiendo sin oponer ninguna protesta ni hacer gesto alguno de desagrado.
"Sr. D. Esteban Alvarez:
Todo ha concluído entre nosotros. Comprendo que nuestras relaciones amorosas nunca podrían llegar a ser formales no mereciendo la aprobación de mi familia, y por esto me apresuro a romperlas. Juzgue usted mi conducta como quiera, pero le ruego que no me exija explicaciones. Mi resolución es en interés de la felicidad de ambos. Usted podrá ser feliz lejos de mí y yo, después de este rompimiento, seré dichosa cumpliendo los deseos de mi familia.
– Así está bien – dijo el conde cuando su hija terminó de escribir – . Cierra la carta y dámela. Yo la entregaré a Tomasa, que se ha atrevido a ser la medianera de vuestros amores, y ella se la dará a ese joven. Junto con ésta le entregará sus cartas amorosas que están sobre la mesa.
Enriqueta hizo un gesto que manifestaba sus deseos de protestar.
Había admitido el rompimiento resignada, pero le parecía una crueldad sin límites desprenderse de aquellas cartas, eterno poema de amor, cuya lectura podía consolarla y devolverla momentáneamente su perdida felicidad.
– No te opongas, hija mía – añadió el conde – . Es por tu bien por lo que quiero yo alejar de ti esos testimonios de tu pasión que estarán recordándotela a todas horas.
Enriqueta nada dijo. El conde recogió la carta escrita por su hija y aquella correspondencia amorosa.
– Esta misma tarde – dijo – se encargará Tomasa de llevar estos papeles a su destino y mañana tu confidenta amorosa tomará el retiro. Voy a asegurarla un porvenir enviándola de administradora a mis fincas de Castilla. Así no seré desagradecido y evitaré al mismo tiempo que viva junto a nosotros esa buena Tomasa, cuyos únicos defectos son reñir a todas horas con Fernanda e interesarse demasiado en tus asuntos amorosos.
Enriqueta estaba ya en pie junto a la puerta y como, ansiosa por salir cuanto antes.
Porque la verdad era que estaba violenta.
Aquella atmósfera, por decirlo así, la ahogaba.
Comprendía que había obrado mal no oponiéndose resueltamente a lo que su padre la propuso.
Reprochábase su debilidad.
Remordíale la conciencia porque tenía la íntima convicción del profundo dolor que había de experimentar su amante al recibir aquella carta, que únicamente en un momento de inconcebible ceguedad pudo escribir.
El conde la contemplaba fijamente.
Y tal vez llegó a leer lo que en su corazón pasaba, porque le dijo al par que la estrechaba cariñosamente entre sus brazos:
– Hija mía, para tranquilidad de tu conciencia, basta solamente que reflexiones que has seguido los consejos de tu padre, y un padre sólo apetece el bien de sus hijos.
XIX
La fuerza y la astucia
Estaba el capitán Alvarez muy lejos de figurarse que Enriqueta le abandonase, así es que, cuando recibió su carta, experimentó una sorpresa sin límites.
Tomasa, que había recibido de su señor la orden para marchar a sus posesiones de Castilla, entregó al amo de su sobrino la consabida carta y toda la correspondencia amorosa en que el capitán había depositado sus sentimientos.
Alvarez sintió mucho aquella herida mortal, y buscó con ahinco al que se la producía.
Conocía que aquella carta no podía ser obra de Enriqueta, y quería saber de quién procedía para descargar en él su furor.
Pronto encontró lo que buscaba, pues desde mucho antes conocía la gran influencia que el padre Claudio ejercía en casa de Baselga.
La mano jesuítica era la verdadera autora de aquella resolución fatal que él nunca esperaba de Enriqueta.
La creencia de que el padre Claudio había mediado en sus amores para estorbarlos poníale loco de furor, y paseándose febrilmente por su cuarto, miraba de vez en cuando su sable colgado de la pared, terror de los moros en la pasada guerra, y que ahora pensaba esgrimir contra la negra y maligna chusma.
Aquella maldita carta puso enfermo al capitán. El, que por su gran apetito era motivo de justa alarma para la patrona, mostróse inapetente hasta el punto de excitar la compasión de la interesada pupilera.
Perico, el asistente, no estaba menos preocupado por aquella situación extraña de su señor, cuyo secreto conocía por su tía, mujer incapaz de guardar ocultas las noticias por mucho tiempo.
El buen muchacho, que se mostraba triste por estarlo su señorito, con su solicitud habitual, buscó un medio para impedir que el capitán pasase el tiempo encerrado en su cuarto y huyendo de la conversación de sus compañeros cuando asistía a los actos de servicio, y un día arregló, no se sabe cómo, que el alférez Lindoro fuese a visitar al amigo Alvarez.
Aquel vizcondesillo insustancial, por pertenecer