La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco
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El aristocrático alférez fué de la misma opinión que su amigo.
Aquello era obra de los jesuítas, y si el mismo padre Claudio no había dictado la carta, por lo menos se había mezclado en el asunto. Esto lo aseguraba él, que como visitante de la casa conocía la influencia que sobre toda la familia Baselga ejercía el jesuíta.
– Mira, chico, créeme – continuó el vizconde – . Mientras no pongas de tu parte a ese cura, no conseguirás nada absolutamente en tus amores. Si él te protegiera, a estas horas estarías ya casado con Enriqueta. Conozco muy bien el poder que tiene ese pájaro. Es capaz con su sonrisa y sus palabras melosas de trastornar el juicio de todas las muchachas, y a la más enamorada hacerla que olvide a su novio.
– ¿De modo que tienes seguridad de que el autor de mi desdicha es el padre Claudio?
– Completa, mi querido “Séneca”. Si no es él, ¿quién puede ser? De Quirós, gran amigo de la casa, no puedo sospechar. Es un buen muchacho que sólo piensa en hacerse célebre y únicamente se ocupa en amores fáciles. Del conde tampoco puede ser. Aunque él es quien ha dado a la tía de su asistente la tal carta, no debe de haber sabido nada de tus amores hasta el momento del rompimiento. Aquí los que han descubierto todo y han destrozado tus relaciones, son, indudablemente, el famoso jesuíta y doña Fernanda, que están empeñados, como tú sabes, en meter monja a Enriqueta, sin duda para apoderarse de sus millones.
Alvarez, después de reflexionar mucho y de fruncir las cejas, preguntó a su amigo:
– ¿Y dónde podría yo encontrar a ese padre Claudio?
– Mira, querido Esteban – se apresuró a decir el vizconde, comprendiendo la intención de la pregunta – . Te conozco bien y, por lo mismo, te advierto que no hagas ninguna tontería. El padre Claudio está hoy muy alto y no es un cualquiera a quien se le dan cuatro palos así que nos estorba.
– Sólo quiero hablar con él. No estoy loco y sé que un hombre como yo no se rinde con un enemigo de tal clase que dispone de la astucia como única fuerza. Dime dónde podré verle.
– Difícil resulta encontrarlo, pues es tal vez el hombre más atareado de Madrid. Sin embargo, hay una hora en que es fácil verlo. Casi todas las mañanas va a las diez a Palacio para visitar a la reina, y si el día es bueno, es fácil verle a pie, pues según él dice, es el único instante en que puede hacer ejercicio.
– Mañana iré.
Y efectivamente, a la mañana siguiente eran todavía las nueve y media, y ya estaba Alvarez paseando por la plaza de Oriente, frente a Palacio, aguardando la llegada del jesuíta.
La mañana era magnífica.
Brillaba en el cielo un sol esplendoroso que daba a los muros sombríos de Palacio un tinte rosado y alegre, embelleciendo al mismo tiempo el vasto círculo de estatuas de reyes que como un cinturón de piedra estrechaba el jardín.
Una nube de gorriones revoloteaba con infernal algarabía en torno de la ecuestre estatua del centro, y por los andenes correteaban los niños y niñeras de la vecindad, estorbando a media docena de retirados o viejos, sin ocupaciones, que estaban abstraídos en la lectura de los periódicos.
Pequeños cochecitos tirados por cabras hacían de vez en cuando un viaje de circunvalación en torno del jardín, siendo saludadas con sonriente algazara las cabecitas infantiles que asomaban entre las cortinillas del vehículo por los compañeros que, apoyados en el aro u oprimiendo entre sus manos la pelota multicolor, miraban con envidia a aquellos excursionistas en pequeño.
Alvarez, al entrar en la plaza, fué a mirar el reloj de Palacio. Comprendió que aún tendría que esperar por mucho tiempo, y no queriendo llamar la atención, recorrió con paso lento el espacio existente entre el arco de la Armería y las caballerizas.
Paróse a hablar un buen rato con un oficial de la guardia a quien conocía, y cuando el reloj dió las diez, volvió al jardincillo del centro de la plaza, plantándose frente al teatro Real.
Por allí le habían dicho que llegaba todos los días el padre Claudio, y él quería abordarlo lejos de Palacio, como si temiese que alguien pudiera fijarse en aquella extraña conferencia que preparaba.
Entraron en la plaza por el punto indicado dos o tres curas, e igual número de veces se sobresaltó Alvarez, disponiéndose a abordar al que esperaba; pero cuando estuvieron cerca, reconoció que ninguno de ellos era el terrible jesuíta.
Aún esperó más de media hora; pero, al fin, por la calle del Arenal vió entrar en la plaza al padre Claudio. El capitán sólo lo había visto una vez y, a pesar de esto, lo reconoció inmediatamente, pues también a él, como al conde de Baselga en otros tiempos, le había impresionado el continente de aquel jesuíta, que con su afectada modestia y humildad, no podía ocultar su aspecto de hombre enérgico acostumbrado a ser obedecido ciegamente.
Por una extraña casualidad, la mirada del jesuíta fijóse desde muy lejos en aquel militar que estaba inmóvil y erguido en la entrada del jardincillo. Parecía que adivinaba que aquel hombre estaba allí esperándole impaciente.
El padre Claudio, como si se sintiera atraído o supiera con anterioridad lo que iba a suceder, avanzó en línea recta hacia donde estaba el capitán, aunque bajando su cabeza con extremada expresión de humildad y sencillez y mirando de reojo.
Alvarez, cuando lo tuvo casi al lado, llevóse cortésmente una mano a su ros y dijo con fría urbanidad:
– Dispense usted la pregunta. ¿Es usted el padre Claudio, de la Compañía de Jesús?
El jesuíta mostróse algo sorprendido. Por una extraña atracción habíase fijado en el militar, mozo de bizarra figura y marcial aspecto, pero no esperaba que éste le conociese ni le dirigiera la palabra.
Sorprendido, dejó caer el embozo de su manteo de seda e hizo con la cabeza un signo afirmativo.
– Pues, en tal caso – continuó el capitán – , deseo hablar con usted.
– ¿Es caso de conciencia o asunto particular? – preguntó el jesuíta con la expresión resignada de un hombre que se ve forzado a ejercer su profesión extemporáneamente.
– Tengo que hablar de un asunto particular, que es para mi de gran importancia.
El padre Claudio, por toda contestación, se dirigió a un banco de piedra y tomó asiento. El capitán Alvarez le imitó, y los dos hombres permanecieron silenciosos por algunos instantes.
– Usted dirá – dijo, por fin, el jesuíta abarcando toda la figura del militar con el rápido relampagueo de su mirada.
– Yo soy el capitán Esteban Alvarez. ¿No me conoce usted?
El padre Claudio hizo un gesto negativo.
– Extraño que mi nombre le resulte desconocido; pero yo le daré detalles que refresquen su memoria. Soy el novio de la hija del conde de Baselga, o sea de la hermana de la baronesa de Carrillo. ¿Me conoce usted ahora?
Desde las primeras palabras se había ya imaginado el jesuíta que aquel militar era el adorador de Enriqueta, el ser que removía toda la bilis de doña Fernanda, y de quien ésta hablaba siempre en los peores términos; pero al saber que efectivamente era quien él se imaginaba,